Ocurra lo que ocurra el próximo domingo 7 de julio, Francia ya es una democracia herida. Si la Agrupación Nacional gana y está en condiciones de gobernar, Francia quedará marginada en el plano europeo y disminuida como gran potencia. Si, por el contrario, el “nuevo Frente Popular” resulta vencedor, las divisiones que lo minan y la falta de realismo de su programa de gobierno lo condenan a un fracaso y palinodia feroces. Porque, ¿quién no sabe que el partido de Emmanuel Macron está perdido? Tres bloques importantes se enfrentan: está claro que el bloque central es el que saldrá más débil en número de votos y escaños. Este fracaso electoral, imputable a la decisión tomada precipitadamente el pasado 9 de junio, terminará por debilitar al presidente de la República.
Macron cree que sobrevivirá, pero es un astro muerto que brilla aunque haya dejado de desprender energía. En esas condiciones, si nos colocamos en la hipótesis de la ausencia de una mayoría en la Asamblea, el propio árbitro institucional estará descalificado, lo que dejará el país y las instituciones en lo desconocido y el caos. Todavía peor: tras haber implosionado todas las mediaciones políticas y sin tener a su disposición un mecanismo propiamente político, hay riesgo de que la violencia sea el único instrumento al que recurran las minorías airadas por su fracaso o inquietas por el futuro.
No obstante, esta secuencia de nuestra historia común era perfectamente previsible. Nada de lo que nos pasa puede ni debe sorprendernos. La Agrupación Nacional puede ganar el próximo 7 de junio porque los franceses se encuentran a la espera de la política. ¿Cómo han llegado a este callejón sin salida ?
La suma de las frustraciones, la brecha entre las expectativas de los franceses y las esperas del país, la irresponsabilidad no solo de los discursos sino también y quizá sobre todo de las prácticas políticas, el ascenso de las reivindicaciones minoritarias en detrimento de la definición de un bien común, la negación de la situación financiera que muestra la sociedad francesa (y con la que los políticos han manifestado una complacencia culposa): todo eso se identifica cada vez más desde hace treinta años.
Las lógicas mediáticas han impuesto su ley: el discurso se simplifica a ultranza; el gobierno confunde los efectos del anuncio y el esfuerzo de aplicación de una política; ya no se discuten los contenidos políticos de los proyectos sino su encarnación a través de una peopolisation del análisis. Macron no ha sido el instrumento de una gran recomposición: ha llevado hasta el final las lógicas devastadoras del debate público. Y su decisión de disolver la asamblea se parece más al guion de una serie de televisión que a la conclusión de un análisis que combinara la historia del país y la percepción tanto de sus capacidades como de sus necesidades. El presidente Macron no ha sido un líder al mando de las fuerzas vivas del país porque se ha creído la única fuerza viva del país. Ese es el error culposo cuyo peso deberá asumir en el futuro.
Durante mucho tiempo se ha pensado que las instituciones protegían a Francia. Solo protegían al Estado y a aquellos que se han apoderado de él en detrimento del bien público. El 8 de julio, estarán sentados en el banquillo de los acusados y la crisis política podría convertirse en una crisis de régimen.
Al borde del abismo, los franceses saben confusamente que ya no les quedan recursos. La clase política está desacreditada. Los mecanismos del debate civil se han gripado (y no son las manifestaciones ni la cháchara de las burbujas mediáticas lo que podría reparar el país). Pagamos el hundimiento de la educación, la desintegración del relato común francés, la comunitarización de la sociedad, el confinamiento de todos en una lógica individualista. Y, en segundo plano, una verdadera espada de Damocles cuya existencia tenemos que negar: la situación casi fallida del Estado francés.
Sin embargo, la sociedad francesa contiene recursos de generosidad, de compromiso, de voluntad. Pero ocurre como si se hubieran vuelto invisibles a causa del ruido mediático y político, lo que provoca un desaliento de los “moderados”. ¿Cómo reconstruir la base común de una Francia creíble ? En torno a esta pregunta debemos reflexionar antes del 7 de julio. Es al precio de una refundación moral de nuestras maneras de hacer política como debemos esperar un impulso colectivo.
Estos acontecimientos nos recuerdan que una democracia no es un espectáculo, ni es un guion o un divertimento: es un combate cotidiano que implica la virtud de todos.
Todos seremos llamados a un examen donde ni las eslóganes ni las posturas harán el trabajo, y en el que habrá que crear de nuevo las condiciones gracias a las cuales la acción política, en vez de generar divisiones falsas, pueda dar a los franceses instrumentos para su acción común en la confrontación serena y digna de la diversidad de sus opiniones.
Traducción del francés de Daniel Gascón.
Benoît Pellistrandi es historiador e hispanista francés. Es miembro de la Real Academia de la Historia.