Una de las grandes características de la obra narrativa de Ignacio Martínez de Pisón es esa sensación de que asume riesgos, sin pertenecer su literatura precisamente a esta tendencia. No hay en su escritura ni en la manera de acometer la arquitectura final de sus novelas, indicios de una investigación narrativa implícita. Y sin embargo, el escritor aragonés escribe muchas veces al filo de algunos peligros, corre riesgos que en autores de menor talento hubieran acabado en lamentables fiascos. Recuerde el lector Carreteras secundarias, una historia a caballo entre la literatura de formación y la itinerante. Sólo por la sencillez desarmante de su estructura, por la solidez de sus personajes, por la maquinaria narrativa tan bien disimulada, sólo por eso esa novela es una joya literaria. El riesgo allí era justamente su aparente facilidad para entrar en su atmósfera, y compartir su pathos y su humor, como si eso no fuera necesariamente parte del oficio de los novelistas verdaderos. Otra virtud no menor es, como sucede en aquella novela aparentemente menor titulada María Bonita, el dibujo de los caracteres humanos, sobre todo, como pasa en este título, de los personajes que pasan de puntillas por la sociedad. Es importante señalar estos aspectos para entender (y disfrutar) Dientes de leche, la nueva novela de Martínez de Pisón. Y ya que apunto bondades, vaya otra. Destaquemos esa capacidad del autor para la simbiosis: la combinación de niveles narrativos (temporales, sociales, de parentescos), como pudimos apreciar en El tiempo de las mujeres.
Ahora que se está poniendo de moda entre algunos intelectuales españoles cuestionar la vigencia de la novela tradicional (incluso no faltan quienes cuestionan el punto de vista omnisciente, como si éste formara parte de una tendencia y no parte de la ingeniería narrativa), en medio de esta bizantina polémica tenemos la oportunidad de degustar una novela de pies a cabeza, con todas las virtudes de la excelencia narrativa. Ignacio Martínez de Pisón retorna con una historia familiar, como ya hiciera en novelas anteriores. Sea dicho de paso que este tipo de argumentos comporta ya una estructura prototípica en la novelística española de los últimos años. Autores tan distintos como Álvaro Pombo, Rafael Chirbes y Marcos Giralt Torrente, entre otros, conforman eso que yo me atrevería a denominar el motivo familiar. Es verdad que Dientes de leche recrea algunos trámites de la Guerra Civil española, que hay también una recreación de la posguerra, de los años del desarrollismo, de la dictadura en sus horas finales, de la Transición hasta unos días antes del triunfo de los socialistas en 1982. También es verdad que el relato se articula ideológicamente en torno a la figura de un voluntario fascista, enrolado en las brigadas italianas, que lucha contra los republicanos. Pero yo no me atrevería a decir que es otra novela más sobre la Guerra Civil. Dientes de leche es una novela distinta alrededor de un tema que a la postre apenas sirve de trasfondo histórico. Y aquí vuelve a imponerse ese aire de peligros narrativos del que hablaba más arriba. En esta novela hay representados el antagonismo ideológico, la venganza personal, el sentido de la piedad, la búsqueda de los orígenes, el amor en su sentido más elemental e íntimo, la bondad y cierto clima de tiempo irrecuperable a pesar de todos los avatares de la vida y de la historia. Martínez de Pisón pudo haber incurrido en la sensiblería, en cierto regusto a lirismo trasnochado. Todo lo contrario. La novela alcanza niveles muy altos de eficacia narrativa. Y sobre todo, de eficacia emocional. Desde el dibujo de los personajes, en especial el de Paquito (antológico), hasta el ensamblaje de los tiempos, de los espacios con las peripecias familiares. Hay secuencias que algunos colegas han puesto en entredicho, como una que se desarrolla en un restaurante y que no se ha interpretado cmo un guiño a las discusiones familiares italianas. Es verdad que Martínez de Pisón apura a veces hasta el límite las reglas de la verosimilitud. Pero siempre sale victorioso. Esa es la función del arte. Ramalazos de ternura desplegados por toda la historia, como en las últimas líneas de la novela por ejemplo, parecen inverosímiles, pero no lo son. Como si el autor nos dijera: la vida a veces tiene mucho de increíble y el arte de la ficción tiene la obligación de hacerla verosímil. ~