Política y derecho. En esos dos planos se ha movido, desde el principio, el agrio debate sobre la concesión de una amnistía al secesionismo catalán. Un debate que ha dividido en dos bandos, muy desiguales, al país. Abordaré a continuación ambos enfoques, tomando como punto de partida el dato esencial que explica la decisión de Sánchez y el PSOE: que, de no haber dependido la investidura del primero de los siete diputados de erc y de los otros tantos que controla con mando a distancia el huido Puigdemont, no estaríamos hablando del asunto. El propio Sánchez lo ha reconocido al manifestar de forma reiterada que su radical cambio de posición respecto de la concesión de una amnistía (del no rotundo al sí rotundo) se produjo como consecuencia del resultado de las elecciones generales. Más claro, agua.
Esto nos coloca ante una cuestión política esencial: la de cómo justifican la amnistía quienes han presentado la correspondiente proposición de ley ante el Congreso. Pese a haberla promovido por el motivo que acaba de apuntarse y nada más, el gobierno y quienes lo sostienen no tardaron en proclamar la supuesta razón que los habría llevado a asegurar la impunidad de los delitos cometidos entre el 1 de enero de 2012 y el 13 de noviembre de 2023, siempre que hubiesen sido “ejecutados en el marco de las consultas celebradas en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017, de su preparación o de sus consecuencias”. Tal justificación se lleva incluso al título mismo de la norma, que perseguiría “la normalización institucional, política y social en Cataluña”. Sería, pues, para alcanzar ese objetivo para lo que sus impulsores habrían decidido amnistiar las acciones que se detallan en la proposición de ley, tan amplia que abarca incluso los delitos de terrorismo, siempre y cuando respecto de los mismos no hubiera adquirido, en su caso, firmeza la sentencia.
La amnistía marcaría, pues, un punto de ruptura, abriría un tiempo nuevo en las relaciones entre el Estado y el separatismo catalán, dispuesto presuntamente a renunciar a su estrategia de ruptura y a poner a cero el contador, tras el olvido de los delitos cometidos. Delitos, ni que decir tiene, que sus autores de ningún modo reconocen. Tal justificación resultaría muy discutible, aun en el supuesto de ser cierta, pero la verdad es que los hechos la desmienten de forma radical. Nadie lo ha apuntado mejor que Félix Ovejero: “La razón fundamental para justificar la amnistía no es una razón. El argumento común, la pacificación, ha quedado definitivamente desmentido por los únicos autorizados para hacerlo de manera concluyente: sus beneficiarios.” Resulta, en efecto, sencillamente absurdo insistir en las supuestas consecuencias sanadoras de la amnistía cuando incluso quienes se beneficiarán de la medida dejan claro que aquella no es el final de nada, sino el primer paso hacia una nueva exigencia: el referéndum de autodeterminación; y que de no reconocer el Estado el supuesto derecho a decidir de Cataluña, los secesionistas volverán a repetir las acciones de las que ¡ellos mismos!, en un acto de infinita desvergüenza, se amnistían. La ley de amnistía no sería, entonces, como pretenden el partido que la propone y el legislador que, previsiblemente la aprobará, una ley de punto final sino una ley de punto… y seguido.
Todo ello nos lleva, como de la mano, a otra fundamental cuestión política: la abdicación que ha debido hacer el gobierno para dar cobertura a la inmensa cesión que supone la amnistía. Y es que esta, al contrario que los indultos, se refiere a la aplicación de una legalidad injusta cuyos efectos pretenden corregirse. Salvo cuando el indulto es un mero abuso de poder por parte de quien tiene la capacidad para otorgarlo, se indulta, por razones particulares referidas siempre al indultado, a aquel que ha sido justamente condenado, cuando es la condena, y no la ley que la sostiene, la que da lugar a una injusticia por exceso de rigor. Por el contrario, se amnistía, con carácter general, a aquellos que han sido injustamente condenados, cuando tal injusticia procede de la aplicación misma de la ley penal y no de la condena que es su directa consecuencia. El indulto significa perdón, la amnistía implica olvido. Eso explica que quienes, por puro interés partidista, impulsan la amnistía hayan acabado no solo asumiendo el relato de los separatistas condenados, sino llevándolo incluso al preámbulo de la proposición de ley: la amnistía que en ella se regula respondería a la necesidad de “superación de un conflicto político”, que debe ser “encauzado y “que jamás debió producirse”, para “abordar desde la política un conflicto político”, para “resolver un conflicto político sostenido en el tiempo”, para devolver “la resolución del conflicto político a los cauces de la discusión política”. Otra vez, más claro, agua.
Presente de principio a fin en el preámbulo de la proposición de ley, tal empeño en la existencia de un supuesto conflicto que solo podría resolverse desde la política –auténtico caballo de Troya del separatismo– desautoriza de plano la respuesta que, como no podía ser de otra manera en un Estado de derecho, ha venido dando nuestro sistema democrático a la actuación ilegal, y en ocasiones delictiva, de los separatistas. Fue aquella actuación, precisamente, la que provocó un inevitable enfrentamiento entre los secesionistas, que intentaron dar un golpe de Estado, y el Estado, digamos, golpeado, y no al revés. Las palabras no son nunca inocentes. Y este caso connotan con absoluta claridad la tesis separatista que el gobierno asume hasta el punto de llevarla a la propia proposición de ley por él elaborada: la única solución al conflicto cuya existencia se afirma es el diálogo y la negociación política, de lo que se deduce con toda claridad que la actuación de los jueces y tribunales en defensa del Estado de derecho habría contribuido a agravar tal conflicto y no a solucionarlo. La descalificación de la respuesta judicial a la comisión de gravísimos delitos, en estricta aplicación del Código Penal, es la consecuencia final, e inevitable, de un razonamiento tan torcido.
La amnistía, en suma, no solo carece de justificación política sino que, además, viene a desautorizar de plano la acción del Estado de derecho ante la vulneración reiterada de las leyes por parte de los separatistas, dispuestos, según sus propias palabras, a repetir las fechorías por las que fueron condenados. Pero además de todo ello, la amnistía es también, desde luego, inconstitucional. Lo es, en primer lugar, y ante todo, porque supone una flagrante violación del principio de igualdad ante la ley que proclama el artículo 14 de la Constitución. Un principio que, en el ámbito penal, no tiene más excepción, constitucionalmente contemplada, que el indulto. El silencio de la Constitución respecto de la amnistía no puede llevarnos a concluir que como aquella no está prohibida, cabe reconocerla en nuestro ordenamiento. Es justamente al contrario: nuestra Constitución solo contempla una excepción al principio de igualdad de todos ante la ley penal: el indulto. Por eso tratar de forma penalmente desigual a dos personas sobre la base del presunto motivo que les llevó a la comisión del delito constituye una absoluta arbitrariedad, una discriminación en la que no puede incurrir ni siquiera el legislador, que, como todos los poderes públicos, está sujeto a la Constitución.
Tal motivo de inconstitucionalidad sería más que suficiente para impugnar la ley de amnistía, pues destruye sin remedio el principio constitucional que debe presidir la interpretación y aplicación de todos los derechos: el de igualdad ante la ley. Pero es que, además, la amnistía viola también, de un modo flagrante, el principio de exclusividad de los jueces y magistrados en su labor jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. Tal principio no tiene más excepción, de nuevo, que el indulto, la única contemplada en la Constitución. Por eso no puede el legislador, mediante una amnistía, expropiar al poder judicial una facultad que a él, y solo a él, le pertenece por disposición expresa de la Constitución. Tal expropiación supondría una gravísima vulneración del principio básico sobre el que se organiza el Estado democrático de derecho: el de separación de los poderes. Atribuir al legislador, como lo hace la proposición de ley de amnistía, la facultad de exonerar a cientos de personas del cumplimiento de las leyes de nuestro Estado democrático equivale a poner en sus manos la potestad de modificar la Constitución, potestad que solo corresponde al poder constituyente constituido con arreglo a lo previsto en el décimo título de nuestra ley fundamental: el referido a su reforma. La Constitución pierde su carácter de ley suprema, sin remedio, si el legislador puede violarla a plena conveniencia. ~