De cuando entraban
al río tiburones y toninas,
es esta historia acerca
de los últimos años de mi abuela,
postrada en cama casi todo el tiempo,
y platicando a ratos
(si dejaban de asirla
las tenazas del cáncer),
o muda, reclinada sobre grandes
almohadones blancos
con las fundas bordadas antaño de su mano.
La veo ahora
acomodándose (al tanteo
de sus huecas mandíbulas
y de su lengua obsesa)
una postiza dentadura,
meneando sus músculos faciales
y masticando en falso los nervios y tendones
de su pena medidos en segundos.
Luego, un crujido brusco
y una mueca de alivio:
“la placa” había vuelto
por fin a su lugar;
y el decoro a su semblante.
Por la tarde sus ojos
permanecían fijos, arrobados
por las aguas del río Pantepec,
que transportaba entonces
hachazos de crepúsculos
–ya cuajarones de color violeta–,
retazos de matanza del rastro ribereño
y las primeras manchas de petróleo
flotando como sucias aguamalas
enfrente de la Sharmex,
una refinería.
Aunque fuera de noche
mi abuela no dejaba
que alzaran las persianas de su pieza.
Nada más quiero por pantalla
la vidriera que mira al río que es mi vida.
Retiren de mi vista ese ocioso aparato.
Otras veces decía: Ahora, con el ocaso,
comienza lo que atiendo con todos sus detalles:
el cielo se encapota si lo cruzan
parvadas de pericos,
¡qué argüende de compadres, todos endomingados!
Como si el mundo fuera para siempre…
Luego cae la noche con el último bando,
el de tupida sombra;
y queda titilando en la Capitanía,
allá en la lontananza, una luz vigilante.
Ésa me basta: tampoco yo quiero
que la Muerte me tome por asalto.
Cuando llegue mi hora quiero verla a los ojos
(y al cielo de luceros más profundos)
con la última brasa crepitante de los míos… ~
(Tuxpan, Veracruz, 1950) es poeta y traductor, obtuvo en 2009 el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.