Lecturas de verano

Un repaso a las lecturas veraniegas, no solo a las hechas, también a las deseadas pero no realizadas.
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Decidí el mejor plan de lectura para el verano demasiado tarde, es decir, cuando ya quedaban apenas unas semanas antes de que la rueda de las novedades, lecturas y entregas de piezas sobre esas novedades volviera a ponerse en marcha. Ahora lo veo claro: tenía que haberme tumbado con El pequeño vampiro, de Angela Sommer-Bodenburg, por el que pagué cuatro euros en un bar de La Latina, haber seguido por El pequeño vampiro y gran amor el amor y luego, Los hijos del vidriero, de Maria Gripe. Tenía por ahí La familia animal, cuyo primer episodio casi leí entero a mi hijo mediano en un par de noches antes de dormirnos en la casa del pueblo de mi novio. A veces las cosas son tan evidentes que nos cuesta mucho verlas. 

En vez de entregarme a lecturas menos pegadas a la actualidad, lecturas por placer total, he pasado dos semanas de verano –una eternidad comparado con el tiempo que puede dedicar a cada libro durante el curso– enterrada en las galeradas de un libro bastante gordo que se publica en septiembre y que he disfrutado mucho: La impostura, novela victoriana de Zadie Smith, que es a la vez la más divertida de las suyas y de las más tristes. 

También leí La última novela, que es la última novela de David Markson (1927-2010), del que está a punto de cumplirse la advertencia que un amigo escritor hizo sobre él: “corre el riesgo de volverse célebre por ser tan desconocido”. Markson es un escritor de escritores, como Peter Orner escribe que precisamente ese sintagma obituarístico es de lo peor que se puede decir de un escritor,  porque suele querer decir de pocos lectores, me corrijo y digo que Markson es un escritor especialmente disfrutable para quienes viven un poco obsesionados con la literatura, lo recomiendo también a los críticos literarios y a los escritores de piel sensible, porque muchas de las citas o reflexiones o anécdotas con las que Markson construye esta novela tienen que ver con el triángulo que se forma entre escritores, obra y crítica: “Los críticos protestan porque el Novelista últimamente parece estar escribiendo el mismo libro una y otra vez. Como sus grandiosamente perspicaces abuelos, que también refunfuñaban porque Monet ya había pintado esos malditos nenúfares nueve docenas de veces”. La última novela tiene un aire crepuscular, la muerte es uno de los temas centrales, que va emergiendo gracias a la yuxtaposición de citas y anécdotas. 

Ahora caigo en que el nacimiento del lector tiene mucho que ver con el aburrimiento. En el día y medio que mi hija mayor pasó en el pueblo de su padre, leyó la primera parte de La isla del tesoro. Desde que ha llegado al de mi abuela, donde tiene amigas, no la he visto abrir el libro. Eso sí, ha aprendido canciones en catalán que le enseña una de sus amigas, que señala con un entusiasmo un poco sorprendente las palabras en catalán que la esperan en el paquete de azúcar, por ejemplo. También noto una diferencia entre mi hija mayor y sus hermanos pequeños, un poco más apiniponados, mis falsos mellizos: ella lee, a ellos les gusta que les lean; aún no han descubierto la soledad del lector –así se llama la primera novela que leí de David Markson, en una edición argentina que presté y perdí para siempre, supongo–. Uno quizá empieza leyendo porque está solo y luego quiere quedarse solo para poder leer. Por eso quizá he leído poco este verano. 

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