Con esta carta desde El Cairo, inauguramos una serie de Antonio Navalón sobre el mundo contemporáneo y sus desafíos. Se trata de una suerte de corresponsalía itinerante desde algunas de las ciudades –y, por extensión, países– en que se está dibujando el mapa del futuro. Al final del recorrido tendremos una bitácora de los problemas del mundo y su inevitable interrelación. Escritos siempre desde el lugar de los hechos, los textos conjugarán el análisis político con la crónica. La interpretación con la vivencia.~
– Enrique Krauze
Es domingo 22 de abril del año 2007, Ciudad 6 de Octubre, en las afueras de El Cairo, justo frente a la Gran Pirámide de Jafra (Kefrén en griego), que desde donde me encuentro, a la distancia y por su ubicación, parece más alta que la de su padre, Keops.
En la zona turística, a la entrada de las decenas de hoteles que reciben a los interesados en acercarse durante algunos días a esta cultura mítica, los sistemas de seguridad e identificación son complejos e incluso pueden resultar intimidantes: hay un guardia armado frente a cada hotel o autobús turístico con la intención de prever algún atentado.
El Egipto de historia fascinante y arquitectura magnífica, que cada año atrae a millones de turistas, enfrenta una encrucijada que muestra mejor que ningún otro las grandes contradicciones y problemas del mundo frente al Oriente Medio y el islamismo exacerbado.
El Egipto moderno nació en 1952, cuando Gamal Abdel Nasser, militar izquierdista y laico, encabezó el golpe de Estado que derrocaría a la monarquía del rey Farouq. La toma de poder fue avalada en un principio por la Hermandad Musulmana, fundada en 1928 y considerada el movimiento islámico más importante del último siglo.
La frágil alianza naufragó pronto. El objetivo de la Fraternidad era establecer un gobierno religioso y expandirlo a todos los rincones de la tierra, mientras que Nasser impuso un gobierno nacionalista y laico, disolvió los partidos políticos y fundó una nueva república.
En 1956, la nacionalización del Canal de Suez permitió a este político convertirse en un líder para la región, capaz de tomar iniciativas en defensa de los herederos de Mahoma e impulsar un proyecto de unidad con Siria, que dos años después permitió el nacimiento de la República Árabe Unida (RAU).
Pero el sueño del panarabismo se resquebrajó un día de septiembre de 1970, cuando inesperadamente el corazón de Nasser estalló en mil pedazos y murió de un infarto. Entonces el elegante Anwar Al Sadat, ministro de defensa y vicepresidente en turno, asumió el poder y Egipto giró hacia Occidente.
Un año después la RAU se convirtió en República Árabe de Egipto y Al Sadat progresivamente abandonó el panarabismo y la filosofía socialista de su predecesor. Los pueblos árabes no volverían a concebirse como uno solo.
Luego de haber lidereado en 1973 la Guerra del Yom Kipur, Al Sadat fue el primer gobernante árabe en reconocer a Israel como Estado, terminando con tres décadas de violencia y granjeándose la simpatía de Estados Unidos, que de 1975 a 2002 le entregó veinticinco mil millones de dólares como asistencia para el desarrollo.
En la arena doméstica, sin embargo, esta política fue considerada una traición, lo que recrudeció la oposición a su régimen. Egipto había roto definitivamente el statu quo entre los militares nacionalistas y la Hermandad Musulmana, que pasó a la militancia extrema.
La mañana del 6 de octubre de 1981, la mirada de Anwar Al Sadat se perdía en el infinito mientras un capitán miembro de la Hermandad lo ametrallaba. Así llegó al poder Hosni Mubarak, en ese momento vicepresidente, que también era ministro de defensa, militar, socialista y laico. Por entonces era imposible imaginar que el islam –en su manifestación más extrema–, sería la señal de identidad en la construcción de un nuevo mundo mediante la violencia.
Las naciones árabes, por su disciplina frente a las políticas impuestas por sus aliados occidentales a cambio de apoyos económicos para contener el avance de los movimientos extremistas, aunque “etiquetados” como apoyo a las reformas democráticas y cooperación para el desarrollo, ahora deben encarar el desafío que implica la nueva realidad del fanatismo religioso. Estados nacidos laicos, como Turquía, han tenido que sortear la lucha por el poder entre el islamismo de su Parlamento –que recientemente ha vivido jornadas difíciles, ante la posibilidad de proponer a un candidato presidencial de abierta filiación islámica– y la amenaza laica de su ejército.
En el caso de Egipto, cuya estabilidad es vital para la región por su ubicación estratégica tanto desde el punto de vista geográfico como político, la Hermandad Musulmana –proscrita por Nasser en 1954, pero tolerada a la fecha– es la fuerza opositora principal y mejor organizada, con casi una quinta parte de los escaños parlamentarios.
Volviendo a Ciudad 6 de Octubre: fue construida en homenaje a la Guerra de Yom Kipur, la única victoria militar que ha tenido este país frente a Israel. Es aquí donde este 22 de abril comienza la conferencia a la que asisto, Primera Conferencia Internacional de las Nuevas Tecnologías Aplicadas a la Educación Preparatoria. Entre los más de mil asistentes, hay al menos doscientas mujeres, 99 por ciento de ellas con la cabeza cubierta. Es un acto oficial del gobierno que, desde hace veinticinco años, encabeza Mubarak, y por oficial, laico. En el estrado hay tres ministros de gobierno y las asistentes –doctoras, subsecretarias y altas funcionarias de esta república que nació bajo la doctrina panárabe y socialista– llevan velo: todas llevan velo.
La revolución nasseriana murió con Nasser. La República Árabe Unida fue un breve sueño, y el laicismo paulatinamente ha perdido terreno frente al mar de velos que inunda Egipto. El mundo occidental parece no querer ver. Los ojos y las lentes fotográficas de los turistas ansiosos de conocimiento y cultura milenaria se limitan a admirar piedras y monumentos del pasado y, tal vez considerándolo como parte del color local, pasan sin percibir: no pueden captar lo que está pasando.
Y lo que está pasando no es sólo que en cada hotel, museo o zona arqueológica y en cada autobús necesiten de un guardia para su resguardo ante la posibilidad de un atentado terrorista –amparado el gobierno en una Ley de Emergencia que data de 1981, hace la friolera de veintiséis años, y pronto a ser sustituida por una ley antiterrorismo, que limitará aún más las libertades y los derechos humanos–, sino que en todas las calles de El Cairo, en cuyo cinturón urbano se concentran al menos diecisiete millones de habitantes, el panorama está trazado por policías y velos. Las nietas y bisnietas de la Revolución llevan el hiyab (el velo islámico) o el niqab (el velo negro que las cubre en su totalidad), frente a sus abuelas, precursoras de uno de los movimientos feministas más significativos de Oriente Medio. Sorprende ver a tantas mujeres adoptar este islamismo, cuyas tradiciones parecen discriminarlas y donde, pese a los movimientos en pro de la igualdad, sólo ocupan el 2.5 por ciento de los cargos políticos incluso si representan el 53 por ciento de la población. Cabe mencionar que recientemente fueron elegidas treinta juezas que aún no pueden tomar posesión en virtud de su género.
La explosión demográfica (tres niños por mujer), la emigración masculina (Egipto ha sido históricamente expulsor de mano de obra barata) y la necesidad de aportar dinero a la familia ha permitido a las mujeres acceder a la educación universitaria e insertarse en el campo laboral. Sin embargo, eso no ha impedido que sigan los dictados de la Sharia, ley canónica del islam, que según la Constitución es la fuente de derecho más importante.
Hace treinta años, en El Cairo no se veía más que un cinco por ciento de mujeres con la cabeza cubierta; hace quince, cuando Egipto iniciaba un amplio programa de estabilización económica, privatizaciones y expansión comercial, si acaso tres por ciento se cubría. Hoy, cuando la gente recorre las calles de la ciudad más grande y cosmopolita de África y Medio Oriente, en medio del ruido provocado por miles de cláxones en el peor tráfico del mundo –exceptuando el de Bangkok–, hay un factor que distingue notoriamente a este Cairo del de 1977: los velos.
Lo inundan todo… es tan imposible saber el color del pelo de las mujeres como saber si el peligro del fanatismo religioso sólo está en los atentados terroristas.
Por supuesto, no hay una bomba lista para explotar detrás de toda mujer cubierta: el uso del velo es voluntario y producto de una decisión religiosa personal, o de una imposición familiar y social. Sin embargo, aprovechando el desconocimiento y el miedo de Occidente, los movimientos integristas pueden agazaparse en la fe –como lo han hecho durante miles de años todos los fanatismos, sea en nombre de una cruz, una media luna o una estrella– y capitalizar su movimiento.
El problema no es que cuando cae la tarde y el muecín llama a oración los cláxones dejan de sonar, los teléfonos se interrumpen y el silencio lo inunda todo. ¿Dónde yace, entonces, el verdadero terror? Egipto, con ochenta millones de habitantes, 34 por ciento de los cuales tiene menos de catorce años, está enfrentando una segunda generación de peligros.
La primera, en la que estamos todos concentrados, son los actos de violencia, en que el mundo entero está expuesto a que cualquier mañana un joven enganche en una mochila una bomba, pese a los 425,000 millones de dólares que desde el 2001 el Congreso de Estados Unidos ha designado para actividades antiterroristas. El segundo peligro está en el entramado social que se fue gestando en los extremismos religiosos que desde los ochenta y que, con el conocimiento de Arabia Saudita, sostenidamente han ganado terreno y a los que ha sido imposible detener con el dinero pagado con el miedo de Occidente: mil trescientos millones de dólares anuales como asistencia militar luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001; desde 2003, además, la ayuda estadounidense ha canalizado otros quinientos millones anuales a través de USAID a la reforma política, económica y de proyectos educativos, culturales y sociales a través de su Iniciativa de la Asociación de Oriente Medio, con la esperanza de frenar la barbarie religiosa. A esto habría que aunar los 558 millones de euros aprobados por la UE para reformas políticas y sociales.
A los terroristas de Al Qaeda seguramente algún día, en algún lugar, se los podrá vencer. Pero ¿quién detendrá este circuito de islamización, miedo, prevención o defensa, y consecuente violencia? La gran cuestión es plantearse dónde se interrumpe la espiral de las verdades religiosas absolutas que, por un lado, genera que unos ejércitos –los de Occidente– denominen sus campañas contra los terroristas “Justicia Duradera” y, por otro, que aquella parte del mundo que ha conseguido colocarse como el líder de los cambios mundiales esté regida por una minoría que propugna el camino de la violencia, denominando siempre a los que no son árabes y musulmanes como “los infieles”.
De nuevo volvemos al viejo principio de Bertold Brecht “… una cosa es ver y otra mirar, una hacer y otra hablar por hablar…” ~