Años de indulgencia y La puta de Babilonia, de Fernando Vallejo

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Fernando Vallejo escribe para llenar el tiempo vacío y para ayudarse a olvidar –“porque me he hecho la ilusión de que lo que yo paso al papel lo borro de la memoria”– y, por si hiciera falta otra razón, escribe para molestar a los hipócritas. Acaba de aparecer su ensayo contra una de sus enemigas personales, la Iglesia Católica, pero también, por primera vez en México, el cuarto volumen de El río del tiempo –su proyecto narrativo en lo que pasa de la vida a la nada–, Años de indulgencia, que narra su estadía en el barrio neoyorkino de Queens.

En el segundo título, Vallejo va con lo mejor de su estilo antinovelístico: una escritura vivificada por el habla, sin cortes, sin capítulos, de arriba al suelo, del subsuelo. Comienza con la frase: “Soy el Diablo. Y nadie puede conmigo”– al fondo a la derecha: “hemos sido dependientes de tienda, acomodadores de carros, sacadores de basura, vendedores de zapatos, limpiadores de inodoros ¡Y qué inodoros! Las paredes cubiertas de
graffiti obscenos y retacados de porquería. Por la roña de San Lábaro y el hedor de Santa Cunegunda, qué asquerosidades son éstas, ¿ah? Aquí nos vamos a santificar de mierda, Dios mediante, hasta la coronilla”. Es la vida, como en todo el discurso de Vallejo –no es posible separar sus textos de sus dichos, apretados en una moral que va más allá de lo bienpensante–, hecha de sin sentido, drama, fiestas orgiásticas, cuerpos nocturnos sin rostro, fluir del habla y la diatriba como sustento de la única voluntad posible.

Si tratáramos de decirlo en una frase, la moral de Fernando Vallejo parte del principio de que la vida es un desastre, que vamos de una nada a otra nada, y que debiera existir un derecho de no haber nacido. En Años de indulgencia, su diatriba alcanza a los afroamericanos, al ex presidente Salinas de Gortari, y al cine colombiano. Una de las muchas historias rocambolescas de la novela es la de la imposibilidad de filmar una película en Colombia. A los técnicos se les vela la cinta, filmada con tanto esfuerzo, porque el agua tiene demasiado cloro. Entonces se plantean la idea de que, para empezar una industria cinematográfica, deberían contar, primero, con un pozo de agua limpia. Luego, se les vuelve a arruinar la cinta porque se les va la luz a la mitad del revelado. Entonces, habría que tener una planta de luz. El protagonista de la novela se acaba yendo a Nueva York para hacer su cine, pero termina vendiendo pececitos en una tienda. El propio Vallejo ha contado que, tratando de filmar sus películas en Colombia, terminó en la Séptima tapado con periódicos. En México logró hacer tres, Crónica roja (1977), En la tormenta –sobre los años de La Violencia, entre 1945 y 65– y Barrio de campeones (1988), con Katy Jurado. Pero en Años de indulgencia tiene palabras más que crueles contra el cine, un arte mucho menor que la literatura, pues necesita de letreros para que el espectador se entere de que pasó el tiempo. Un arte que no puede traducir a imágenes la palabra “eternidad”. Así que a la frustración por no poder hacer cine, se le añaden otros contratiempos como vivir en la ciudad más humanizada del planeta, Nueva York, llena de “rapacidades”. Al final, el narrador termina por prenderle fuego al negocio donde trabaja.

Además del sexo y el nitrato de amilo “para ir a buscar a Dios porque aquí no lo encuentro”, el rencor es casi una constante newtoniana. O mejor no. Newton es otro de los enemigos personales de Fernando Vallejo. Una paradoja interesante: “Dios es ateo.”

Y así llegamos a La puta de Babilonia, que le levanta acta de defunción a la Iglesia Católica y, en el fondo, a todo fanatismo criminal. El gesto de Vallejo no podría ser más moral: es el único escritor que se plantea como una posibilidad que los países latinoamericanos –menos asustados que Europa, según él, por las guerras de religión– discutamos la conveniencia de proscribir el catolicismo institucional por ser culpable de crímenes atroces, matanzas, purgas, inquinas, inquisiciones, torturas. En el fondo, Vallejo no cree que el catolicismo ni el islam sean religiones, sino máquinas de asesinar, que sustentan una moral que nunca han practicado. Con esa propuesta llegó a la Universidad Nacional Autónoma de México, acompañado de sus perros. El texto es vallejiano en su discurrir de monólogo donde lo mismo vale el hecho histórico –por ejemplo, el papa Esteban vii mandó exhumar el cadáver del papa Formoso para juzgarlo en el “sínodo del cadáver”, nueve meses después de muerto– que la referencia personal –que por culpa de la Iglesia Romana de Pío XII él mismo tuvo veinte hermanos– o las conjeturas sobre el asesinato de Juan Pablo I. Enemigo personal de Juan Pablo II, Vallejo ve en su pontificado el fin de la “pornocracia” vaticana que vendió la imagen del Vicario de Cristo como si fuera un partido de futbol. Se acabó el secreto, el latín que nadie entiende, las órdenes de la venganza para los desobedientes. Wojtyla se convirtió en una marca y en su logotipo. Y es constatable. Si bien la Iglesia no reformó ninguno de sus prejuicios, sí se subió al altar de los medios vía satélite. Era la misma perra pero por internet. Los argumentos de Fernando Vallejo contra una máquina de inmoralidad como el Vaticano me han convencido de que, en efecto, la separación entre Iglesia y Estado debe extenderse a los medios de comunicación. Con mucha sinceridad del autor le echa en cara a la Iglesia Romana no sólo las matanzas de herejes y desobedientes, las cruzadas, la Inquisición y la masacre de pueblos autóctonos, su apoyo a Hitler y Mussolini y Francisco Franco, sino también sus contradicciones contemporáneas: se opone a todo avance tecnológico para alimentar a una masa de seres humanos hambrientos y, al mismo tiempo, se opone al aborto. “La paridera” ha definido a esa postura, a todas luces suicida, de los últimos dos pontificados. Y están terminados, sin asideros culturales, sin referentes de los que echar mano. En la ciudad de México esto fue constatable en los debates sobre el aborto y las sociedades de convivencia. No estuvieron en el debate. Simplemente repitieron su propio eco. Una vieja canción cristera.

A veces quisiera que esto que digo fuera cierto. Pero siempre hay algo que nos despierta. En su discurso en la UNAM-, uno de los perros de Fernando Vallejo empezó a ladrar. “Déjenlo que ladre –explicó serenamente–, que aquí estuvo Fox rebuznando durante seis años y nadie lo pateó.” ~

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