La sustancia, o el horror estético del cuerpo

El culto a la belleza y a la juventud son motivos principales en la película de Coralie Fargeat, que regurgita los discursos hipócritas sobre el cuerpo que priman en las redes sociales.
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¿Alguna vez has soñado con una mejor versión de ti misma?, dice el lema de La sustancia (Reino Unido – E.U. – Francia, 2024). Como tantas otras sentencias de superación personal que han entrado al canon de las frases hechas, el eslogan de la nueva película de Coralie Fargeat es eficaz e invariable, un verdadero gancho. También guarda un juego semántico particular. La existencia de una versión, es decir, de la forma que adapta la relación de un suceso, texto o tema, supone la existencia de un original.

Eso es lo que le ocurre a Elisabeth Sparkle, el personaje de Demi Moore en La sustancia, una actriz ya vieja para los estándares de Hollywood, que literalmente abre una puerta equivocada. Cuando entra al baño de hombres de los estudios donde graba su programa de televisión de aeróbicos, el último destello de su fama, escucha los planes de su jefe, Harvey (Dennis Quaid), que compone la parodia de un ejecutivo del entretenimiento que da miedo y asco a la vez: reemplazarla por alguien más hot, más buena y muy joven.

En un arranque, Elisabeth decide probar una sustancia ilegal que promete crear la versión mejorada de sí misma. Eso, de alguna forma, le devuelve la esperanza de conservar o aferrarse a su brillo de estrella, alegoría que la directora filma con elocuencia en un largo plano cenital al inicio del filme sobre el Paseo de la Fama de Hollywood. El resultado del procedimiento, que consiste en inyectarse la dichosa sustancia, es la aparición o nacimiento de otro ser que, aunque no es idéntico a Elisabeth, es su copia o reproducción, una mujer joven con sus mismos deseos de éxito que tiene cierta autonomía y está vinculada a ella.       

Ya con Revenge (2017), su filme anterior sobre una joven violentada y violada que no solo sobrevive sino que, aludiendo a la figura mitológica del ave fénix, se regenera en la soledad del desierto y logra aniquilar a sus agresores, la directora francesa estableció la desmesura como marca de estilo. En La sustancia, que ganó el premio de mejor guion en el Festival de Cannes, a la espesa capa de instrumentos teóricos, elogios y reproches que le achaca la crítica –Vulture, por ejemplo, publicó una compilación de reacciones que se dividen en si se trata o no de una obra de corte feminista o notable– se suma la dramatización de la historia real de la protagonista. Demi Moore, que encarnó el ideal de belleza erótica y sumisa de los años noventa con Ghost: la sombra del amor (1990), Propuesta indecorosa (1993) y Acoso sexual (1994) –películas que generaron conversación y debate en su día–, vio apagarse su estrella, vieja gloria sin posibilidad de renacer, cuando cambió su imagen de tierna ingenua e hizo Striptease (1996) y G.I. Jane (1997), filmes con personajes más atrevidos y que no obstante fracasaron. Hollywood no la perdonó: es más, la condenó a proyectos sin filo.

En un juego de espejos, Moore parece interpretarse a sí misma en la película de Fargeat. Hace de una actriz ya en el otoño, sin suerte –no todas pueden ser Meryl Streep o Julianne Moore–que no genera ningún interés. La actriz ficcionaliza su fracaso y denuncia la crueldad del star system, como Bette Davis en All about Eve (1950), la misma Julianne Moore en Maps to the stars (2014) y, por supuesto, la desquiciada Norma Desmond de Sunset Blvd. (1950). Esta es apenas una vena de La sustancia, cuyo discurso se desplaza hacia otros derroteros y que logra captar la fantasía morbosa de la manipulación del cuerpo y la paradoja del presente, que aunque apela al sentimiento colectivo, dicta que la satisfacción es como una una tarjeta de crédito, una firma electrónica o un documento de identidad, personal e intransferible. La duplicación, por otro lado, ocurre en soledad, en un departamento lujoso con vista a un horizonte aéreo, vertiginoso, sin que nadie más participe. 

La sustancia que produce la clonación de Elisabeth no es un simple macguffin en esta comedia tétrica. La misteriosa organización que le provee el equipo a la desesperada actriz para que cree “su mejor versión” nunca se ve. Sin embargo, Elisabeth, que recoge el kit en una bodega clandestina, se comunica por teléfono con un hombre que le recuerda las instrucciones del procedimiento. La más importante es que tanto ella, la original, como su copia genética, que voluntariamente se nombra Sue, a la que interpreta Margaret Qualley, son una entidad. Sue, como revela el póster, surge de la espina dorsal de Elisabeth. 

El escalofrío inicial, que durante la película se va a intensificar, ocurre cuando la chica sale del cuerpo de Demi Moore, que yace en un baño de azulejos fríos y blancos que recuerda a Psicosis (1960): la macabra fantasía de Hitchcock –cuya sombra es inevitable e incluso motivo de burla en esta película– del acto sexual no consumado como pulsión de muerte y del deseo aniquilado.

En La sustancia, donde la aparición de Sue es prácticamente un nacimiento –chiste perverso que culmina después cuando la muchacha afirma que tiene que cuidar a su madre enferma, es decir, la propia Elisabeth– lo que parece negado es la procreación; Elisabeth es una mujer completamente sola, no tiene hijos, pareja ni amigos. Quien tiene el ímpetu social es Sue, que convierte el filme en una explosión de color, como si fuera el video de alguna estrella pop, el sueño adolescente infalible, fresca, graciosa y consciente del poder que le da su sexualidad. Muy pronto la chica opaca a Sparkle, la reemplaza en el programa de aeróbicos y mucho más: su atractivo erótico catapulta enseguida su carrera. La condición de la coexistencia de Elisabeth –que parece haber sido víctima de un engaño, pues ella no experimenta el placer ni el éxito de su mejor versión, al contrario, muy pronto nace el antagonismo entre ellas– y Sue es que cada semana una de las dos debe permanecer en reposo, apagarse a la vida para permitir que la otra continúe viviendo.                   

En Discurso sobre el horror en el arte (2010), Paul Virilio apuntó que el horror estético radica en parte en la confusión entre arte y genética, un fenómeno ligado al body art, a artistas como Stelarc –en el que se ha inspirado David Cronenberg, uno de los referentes de Fargeat– y Orlan. “El body art, al proponer modificaciones corporales, se asocia a la genética. El artista, con grandes sufrimientos, modifica su cuerpo […] La confusión entre arte y genética en lo transgénico se debe a que el arte y la industria farmacéutica convergen en el mismo propósito: modificar el cuerpo. El expresionismo, que era un expresionismo plástico, se convierte en un expresionismo fisiológico”. Con su propuesta visceral, sangrienta à la Kubrick de El resplandor (1980), de cuerpos modificados y a la postre fusionados, La sustancia participa de manera voraz del horror estético y pone en imágenes lo que ya vislumbraba Virilio, que hablaba de los principios de la producción en serie a la materia viva: “la biología puede convertirse en una teratología, en una fábrica de monstruos […] El arte ya anuncia y refleja esos síntomas […] Más bien, nos hemos asomado sobre algo mucho más aterrador que tiene que ver con la vida política, con la biología, con la modificación del mundo”. Virilio se refería al trauma que habían dejado las guerras mundiales, los campos de concentración y las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki, que produjeron alteraciones genéticas en la población, hechos que influyeron notablemente en creadores como los accionistas vieneses. En Fargeat el cuerpo es un capital erótico y económico que se traduce en éxito y reconocimiento, y su transformación deriva en un experimento desastroso y abominable donde justamente se articula la peligrosa confusión de la que habló el pensador francés.     

Ni bien surge el éxito, Sue hace todo lo posible por extender el periodo que está activa en detrimento de Elisabeth. Es imposible saltarse las instrucciones de la fórmula, que recuerda a los experimentos de los científicos locos de la literatura y el cine. Mientras una florece, la otra se marchita: de forma absurda la envidia y el egoísmo cohesiona a ambas mujeres. A contracorriente de las consignas en favor de los cuerpos diversos y positivos, el canon de belleza y el culto a la juventud incesantes son motivos principales en el filme, temas que se hacen bilis y sustancia vomitada en la pantalla, una regurgitación contradictoria de los discursos hipócritas sobre el cuerpo que dominan la conversación en redes sociales sobre estrellas, influencers y celebridades. Cuando suena la “Scène d’amour”, que compuso Bernard Herrmann para Vértigo (1958), la directora parece colocar de manera socarrona un espejo frente a sus criaturas. Si en la forma y el fondo son tan parecidas, ¿quién se convierte en quién o en qué? Si Judy se convierte en Madeleine para Hitchcock, ¿en qué se convierten Elisabeth y Sue para Fargeat? ~

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es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.


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