¿Cómo y por qué se reforman las constituciones?

La política de reforma constitucional debe ser siempre política de Estado y nunca política de partido.
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La emergencia, a partir de mediados de la segunda década del siglo XXI, de nuevas fuerzas políticas en el sistema de partidos español, tanto por la izquierda del psoe como por la derecha del pp, dio nuevo impulso a un debate que se abrió poco después de aprobarse la Constitución de 1978: el relativo a la necesidad –o no– de su reforma. Limitada a dos cuestiones antes de que hicieran su aparición en el escenario político Podemos, Vox y Ciudadanos –eliminar la preferencia del valor sobre las mujeres en la sucesión a la jefatura del Estado y la tan traída y llevada cuestión de hacer del Senado una “auténtica cámara de representación territorial”, frase hecha bajo la que hierve un profundo desacuerdo en torno a cómo conseguir tal objetivo–, los nuevos partidos plantearon que otros cambios constitucionales resultaban también indispensables. Entre otras razones, porque nuestra ley fundamental era, según ellos, muy antigua. Lo cierto es, sin embargo, que en medio de una creciente confusión sobre los objetivos que una eventual reforma constitucional debería perseguir y de una polarización política que desde 2015 no ha dejado de crecer, ni se ha producido tal reforma ni aquella aparece como plausible en el horizonte. ¿Cómo explicarlo? Porque, a mi juicio, no se dan las condiciones para que una reforma constitucional pueda iniciarse, ni mucho menos aprobarse por las Cortes Generales.

Pese a lo que se proclama con frecuencia, las constituciones no se reforman por el mero prurito de ponerlas al día sino con el objetivo de favorecer el arreglo de problemas cuya solución sería imposible, o, en todo caso, más difícil, sin el cambio constitucional. Ya el escritor y político Thomas Babington Macaulay (1800-1859) subrayó con acierto que mientras las naciones marchan al trote, las constituciones van a pie. Un evidente contraste del que cabe deducir una verdad como una casa: que es absurda la pretensión de que las constituciones se mantengan en estado de permanente actualidad. Constitución y novedad son términos difícilmente compatibles. La técnica de la reforma no va dirigida, por eso, a actualizar las constituciones sino a un fin mucho más razonable: permitir que la reforma abra la vía para resolver problemas que la redacción del texto constitucional vigente dificulta. Basta, a ese respecto, con dar un repaso a algunos de los textos que son o han sido referentes históricos del constitucionalismo para comprobar que en todos se contienen normas obsoletas, lo que no parece preocupar a quienes podrían corregir tal situación.

Por lo demás, debe tenerse en cuenta que la adaptación de las constituciones a la realidad de su tiempo no se lleva a cabo mediante su reforma sino a través de su interpretación por los poderes del Estado a quienes corresponde tal tarea: el Parlamento, legislando, lo que es, frecuentemente, una forma de desarrollar los mandatos de la Constitución; y los jueces aplicando el ordenamiento jurídico estatal. La labor de aggiornamento a través del desarrollo legislativo y de la jurisprudencia de los tribunales (sobre todo de aquellos que tienen como misión fundamental llevarla a cabo, como ocurre con los tribunales constitucionales) es la que explica que textos elaborados hace décadas o incluso hace una o dos centurias hayan podido sobrevivir a pesar de que su número de reformas haya sido siempre menor que el de los cambios derivados de una vertiginosa realidad. Si se me permite la metáfora, la Constitución es un esqueleto que se va rellenando de músculo con el transcurso del tiempo. Y es precisamente el fortalecimiento de esa musculatura llevada a cabo por el Parlamento y por los jueces el que hace posible que el corpus constitucional pueda seguir siendo de utilidad a un determinado Estado y a una concreta sociedad pese a la limitada recurrencia a la reforma de la ley fundamental.

Constatado en el orden político el hecho de que la solución de un problema exige, o, en todo caso, se podría ver facilitada por la reforma de la Constitución, cualquier iniciativa dirigida a culminarla se enfrenta a una obvia necesidad y a un claro desafío: definir con cierta precisión los cambios concretos que deberían adoptarse en un norma cuya vocación es la estabilidad. Porque, en efecto, la voluntad política que hay detrás de cualquiera de las normas constitucionales que se han aprobado hasta la fecha es siempre coincidente: mantenerlas en el tiempo y convertirlas en marco de juego a largo plazo. Una vocación de la que se deduce, en buena lógica jurídica y política, una regla de conducta a la que quienes deciden impulsar la reforma constitucional deben sujetarse si desean que aquella se vea coronada por el éxito: plantear un proyecto coherente con los problemas que pretenden resolverse. Todo lo que sea formular objetivos genéricos (por ejemplo, y entre otros de los que se habla en España con frecuencia, reforzar los derechos y libertades, resolver el problema territorial, mejorar la calidad de la democracia o reformar el sistema electoral), sin especificar con cierto detalle las reformas concretas de la ley fundamental que deberían acometerse, conduce inevitablemente a la confusión y suele acabar, bien por hacer imposible la reforma, bien por abrir un proceso de cambio desordenado que se sabe dónde comienza pero no dónde puede concluir. La exigencia de claridad en la reforma tiene que ver, por lo demás, con el hecho de que únicamente sobre proyectos bien definidos cabe hacer frente a otra de las exigencias básicas de cualquier reforma constitucional: a saber, la de concitar en torno a ella amplios acuerdos partidistas.

¿Por qué? Por un motivo que jamás puede perderse de vista si el cambio que se pretende tiene verdaderamente ese objetivo. La reforma de la Constitución hace siempre necesario construir acuerdos políticos amplios, que permitan superar el exigente procedimiento por medio del cual aquella se hace efectiva. Hablo de lo que técnicamente se denomina rigidez constitucional. Desde finales del siglo XIX las constituciones escritas contienen requerimientos especiales para llevar a cabo su reforma: mayorías parlamentarias cualificadas (de 3/5 o 2/3) superiores a las previstas para la aprobación de las leyes ordinarias; aprobación de la reforma por legislaturas sucesivas; convenciones específicamente destinadas a tal finalidad; y/o ratificaciones populares de la reforma a través de referéndum. Reformar una Constitución plantea, pues, a quienes la impulsan, trabar acuerdos políticos de base que aseguren al cambio constitucional el sostén sin el cual no puede prosperar

La consecuencia que se deriva de todo ello es trascendental: la política de reforma constitucional debe ser siempre política de Estado y nunca política de partido. La reforma constitucional no puede convertirse jamás en un campo de batalla partidista entre las fuerzas que se conforman como los pilares sobre los que reposa la ley fundamental. La forma más segura de que se frustre cualquier reforma de la Constitución, por necesaria que aquella pueda resultar, consiste en proponerla como un medio y no como un fin en sí mismo. De lo que se deduce que la reforma fracasará si en lugar de ir dirigida a alcanzar un acuerdo sobre la modificación de la ley fundamental persigue obtener beneficios políticos espurios: el más plausible de entre ellos, el consistente en impulsar una reforma con el único fin de denunciar al partido o los partidos que se niegan a suscribirla en los términos en que ha sido planteada. La política de la reforma constitucional no puede acabar siendo un espacio en el que tratar de ganar a los adversarios en la liza electoral. La doblez o el juego de ventaja en esta esfera esencial de la vida del Estado constituye, por eso, una extrema irresponsabilidad. Termino subrayando que, al igual que se afirma de la guerra que es algo demasiado importante para dejarla en manos de los militares, cabría también decir que la reforma constitucional es demasiado importante para dejarla en manos de los partidos. Aunque, en ambos casos, las cosas, claro, sean así. ~

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