El caso ERE: una mirada constitucional sine ira et studio

La insensatez de los principales partidos políticos, cada vez menos pudorosos a la hora de lanzar consignas iliberales, crea un caldo de cultivo terrible para la salud de nuestra democracia.
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Hard cases make bad law”, reza un adagio jurídico del derecho estadounidense. Diría más, los casos sensibles políticamente hacen mal derecho y dificultan notablemente su análisis. Resulta difícil acercase a ellos sine ira et studio, más aún en la actual esfera de comunicación digital contaminada por la polarización política. Así que, permítaseme el atrevimiento de aproximarme al que creo que es uno de los casos penales más sonados de nuestro país, con el permiso de las investigaciones judiciales abiertas a la sra. Begoña Gómez: el caso ERE. No voy a ofrecer un análisis en profundidad de las sentencias y me limitaré a ofrecer algunas claves interpretativas desapasionadas que espero que puedan ser de utilidad a quienes quieran formarse un juicio sobre el asunto y más allá. Porque, en este caso, más que la resolución concreta del mismo me preocupa cómo se está desenvolviendo el debate público, las reacciones que está suscitando, muchas de las cuales, a mi entender, son una evidencia más del precario estado de salud de nuestra democracia.

Pues bien, el punto de partida fijado como hecho probado irrefutable (y que el Tribunal Constitucional no contesta, lógicamente) es que durante más de diez años la Junta de Andalucía, gobernada entonces por el PSOE, favoreció la creación de un entramado que facilitó graves actos de corrupción, a través de la adopción de toda una serie de decisiones (básicamente, mediante la adopción de anteproyectos y proyectos de leyes de presupuestos y a través de modificaciones presupuestarias) dirigidas a distribuir de forma ilegal subvenciones, evitando los controles jurídico-contables y las exigencias de publicidad en la concesión, con afectación a más de setecientos millones de euros.

A partir de ahí, el problema al que se enfrentó primero la Audiencia Provincial de Sevilla y luego el Tribunal Supremo era si las personas intervinientes en estas decisiones no solo incurrieron en infracciones administrativas y contables, sino si sus conductas también encajaban en los delitos previstos por nuestro Código Penal. En particular, en el delito de prevaricación administrativa, que castiga a la autoridad o funcionario público que adopte una resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia, o en los de malversación de caudales públicos, que se produce cuando quien está encargado de administrar bienes públicos incurre en conductas desleales o indebidas en perjuicio de patrimonio público.

Sin entrar en detalles, sí que adelantaré que el encaje en algunos de los supuestos no era fácil. Si se me permite el símil, estaba claro que había un gran bosque fraudulento, propiciado por toda una serie de actos desviados, manifiestamente contrarios al interés general. En palabras del magistrado constitucional César Tolosa en uno de los votos particulares a las sentencias de este caso, “el juicio histórico de la sentencia no recoge hechos aislados sino una actuación muy compleja, integrada por un conjunto de decisiones, adoptadas por distintas autoridades administrativas, en un periodo de tiempo muy prolongado, pero dirigidas todas ellas a conseguir un único propósito, el otorgamiento de subvenciones excepcionales incumpliendo de forma absoluta los requisitos establecidos en la normativa sobre subvenciones”. Este era el bosque. El problema es que el derecho penal se construye castigando no por el bosque, sino por la siembra de arbolitos. Y aquí, cuando uno analiza arbolito a arbolito, se encuentra, por ejemplo, que dudosamente se podían considerar como “resolución” en un asunto administrativo, como exige el Código Penal, las actuaciones prelegislativas adoptadas por un Gobierno. O que puedan ser consideradas como arbitrarias determinadas transferencias una vez que habían sido aprobadas esas leyes que le daban una cierta cobertura, las cuales nunca fueron declaradas inconstitucionales. Aun así, las sentencias del Constitucional a los condenados más relevantes de los ERE conceden un amparo “parcial”, por lo que ahora la Audiencia de Sevilla tendrá que volver a dictar sentencia por aquellos “arbolitos” que claramente encajaban en los delitos. Es decir, la absolución no ha sido absoluta como consecuencia del amparo constitucional y pronto veremos la nueva condena, minorada, pero igualmente condena por haber cometido ciertos delitos.

Ahora bien, esta realidad (el hecho de que el Código penal no dé respuesta eficaz frente a estos graves supuestos de corrupción) invita a que debamos replantearnos tipos penales e, incluso, alguna arraigada categoría penal. Precisamente, desde la malograda Cátedra de Buen Gobierno de la Universidad de Murcia, unos meses antes de que la Vicepresidencia del Gobierno Regional encabezada por Vox decretara su cierre (decisión no enmendada, por el momento, por el Partido Popular) promovimos un coloquio al respecto: El derecho constitucional a una buena administración y su incidencia en el derecho penal. Invitamos a administrativistas, penalistas y también intervino el fiscal anticorrupción de la Región. Una ocasión de debate en la que sobrevolaron algunas cuestiones de interés: ¿Cómo podemos releer los delitos contra la Administración Pública, aquellos que más directamente castigan la corrupción, a la luz de este nuevo paradigma del buen gobierno? En particular, ¿podemos empezar a trasladar al ámbito público la lógica del administrador desleal o, cuando menos, negligente que está presente en el sector privado y, en especial, al ámbito penal? ¿Podríamos castigar penalmente ante faltas graves en el debido cuidado por una suerte de omisión impropia si los responsables públicos faltan a ciertos deberes de diligencia? ¿Puede situárseles en una suerte de “posición de garante” con respecto a la gestión que se realice en sus respectivos departamentos que pudieran suponer una grave desviación de esos ideales de buen gobierno? O, por el contrario, ¿llevar el derecho penal a estos extremos podría dar lugar a una excesiva judicialización de la política? Son temas que creo que merecen atención por parte de juristas y de los que el legislador debería tomar nota.

Pero, volviendo al caso en concreto de los ERE, las preguntas relevantes serían: ¿se ha excedido el Tribunal Supremo al aplicar estos delitos en la interpretación que ha realizado? ¿O ha sido el Tribunal Constitucional el que ha desbordado su jurisdicción como órgano de garantías al enmendar al máximo intérprete de la legalidad ordinaria, que es el Tribunal Supremo?

Mi respuesta seguramente va a ser decepcionante, porque, sin afán de resultar equidistante, veo problemas en lo resuelto por ambos tribunales. En mi opinión, los tribunales de justicia dieron una interpretación “atrevida” de esos delitos, si se me permite recurrir a un término no jurídico, ya que extendieron el sentido típico de las conductas castigadas, aunque lo hicieron con un especial esfuerzo de motivación. Un esfuerzo argumental que no evita que puedan formularse críticas muy sólidas a estas sentencias de la Audiencia y del Tribunal Supremo (recomiendo, en especial, ese análisis del profesor Quintero Olivares –aquí– o los más recientes del profesor De la Quadra –aquí, aquí y aquí–).

Sin embargo, no veo con la claridad que los autores antes mencionados que la interpretación de los órganos judiciales haya sido tan irrazonable. Porque ese, y no otro, es el canon de enjuiciamiento en el que puede apoyarse el Tribunal Constitucional en esa revisión excepcional que puede realizar de las decisiones judiciales. En concreto, el Tribunal Constitucional puede corregir una decisión judicial de acuerdo con el principio de legalidad penal (art. 25 CE) cuando la argumentación judicial hubiera resultado “ilógica o indiscutiblemente extravagante”, es decir, cuando estuviéramos ante una aplicación que carezca de razonabilidad por resultar “imprevisible para sus destinatarios”.

Se trata, como puede observarse, de un canon poroso y la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el principio de legalidad penal, proyectada sobre el legislador y sobre jueces, ha sido un campo minado. Para una divulgativa panorámica sobre estas cuestiones pueden verse las recientes aportaciones del profesor Juan Antonio Lascuraín, en su día Letrado del Tribunal Constitucional (de forma general sobre los límites a la interpretación penal según el Tribunal Constitucional –aquí– y sobre el terrorismo en la jurisprudencia constitucional –aquí–). En general, dar la última palabra a un Tribunal Constitucional en la tutela de los derechos fundamentales, facultándolo a través del amparo a revisar lo decidido por los jueces, especialmente cuando el corregido es un Tribunal Supremo, genera tensiones inevitables. Ocurre siempre que a un órgano “supremo” se le pone alguien por encima (pensemos en las tensiones entre el Tribunal Constitucional federal alemán que, de cuando en cuando, le levanta el hacha amenazante el Tribunal de Luxemburgo). Y, en España, tenemos ejemplos míticos, casi esperpénticos, como los derivados del caso Presley y sus secuelas donde Tribunal Supremo y Constitucional se enfrentaron por la interpretación del derecho a la intimidad, llegando aquél a acusar a este de incurrir en el vicio de los “masoretas”; o, más reciente, la STC 62/2011, en la que un fragmentado Constitucional (aunque sin alineación ideológica exacta), tras examinar la valoración de la prueba, revocó la ilegalización de las candidaturas de Bildu decidida por el Supremo. 

Sin embargo, estas tensiones no creo que justifiquen cuestionar el acierto de que nuestra Constitución haya atribuido la función de amparo al Tribunal Constitucional, como no se discute su esencial función revisando la constitucionalidad de las leyes, aunque ella dé lugar a desencuentros con el Parlamento. Es lo que tiene contar con un tribunal de garantías que limita al resto de poderes públicos para hacer valer la supremacía de la Constitución. Por ello, descarto alguna respuesta extravagante que apunta a reformar nuestra Norma Fundamental para cercenar o capar de competencias al Tribunal Constitucional. O aquellos que denuncian que cómo un órgano no integrado íntegramente por jueces puede enmendar a un Tribunal Supremo, olvidando que en los momentos más gloriosos del Tribunal Constitucional este estaba integrado por una amplia mayoría de académicos.

El problema creo que es otro. Y aquí está el gran elefante en la habitación, que llevamos advirtiendo con especial intensidad desde hace unos años, por lo que me toca, una vez más, volver a insistir en estas páginas: la pérdida de credibilidad del Tribunal Constitucional, de su auctoritas, culpa de unos partidos empeñados en nombrar a magistrados afines ideológicamente, que, para colmo, se esfuerzan en su ejercicio en no separarse de los intereses de sus patronos y cuyos vínculos políticos empañan el quehacer de sus decisiones (en este caso, con abstenciones que quizá hubieran debido darse y, más allá de lo jurídico, con fotos que revelan relaciones “comprometidas”). De ahí que lo que tengamos que recuperar es que los mejores vayan al Constitucional, juristas con indiscutible prestigio y lo más desvinculados del circuito político posible. En Hay Derecho propusimos algunas buenas prácticas para los nombramientos de magistrados constitucionales (aquí), que solo necesitan de voluntad política para aplicarse.   

Por último, en este comentario no podemos obviar las reacciones de los principales partidos políticos a este serial del caso ERE, los cuales se afanan dialécticamente por barrenar nuestro orden institucional. Por un lado, desde el PSOE, aclamando como mártires a quienes han sido y volverán a ser condenados por uno de los más graves casos de corrupción de nuestro país. Y, desde el PP, disparando al mensajero, el Constitucional, cuya decisión, aunque discutible, tiene también buen fundamento, y cuyo principal flanco de crítica es la colonización partidista de la que el PP es absoluto corresponsable.

De forma que, en apretada síntesis, para terminar extraería las siguientes conclusiones: el caso ERE ha desvelado un gravísimo caso de corrupción que exige todo el reproche político y jurídico, desde el prisma contable y penal, aunque, seguramente, no tanto reproche penal como el que recayó. Aún así, no creo que quepa hablar de lawfare sino, como mucho, de un excesivo afán de nuestros jueces para evitar la impunidad ante tamaño bosque de corrupción. Y el Tribunal Constitucional, al corregir a los órganos judiciales, ha ofrecido también buenas razones para justificar por qué una parte de la condena pudo no resultar “previsible” de acuerdo con los dictados del Código penal, actuando como juez de garantías, que es su papel constitucional. El problema es que un juicio tan excepcional, con un canon tan poroso para la revisión de la aplicación de la ley penal, enmendando una sesuda condena del Tribunal Supremo en un tema tan sensible, para haber sido acogido de forma menos traumática habría requerido un Constitucional con una gran autoridad jurídica, que, por desgracia, no tiene hoy quien corona nuestro Estado constitucional. La insensatez de los principales partidos políticos, cada vez menos pudorosos a la hora de lanzar consignas iliberales, crea un caldo de cultivo terrible para la salud de nuestra democracia.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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