Mientras se dirigen hacia Washington D. C., los periodistas que protagonizan Guerra civil se ven atrapados en un tiroteo. Para protegerse y también para tomar fotografías y recabar información, se apean de la destartalada camioneta y se acercan a un par de francotiradores pertrechados a ras de suelo. El escenario es un campo decorado con motivos navideños, cuyo nombre insinúa un parque temático abandonado: El país de las maravillas invernal. No es únicamente el aire surrealista –o lúgubre, no olvidemos que ferias y parques temáticos listan entre las locaciones favoritas del cine de terror– lo que otorga una cualidad memorable a la escena. Cuando Joe (Wagner Moura), el reportero y conductor del vehículo, pregunta a los tiradores a qué facción pertenecen, ellos no responden y continúan enfrascados en su combate contra un francotirador encubierto en una mansión cercana. Ante su insistencia, se mofan y le dicen que ya se dieron cuenta de que es un morón que no comprende que luchan por sobrevivir: “Alguien está tratando de matarnos y nosotros estamos tratando de matarlo”. Que el mensaje sea una obviedad no atenúa su contundencia: en una guerra civil no hay bandos ni oponentes, solo una lucha por sobrevivir.
A despecho de su llamativa anécdota y su impactante publicidad, Guerra civil debe más a la historia que a los códigos del blockbuster. La primera imagen es el rostro borroso del presidente de los Estados Unidos (Nick Offerman), como si la cámara estuviera enfocando su lente. El acercamiento no es gratuito: revela el nerviosismo, las vacilaciones en los gestos y ademanes, que desmienten el carácter triunfalista del discurso que ensaya antes de la filmación. A continuación, la elipsis nos muestra a Lee Miller (Kirsten Dunst), una fotorreportera veterana, quien ha cubierto guerras en todo el mundo, en su habitación de hotel mirando el discurso por televisión, mientras se escuchan detonaciones procedentes de la calle. Por la mañana, ella y Joe se dirigirán en su vehículo de prensa a Brooklyn para atestiguar las manifestaciones. Impostando el estilo documental, las imágenes plasman, desde el punto de vista del testigo, la violencia con que la policía y posteriormente el ejército someten a los manifestantes que reclaman agua. Ahí conocerá a una joven aspirante a fotorreportera, Jessie (Cailee Spaeny), a quien salva de un bombardero suicida.
Aun cuando no haya un epígrafe introductorio que resuma los acontecimientos –tópico retórico de filmes que también comienzan in media res, como La guerra de las galaxias (Lucas, 1977) o Blade runner (Scott, 1982)–, el noticiario televisivo nos informa que la guerra civil es entre el gobierno y los estados leales y las coaliciones que lo combaten. El espectador debe deducir que el país vive una dictadura fascista pues el presidente se encuentra en su tercer periodo, una opción vetada por la Constitución. Sin embargo, el cuarteto protagónico –además de Miller, Joe y Jessie, un anciano, obeso y casi inválido escritor, Sammy (Stephen McKinley Henderson), quien escribe “para lo que queda de The New York Times”–, durante su travesía en dirección a la capital, en la cual cruzan zonas controladas tanto por el ejército como por los insurrectos, más que un conflicto ideológico entre demócratas y fascistas lo que perciben y atestiguan es la devastación, la brutalidad y la irracionalidad de la guerra. A las pocas horas de su salida de Brooklyn, se detienen en una gasolinera rural. Los propietarios, armados y hostiles, se niegan a venderles gasolina. Mientras Lee negocia con ellos, la metiche Jessie descubrirá que en la parte trasera retienen colgados a un par de prisioneros. El más joven de la trinca le contará que el más visiblemente torturado fue su compañero de secundaria, pero que no le hablaba. Tras asestarle un golpe y escuchar sus gemidos, sardónicamente concluye: “Ahora me habla más”. El conocido tema de la inhumanidad con que los alemanes trataron a sus compañeros y vecinos judíos bajo el nazismo se insinúa como un motivo en una sinfonía. Y por supuesto, el del resentimiento, el combustible que inflama los corazones populistas.
Esta asociación no es pedantería del crítico. Las referencias históricas templan la clave para comprender la propuesta fílmica. Más que una alegoría de la polarización política y social estadounidense –que, desgraciadamente, compartimos los mexicanos–, advierte de los peligros que enfrentan las democracias. En el vestíbulo del hotel atestado de periodistas –homenaje a una escena de Bienvenido a Sarajevo de Michael Winterbottom (1997), la cual mostraba cómo los antiguos vecinos se habían convertido en enemigos acerbos–, Sammy les dice a Lee y Joe que su intención de entrevistar y fotografiar al presidente le recuerda la carrera hacia Berlín; una alusión a la competencia que libraron los generales soviéticos Georgy Zhukov e Ivan Konev para ser los primeros en arribar a la capital del III Reich y capturar a Adolfo Hitler. En este caso, la carrera es entre las distintas fuerzas opositoras quienes se disputan cuál será la primera en derrocar al dictador americano.
La conjunción de fuerzas que ha cercado al presidente recuerda la de los aliados contra el eje fascista. Al respecto, uno de los reproches más frecuentes al relato ha sido la improbable coalición entre California y Texas, a causa de su antagonismo ideológico. En favor de esta decisión cabría recordar que igualmente improbable fue la alianza entre la Unión Soviética y los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Que estamos ante una lectura del fascismo más que ante la crónica de una conflagración lo indican asimismo el nombre de la fotorreportera, Lee Miller, guiño y homenaje a la modelo y fotógrafa que además de plasmar el horror del Holocausto con sus fotografías de los campos de exterminio y sus testimonios de la crueldad fascista fue la primera fotorreportera. Otra pista: Sammy le recuerda a Joe, quien considera que entrevistar al presidente es la historia más relevante, que al final todos los dictadores, sean Gadafi, Mussolini o Ceaușescu, resultan personajes irrelevantes. El trío mencionado es también importante y presagia el desenlace.
Alex Garland, autor de novelas y de guiones que sustentaron destacados filmes –entre ellos Exterminio y su secuela (Danny Boyle, 2002 y 2007, respectivamente), cuyos escenarios y violentos sucesos se antojan un antecedente de Guerra civil– y, él mismo lúcido cineasta fantacientífico –Ex máquina (2014) y Aniquilación (2018)–, ofrece un verosímil registro de la guerra, demostrando sus atrocidades y la ausencia de ética: el ejército no respeta la inmunidad de la prensa, pero los insurrectos ejecutan a sus prisioneros inermes con metralleta y no vacilan en asesinar a la vocera presidencial, pese a que se rindió. Otro apunte es la negación, la ignorancia voluntaria, como ocurrió con la nación alemana durante la noche del nazismo. Los viajeros arriban a una pequeña población donde no parece existir ninguna huella de la tragedia –la indiferente empleada de la tienda de ropa a la que entran responderá que están enterados del conflicto pero prefieren mantenerse al margen– y las dos fotógrafas comparten en común padres que se han refugiado en sus granjas para alejarse de los acontecimientos.
Con secuencias bélicas memorables que superan el pulso trepidante de Zona de miedo (Bigelow, 2009) y La caída del halcón negro (Scott, 2001), y un punto de vista que trasmite fielmente la carnicería despiadada, como ocurría en Rescatando al soldado Ryan (Spielberg, 1998), la puesta en escena es magistral. A su efecto perturbador contribuye la edición de sonido, que convierte la expectación en una experiencia no únicamente visual sino también auditiva. Desde que Miller mira la televisión en su habitación de hotel mientras se escuchan detonaciones en la calle, las ráfagas, los estruendos, los bombardeos atruenan en la pantalla e inducen en el espectador la conmoción que sufren los personajes. Adecuado contrapunto a la narración es la banda sonora; desde el inicio la esotérica pieza “Lovefingers” de Silver Apples sitúa perfectamente el clima emocional con sus acordes chirriantes y alienados, precursores de la electrónica lo-fi, y unos versos que ofrecen un irónico comentario a las escenas de violencia; por otra parte, el nervioso fraseo de Alan Vega puntuando los ríspidos e impacientes acordes es idóneo para transmitir la vehemencia y trastorno del relato.
Testimonio de la demencia que suscita la guerra pero también el fanatismo ideológico, Guerra civil podría convertirse en El francotirador (Cimino, 1978) y el Apocalipsis ahora (Coppola, 1979) de la era de la posverdad y el auge del populismo. Encuentro incluso paralelismo entre la presencia shakespeariana de Marlon Brando en el papel del coronel Kurtz y la actuación de Jesse Plemons –a quien no se le registra en el reparto, pese a que todos lo reconocemos– en los cinco minutos más atroces en el cine desde que Leatherface se enfrentara al tráiler y persiguiera a los sobrevivientes en el final de La masacre de Texas (Hopper, 1974). Como un soldado que apila cadáveres en una fosa común, con sus irónicas gafas de lentes entintados y su laconismo (“What kind of americans are you?”, la frase latiguillo de la cinta, guiña a una popular canción utilizada por el ejército norteamericano durante la Primera guerra mundial), resulta más escalofriante que cualquier monstruo porque mata a sangre fría a los compañeros de los protagonistas. La negligente psicosis del crimen.
Si bien la elección de una estética efectista semejante al grand guignol de Oliver Stone en sus polémicas realizaciones (Nacido el 4 de julio, de 1989, por ejemplo), aunque sin sus groseras antinomias, indica una posición antibélica, Garland más que un activista panfletario es un pesimista cínico. Tras la conmoción que Jessie sufre ante el sadismo atestiguado en la gasolinería, Lee le recuerda que el periodismo proscribe la identificación, debes de alienarte de tus emociones para realizar los registros; razón por la cual en el desenlace la novata mostrará su madurez profesional, a despecho de que nos resulte egoísta e insensible.
Un sector de la crítica –curiosamente de revistas y periódicos enfrascados en la discusión política: Time, The New York Post, The Wall Street Journal–, ha denostado Guerra civil por considerarla tibia y apolítica e incluso cobarde por no asumir una postura. En favor de su perspectiva, arguyo que aun cuando por las condiciones del país pareciera una ficción política aleccionadora, en realidad la anécdota es un pretexto. Como su filmografía y su novelística patentizan, el director tiene una visión nihilista de la naturaleza humana. Las carreteras atestadas de vehículos abandonados, las escenas de pánico, los edificios y ciudades devastadas y despobladas recuerdan a una película de zombies, y la asociación con Exterminio (2002), filmada por Danny Boyle pero escrita por Garland, resulta inevitable. Y acaso la reminiscencia no sea tan superficial, los personajes actúan como si un virus los hubiera trastornado al punto que imposibilita la simpatía y la identificación con quienes apenas meses atrás reconocían como compatriotas y semejantes. Para quienes exigen una tesis y una postura, esta es más que evidente: el populismo termina por convertir a los ciudadanos en enemigos irreconciliables donde ningún bando es mejor que otro. Que todos los soldados vistan el uniforme militar, independientemente de si pertenecen al ejército o a las milicias rebeldes, lo que provoca que en varias ocasiones los protagonistas no sepan distinguirlos, ratifica esa intención.
El desenlace tiene mucho del humor negro que desde el principio imbuye la cinta. La imagen final es un digno remate para un filme cuyos protagonistas son reporteros de guerra y la subtrama principal es la relación entre maestra y discípula. Si los primeros segundos mostraban el rostro borroso del presidente ante las cámaras, como si la mirada narrativa no atinara a enfocar, en los últimos veremos cómo un negativo se fija en una fotografía. Concluido el periplo que entraña todo relato, la visión se ha vuelto nítida.
No hay dignidad en la guerra, ni tampoco en el mejor oficio del mundo. Miller le dice a Jessie que nunca pensó que reportaría un disturbio similar en su patria. Consideraba su labor como una carta de advertencia para su país. Con la guerra intestina, ha descubierto que ese esfuerzo no ha servido de nada, no alertó lo suficiente ni impidió la incubación del huevo serpentino. Afectada por estrés postraumático , traicionará su propio credo laboral y en plena batalla, resultará impotente para tomar fotos. Su discípula, por el contrario, concluyendo el viaje iniciático que constituye la veta de road movie de este filme, se habrá endurecido. El planteamiento y el desenlace son totalmente coherentes. La fotografía evoca el fin de Mussolini, el fascista a quien Donald Trump admitió admirar, listado por Sammy junto a Gadafi y Nicolae Ceausescu, quienes murieron ejecutados mientras intentaban escapar. La banalidad con la que el viejo periodista describió a los dictadores en sus momentos postreros se resume en la última frase del presidente atrapado: “¡Diles que no me maten!”, pide a Joe, quien le ha pedido una declaración.
Más efectiva y radical que si hubiera adoptado la retórica sentimental y previsible de una obra ostentosamente liberal, Guerra civil es una lección de cómo sacudir conciencias en una época en que ningún horror parece conmovernos. Si Jonathan Glazer eligió, en La zona de interés (2023), la perspectiva de los victimarios para remozar la atrocidad del nazismo y suscitar la náusea moral que visiones complacientes y triviales del Holocausto habían atenuado, Garland, con su visión acerba, al renegar de los dogmas del humanismo, nos obliga a enfrentar los demonios suscitados tanto por políticos dementes como por una ciudadanía envilecida. Por eso a muchos liberales no les agradó: porque ni reivindica la soberbia moral ni apapacha la autoindulgencia. ~