El imperio zombi. Rusia y el orden mundial

La desintegración de los imperios genera tensiones en dos direcciones: los vecinos aprovechan la debilidad del poder imperial y la potencia en decadencia trata de restablecer su autoridad en la frontera. Ambos procesos ocurren en Rusia, e impulsan concepciones revisionistas de la estructura nacional y territorial, la identidad, los acuerdos con las ex repúblicas soviéticas y el orden liberal internacional.
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El imperio zombi representa la continuidad lógica de Breve historia de la Revolución rusa (Galaxia Gutenberg, 2017), mi libro anterior, en el que intenté demostrar que la mejor manera de entender la Revolución bolchevique y sus consecuencias para la Unión Soviética y para el orden internacional no consistía en verla como un hecho histórico concluido, sino como un ciclo que todavía no ha terminado. Tanto la URSS como la Rusia de Vladímir Putin han de verse como potencias revolucionarias y revisionistas con el objetivo irrenunciable de cambiar el orden internacional establecido. El Imperio zarista, que se construyó entre los siglos xv y xix, se desintegró en 1917. El soviético, que le sucedió desde 1922, desapareció setenta años después, tras el colapso del comunismo. La Rusia actual es un imperio zombi, un difunto que, de una forma u otra, intenta volver a la vida.

Un estudio reciente realizado por el Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge revela que la guerra en Ucrania ha ampliado la brecha global en las actitudes públicas hacia Estados Unidos, China y Rusia, y que el mundo se ha dividido en esferas liberales y no liberales. Entre los 1.200 millones de personas que viven en las democracias liberales del mundo, tres cuartas partes (75%) tienen ahora una opinión negativa de China, y el 87% una opinión negativa de Rusia. Sin embargo, para los 6.300 millones de personas que viven en el resto del mundo, el panorama es el inverso: el 70% tiene una opinión positiva de China y el 66% de Rusia.

Rusia ha perdido su apoyo “marginal” dentro de las democracias occidentales. A lo largo de la última década, la proporción de ciudadanos occidentales con una opinión positiva de Rusia ya había caído de dos de cada cinco (39%) a menos de una cuarta parte (23%) en vísperas de la invasión de Ucrania en 2022, y ahora se sitúa en solo uno de cada ocho (12%). Rusia también ha perdido “puntos de influencia” entre los países europeos que antes simpatizaban con ella, como Grecia (del 69% al 30% de simpatizantes), Hungría (del 45% al 25%) e Italia (del 38% al 14%). A pesar de los esfuerzos rusos por fomentar la desinformación y los vínculos con partidos extremistas, el país goza de escaso apoyo en el electorado occidental. Sin embargo, donde Rusia tiene verdadera influencia internacional es fuera de Occidente. El 75% de los encuestados en el sur de Asia, el 68% en el África francófona y el 62% en el sudeste asiático siguen viendo positivamente al país a pesar de los acontecimientos de este año1.

Desde el final de la Primera Guerra Mundial, el orden mundial lo han determinado las decisiones de tres presidentes estadounidenses: Woodrow Wilson, que en 1917 afirmó que había que construir un nuevo orden mundial y hacerlo de manera que fuera “seguro para la democracia”; Harry Truman, que en 1961 respondió así a una pregunta de Henry Kissinger acerca de qué era lo que más le enorgullecía de su mandato: “Que derrotamos por completo a nuestros enemigos y luego los trajimos de vuelta a la comunidad de naciones”; y el presidente Bill Clinton, que en 1994 sostuvo que el orden mundialposterior a laGuerra Fría debería basarse en una “sustitución de la contención del comunismo por la ampliación de la democracia”. Las tres premisas –construir un mundo seguro para la democracia, derrotar por completo a los enemigos para luego ayudarles a volver a la comunidad de naciones y “ensanchar las democracias”– han sido pilares ideológicos del orden mundial del siglo XX, y todavía son (salvo durante la presidencia de Donald Trump) las características principales de la política exterior de Estados Unidos.

El final de la Guerra Fría, brevemente al menos, confirmó la victoria de la Doctrina Wilson. El desafío ideológico comunista y el geopolítico soviético habían desaparecido simultáneamente. La oposición moral al comunismo se había fundido con la tarea de resistir al expansionismo soviético. Pero “el momento unipolar” ha pasado. Aunque según los criterios básicos –el producto interior bruto, el gasto militar– Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso del mundo, su influencia está disminuyendo en diferentes regiones. Al tiempo que los diferentes grupos terroristas y Corea del Norte representan problemas muy serios, las democracias liberales se enfrentan a dos nuevos desafíos: la fragmentación del orden mundial antes mencionado y el auge de las potencias revisionistas en las regiones a las que vinculan su seguridad y su prosperidad económica, y que son cruciales para la estabilidad global: Rusia en Europa, China en Asia Oriental e Irán en Oriente Medio. Se avecina una nueva era de conflictos imperialistas en Eurasia2.

 Las democracias liberales se enfrentan a Rusia, China e Irán –y a Turquía en menor medida, por ser miembro de la OTAN, aunque también está intentando recuperar zonas de influencia en los territorios de su antiguo imperio– no solo por la primacía en regiones estratégicamente importantes de Europa y Asia Oriental, sino, más aún, por la configuración del orden mundial y las instituciones internacionales.

Nuestra época está marcada por la propensión de los países revisionistas a intervenir en los asuntos de países vecinos más pequeños, recurriendo a la fuerza militar y a proxies locales3.

Así actúa Rusia en el espacio postsoviético; China, lo más visible, en el Mar del Sur de China; Irán en Oriente Medio y Turquía en el Cáucaso sur, como se ha visto en la guerra de Nagorno-Karabaj, donde ha estado apoyando militarmente, durante años, a Azerbaiyán. Estos países proyectan su influencia más allá de sus fronteras, en territorios que estuvieron históricamente vinculados a ellos y con los que comparten historia, religión, cultura y, muchas veces, idioma.

El desafío que los Estados revisionistas plantean al orden mundial posterior a la Guerra Fría liderado por Estados Unidos se basa en una concepción alternativa de la política internacional que excluye los principios westfalianos de respeto a la soberanía e integridad territorial y recurre, por el contrario, a la hegemonía derivada de las relaciones de poder históricas, culturales, religiosas o de otro tipo, en una cronología de larga duración. Las tensiones entre la reivindicación de un estatus especial por parte de los Estados posimperiales y la insistencia de Estados Unidos en que todos los Estados –salvo él mismo– se sometan a normas e instituciones codificadas por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y universalizadas tras el final de la Guerra Fría se ha convertido en la principal línea de fractura en esta nueva era de rivalidades entre grandes potencias. Los posimperios no reconocen sus ambiciones imperiales y su fracaso en convertirse en Estado-nación. Se camuflan autodefiniéndose como “civilización”. Se presentan como “civilizaciones” capaces de llevar la contraria a Occidente, justo porque han sido imperios.

La Rusia actual es un Estado revisionista que reclama su imperio perdido, que no perdió por haber sido derrotada por una potencia extranjera o por la imposición de un tratado de paz. Rusia perdió su imperio en 1991 debido a una revolución e implosión internas. Su conducta actual es idiosincrásica, reflejo de su situación peculiar tras el final de la Guerra Fría. Mijaíl Gorbachov (1931-2022) renunció al “imperio exterior” de la Unión Soviética y al mantenimiento de los países satélites que formaban parte del Pacto de Varsovia en la órbita de la URSS. Esta pérdida se selló a través de una serie de acuerdos con Estados Unidos y la retirada de 400.000 efectivos que estaban desplegados en la Alemania Oriental. La pacífica desintegración del Imperio comunista se debe sobre todo a Mijaíl Gorbachov –a quien la mayoría de los rusos considera un traidor y a sus acuerdos con las ex repúblicas soviéticas como un gran error al que Rusia fue inducido–, que eligió su colapso en lugar de usar la fuerza militar para preservarlo.

El sucesor de Gorbachov, Borís Yeltsin (1931-2007), participó activamente en esa desintegración. Moscú reconoció la soberanía e integridad territorial de los nuevos Estados, antiguas repúblicas soviéticas. Es cierto que las condiciones internas de Rusia, así como las de la URSS en su conjunto, empujaron a Yeltsin a aceptar una serie de acuerdos que no servían a los intereses nacionales de Rusia a largo plazo. Además, Yeltsin estuvo motivado por su empeño en eliminar de la escena política a su rival político, Mijaíl Gorbachov. El orden liberal internacional es la consecuencia directa del colapso de la URSS y del final de la Guerra Fría, y el Kremlin lo percibe como muy perjudicial para Rusia, porque Moscú ha pasado de tener un papel clave junto con Estados Unidos en la arquitectura de la seguridad europea a quedarse en la periferia, reducido a una potencia regional.

En contraste con las tesis que, desde la invasión rusa de Ucrania, intentan explicar la reimperialización en marcha y el revisionismo ruso recurriendo a explicaciones en clave exclusivamente ideológica, o mediante una “putinología” u otras analogías históricas superficiales, este libro sostiene que el legado imperial zarista y comunista es lo que impulsa las ambiciones geopolíticas y la conducta internacional de Rusia, así como la deriva autoritaria de su gobernanza. El Kremlin apela a la era imperial como marco de referencia y fuente de inspiración para fundar una nueva legitimidad política interna y externa, y de esta manera justificar su presencia en territorios que fueron parte del Imperio zarista y/o de la URSS.

La elección de Vladímir Putin como sucesor, por parte de Yeltsin, en 1999 fue un tácito reconocimiento del fracaso en la transición democrática en Rusia. Su llegada al poder significó que había que afrontar la crisis económica y política en Rusia. Las respuestas de Putin a estas crisis fueron la revisión de la estructura política y territorial de la Rusia postsoviética, de la identidad nacional rusa, de los acuerdos con las ex repúblicas soviéticas y del orden liberal internacional. Estas cuatro respuestas revisionistas están entrelazadas, pero también pueden considerarse independientemente. Su interrelación, como se ha demostrado en la guerra en Ucrania, representa un serio problema para el orden liberal internacional.

Como afirma el historiador británico Geoffrey Hosking, a diferencia del Reino Unido o de Francia, que poseyeron sendos imperios coloniales, Rusia ha sido en sí misma un imperio. El Reino Unido y Francia se convirtieron en Estados-nación cuando perdieron sus imperios. Rusia no lo logró al desaparecer la URSS. Ya en 1994, en plena euforia del “fin de la Historia”, Henry Kissinger observó que Rusia representaba una amenaza potencial para Occidente, porque posiblemente comenzaría un proceso de “reimperialización” para preservar sus zonas de influencia en el espacio postsoviético. En 2008 Moscú invadió la ex república soviética de Georgia, para “proteger a los compatriotas” –la población rusa en las regiones de Abjasia y Osetia del Sur–, en marzo de 2014 se anexionó Crimea y comenzó la guerra en el sureste de Ucrania, en la región de Donbás, y en febrero de 2022 intentó apoderarse de todo el territorio ucraniano.

La desintegración de los imperios genera tensiones por dos motivos: por los intentos de sus vecinos de aprovechar la debilidad del poder imperial y por los esfuerzos del imperio decadente para restablecer su autoridad en las zonas fronterizas. Ambos procesos han estado ocurriendo simultáneamente en los Estados sucesores de la antigua Unión Soviética. La actual deriva posimperial de Rusia se refleja en la revisión de su estructura política y territorial, de la identidad nacional rusa, de los acuerdos con las ex repúblicas soviéticas y del orden liberal internacional. Estas cuatro políticas revisionistas se legitiman en su legado imperial, en particular en: 1) la ambigüedad sobre la naturaleza de la identidad nacional, 2) la “política de la diferencia” (las políticas imperiales no buscan la uniformidad étnica, lingüística, religiosa o institucional, sino que manejan la relación entre centro y periferia a través de un abanico de acuerdos negociados, incluidos los diferentes grados de autonomía e integración política), 3) la persistencia en la ambición por influir en los espacios posimperiales en 1921 y en 1991, 4) militarismo, antioccidentalismo y excepcionalismo ruso, y 5) el papel de la Rusia imperial (zarista y comunista) desde las guerras napoleónicas como uno de los pilares del orden mundial, lo que choca con la actual obsesión del Kremlin por destruirlo.

La diplomacia del siglo XIX ralentizó la descomposición del Imperio otomano, impidiendo que desembocara en una guerra general; la diplomacia del siglo XX no consiguió contener las consecuencias de la desintegración del Imperio austro-húngaro, que fue una de las causas del comienzo de la Primera Guerra Mundial. La Segunda Guerra Mundial, causada por las ambiciones imperialistas de la Alemania nazi, supuso el final de los imperios ultramarinos de las potencias europeas. El tiempo dirá si la diplomacia del siglo XXI será capaz de impedir o contrarrestar los conflictos que originan los países posimperiales de manera que no se desate otra guerra mundial. ~

Este texto es un fragmento adaptado de El imperio zombi. Rusia y el orden mundial (Galaxia Gutenberg), que llega a las librerías este mes.


  1. A World Divided: Russia, China and the West, Cambridge University, 20 de octubre de 2022, https://www.bennettinstitute.cam.ac.uk/publications/a-world-divided/ ↩︎
  2. Jeffrey Mankoff, Empires of Eurasia. How imperial legacies shape international security, New Haven y Londres, Yale University Press y CSIS, 2022. ↩︎
  3. Un proxy es un grupo armado y financiado por un Estado que lo usa para alcanzar sus propios objetivos (geo)políticos, junto a la presión económica y otros medios, diplomáticos o no, para mantener su influencia. ↩︎
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es investigadora principal del Real Instituto
Elcano y autora de Breve historia de la Revolución rusa (Galaxia
Gutenberg, 2017)


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