Hay una dama que está segura de que todo lo que brilla es oro y está comprando la escalera al cielo. Dogma de fe del rock clásico; yo, por mi parte, estoy cierto de que Lost in the Dream de The War On Drugs (de ahora en adelante, TWOD) es un clásico instantáneo. Es muy fácil desbordarse en elogios ante la quinta producción -si contabilizamos sus dos EPs- de la agrupación estadounidense. Influyentes medios anglosajones coinciden al distinguirlo como el mejor álbum del 2014, lo mismo Q, Uncut, Radio 6 de la BBC, que Spin, Paste, Under the Radar, el Philadelphia Inquirer -diario de referencia de la ciudad que es base de operaciones de la banda- y hasta la controvertida comercializadora en línea Amazon. Nos pasaríamos de sospechosistas si supusiéramos que se trata de una estrategia comercial orquestada para pastorear a críticos de aquí, allá y acullá en una cargada –como las priistas- para inclinar la balanza a su favor. Lo cierto es que el sello independiente Secretly Canadian no tiene recursos para hacerlo y, la verdad, basta con una sola oída, sin prejuicios, con suficiente atención, para percatarse de que Lost in the Dream tiene todo lo que hace falta para ingresar por fast track al panteón de los álbumes clásicos.
Que nadie diga que nos embriaga el entusiasmo y nos taponea el oído. Con una trayectoria de casi una década, el proyecto liderado por el multiinstrumentalista Adam Granduciel amalgama una seductora mezcla de tradición y experimentación. Nadie se ha referido a él y a su grupo como simples clones de Bob Dylan, aunque es evidente la devoción que le tienen al seminal bardo de Duluth, Minnesota. Desde la aparición de Mark Knopfler y sus Dire Straits no había irrumpido en el panorama musical alguien con la herencia de Dylan tan marcada y ostensible. Los fraseos y entonaciones de Granduciel invitan, una vez más, a repasar la tremenda influencia de Robert Allen Zimmerman, un artista sin el que, tal vez, no podríamos explicarnos a los mejores Beatles, David Bowie, Lou Reed, Bruce Springsteen, ni Tom Petty. Por eso a nadie sorprende que en los inicios de TWOD, Granduciel y su entonces mancuerna Kurt Vile, ahora notable solista, alimentaran una obsesión por el extenso catálogo del trovador que siempre se ha resistido a ser considerado vocero de su generación, como lo dejó bien claro en sus memorias –Chronicles. Volumen One– y en el documental No Direction Home de Martin Scorsese.
Lost in the Dream es un gozoso trabajo de amor; la obra meticulosa de un hombre al que cortan sentimentalmente y, para sanar, se dedica por más de un año a hacer el conjunto de canciones que lo redima del desamor, la soledad y la intrascendencia. Así, el álbum se suma a legendarios testimonios de ruptura como In The Wee Small Hours (1955) de Frank Sinatra, Blood on the tracks (1975) de Bob Dylan, Rumours (1977) de Fleetwood Mac, Tunnel of Love (1987) de Bruce Springsteen, Boatman’s Call (1997) de Nick Cave and The Bad Seeds, 13 (1999) de Blur, y Sea Change (2002) de Beck.
En este paquete de 10 canciones hay instantes elegíacos en los que Granduciel y compañía exudan melancolía, pero salvo en la delicada “Suffering” no hay excesiva languidez. “Under the presure” es uno de los inicios más infecciosos que se recuerden en la historia reciente del rock; un par de sus líneas muestran la energía y actitud prevalecientes en toda la obra: “Bueno, el bajón aquí fue fácil/ como la llegada de un nuevo día”.
Apuntábamos ya el afortunado equilibrio entre tradición y experimentación que hay en TWOD. Como sus paisanos Wilco, la banda de Granduciel también se nutre del country y el folk, pero –al igual que Jeff Tweedy y compañía- toma todos los colores que requiere de la amplia paleta del rock, incluidos los del kraut rock; sí, hasta Alemania viajan en su apetito de sonidos y texturas. Lost in the Dream es una producción ideal para escuchar al volante. Es celebración de espacios abiertos, como el inolvidable U2 producido por Daniel Lanois y Brian Eno. Otra medalla para Granduciel sería por la producción, que es responsabilidad suya; es un artesano que trabaja sus piezas desde cero, demo tras demo, y sobrepone capas de sonido a su antojo.
Obra atmosférica, apasionada, sin observaciones políticas o sociales explícitas, pero sí del corazón; menos de lo público, más de lo privado, allí donde también estallan revueltas y revoluciones, la quintaesencia de Lost in the Dream podría ser la épica guitarrística “An Ocean in Between the Waves” o los casi nueve minutos que van de la instrumental “The Haunting Idle” a “Burning”: un preámbulo electrónico, ambiental y motoriko (sic, en la tradición del krautrock de Neu! o Kraftwerk) que da paso a un glorioso himno a la Springsteen con la cara al viento del siglo XXI.
Admirador confeso de ese oráculo del amor, el desamor, la vida y la muerte llamado Time Out of Mind, de Bob Dylan, hay que reconocer que, a pesar de ello, Granduciel no es un poeta. Es un compositor, letrista y cantante de rock, ni más ni menos. El alma de esta decena de piezas tal vez se encuentra en unas líneas de “Lost in the Dream”, la canción: “El amor es la llave de los juegos que jugamos/ Pero no te preocupes si pierdes/ El amor es la llave de las cosas que vemos/ Pero no te preocupes por moverte/ Es una puerta/ Es la llave en la oscuridad/ El amor es un juego; siempre es lo mismo/ Todo el camino.”
¿Está perdida la guerra contra las drogas? Sin duda. Pero no la de Granduciel. Ahora viene lo más difícil: mantenerse en la cresta de la ola.
Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.