1.
Cuando viví por primera vez en París, hace casi veinte años, los camareros y comerciantes se negaban rotundamente a hablar en inglés con los turistas, que ya entonces constituían una gran parte de su clientela. A los visitantes extranjeros se les recibía con un rápido chorro de francés, sin tener en cuenta su dificultad para comprender la lengua de Racine y Molière. Al menos en este aspecto, la ciudad se ha transformado de forma irreconocible. Los camareros y comerciantes siguen siendo igual de altivos. Pero han encontrado una forma más cosmopolita de expresar su hauteur: cuando los turistas ponen a prueba su pobre francés, adquirido viendo a Emily en París y haciendo algunas lecciones rápidas en Duolingo, cambian inmediatamente al inglés.
2.
Maquiavelo aconsejó a las repúblicas que mantuvieran pobres a los particulares y enriquecieran a los ciudadanos. Francia ha seguido más este consejo que muchos países europeos, y mucho más que Estados Unidos. Después de impuestos, el francés medio gana algo menos de 2.000 euros al mes, o unos 30.000 dólares al año. La mayoría de los participantes en las protestas de los chalecos amarillos, desencadenadas por una subida del impuesto sobre la gasolina, viven con estrechas limitaciones materiales. Pero la impresionante riqueza pública compensa, al menos hasta cierto punto, los ingresos comparativamente bajos de la población media. París es quizás la gran ciudad más funcional de Europa. Su metro es mucho más impresionante y fiable que el de Londres o el U-Bahn de Berlín. Los servicios gratuitos o baratos que ofrece la ciudad, desde parques a piscinas, pasando por museos y teatros, no tienen parangón. Hay guarderías públicas de gran calidad para bebés, niños pequeños y niños en edad preescolar. A diferencia de Londres o Nueva York, las escuelas y universidades más prestigiosas de la ciudad son públicas y gratuitas. El asequible sistema de trenes del país es de los mejores del mundo. Sin duda, esta fuerte dependencia del Estado tiene serias desventajas, como la maraña de normativas que socava la innovación y afecta a todos los aspectos de la vida en el país. Pero el equilibrio persiste, por ahora, porque –a diferencia de muchos otros lugares que dependen demasiado del gobierno– el Estado realmente ofrece una impresionante gama de bienes públicos
3.
Hay una incongruencia básica en la geografía político-emotiva de Europa. Italia lleva décadas siendo profundamente disfuncional, y los italianos llevan décadas desilusionados con sus instituciones. Alemania (aunque esto está cambiando) ha sido durante décadas comparativamente funcional, y los alemanes (aunque esto también está cambiando) han estado durante décadas razonablemente satisfechos con sus instituciones. Francia altera la ecuación. El país tiene, por supuesto, graves problemas, desde los preocupantes déficits presupuestarios del Estado hasta la exclusión y el malestar de sus banlieues. No me sorprende que los franceses estén más enfadados que los alemanes. Pero cada vez que visito Francia, no puedo evitar darme cuenta de que, en comparación con Italia y muchos otros países europeos, las cosas funcionan. Y eso hace que me resulte difícil entender la ira desproporcionada que impregna la cultura y la política francesas.
4.
Uno de mis ensayos favoritos sobre París, escrito en los años noventa, se titula “Historia de dos cafeterías”. Adam Gopnik intentaba averiguar por qué los intelectuales parisinos de la época seguían frecuentando uno de los dos cafés amados por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, el Flore, mientras que habían abandonado por completo el otro, el Deux Magots, a los turistas. Gopnik baraja tres hipótesis, cada una de las cuales resulta ser a la vez una teoría sobre la naturaleza de la Francia moderna. Hace tiempo que aspiro a escribir un ensayo de estructura similar sobre el enigma de la furia desproporcionada de Francia. Una teoría postularía que los franceses están mucho más enfadados que sus vecinos porque el legado de la Revolución les dio aspiraciones más elevadas, aspiraciones que ningún Estado, por funcional o generoso que sea, puede satisfacer. Otra teoría diría que hay un poco de folclore en las supuestas expresiones de rabia, una afición por las recreaciones en vivo de 1789 y 1871 que, como dirían los franceses, contiene una pizca de deuxième degré, es decir, que debe tomarse con un grano de sal. Otra teoría, por supuesto, insistiría en que los franceses son completamente sinceros en su ira, y que además está plenamente justificada: Francia, a pesar de las apariencias, falla a sus ciudadanos más que cualquier país vecino, sostienen los defensores de esta teoría, abrazando un excepcionalismo inverso al que a menudo se ven arrastrados los países con ambiciones universalistas.
5.
Los alemanes son famosos por su creatividad léxica. En la mayoría de los casos, eso se debe a un malentendido en torno al funcionamiento de la lengua. Al igual que en inglés se pueden combinar diferentes conceptos añadiendo un marcador como “of” entre ellos, en alemán se puede hacer lo mismo aplastando sustantivos unos contra otros sin ningún elemento intermedio. No, son los franceses quienes realmente tienen un don para los términos evocadores. Glauque describía originalmente un verde azulado; ahora, se utiliza para evocar un barrio particularmente lúgubre, un destino particularmente oscuro o una relación particularmente deprimente. Un tipo que seduce a una mujer solo para explotar su afecto con fines egoístas se conoce universalmente como perverso narcisista; rara vez se estará sentado en un café más de una hora sin que el término llegue desde alguna mesa vecina. Pero quizá la más ubicua de estas palabras sea la de bobo, diminutivo de los miembros de la burguesía bohemia que ganan sueldos de clase media mientras afectan al estilo de vida de artistas hambrientos. (Este último término es en realidad una importación estadounidense, acuñada nada menos que por David Brooks. Pero insistir en este hecho intolerable –y, por tanto, ampliamente desconocido– es una de las pocas afrentas que pueden costarle fácilmente una amistad en París).
6.
Los franceses creen que están sumidos en una polarización perniciosa. Encienda la televisión o abra un periódico y oirá hablar de ello sin cesar. Y un vistazo a la composición actual de la Assemblée nationale sugiere que tienen razón, al menos hasta cierto punto. El Parlamento francés está dividido en tres bloques implacables: extrema izquierda, centro y extrema derecha. La extrema izquierda odia a la extrema derecha, la extrema derecha odia a la extrema izquierda y todo el mundo –incluidos, cada vez más, sus propios aliados-– odia a Emmanuel Macron. (Solo los dos partidos políticos que en su día sumaron entre los dos el 80% de los votos, pero que desde entonces han quedado reducidos a tristes sombras de lo que fueron, los Socialistes y los Republicains, son bisagras infelices entre estos bloques, y en parte solo por esa razón son aún más despreciados que el presidente). Y, sin embargo, no es esa la sensación que tuve. Acostumbrado a Estados Unidos, donde no existe ningún intercambio serio entre la tribu azul y la tribu roja, donde las posibles respuestas a todas las cuestiones de importancia pública se aplanan rápidamente en dos opciones, y donde los miembros de una burbuja viven cada vez más herméticamente aislados de los miembros de la otra, me sorprendió hasta qué punto los políticos e intelectuales franceses siguen hablando entre sí. Miembros de distintos bandos debaten entre sí en entrevistas periodísticas, son entrevistados por los mismos presentadores en la televisión pública y a veces incluso se sientan a la mesa unos con otros.
7.
Cada élite apesta a su manera. Los franceses tienen razones de peso para estar descontentos con los fallos particulares de los suyos. Los que realmente tienen poder e influencia en el país proceden de un número demasiado pequeño de instituciones educativas, se muestran demasiado engreídos con su posición en la cima de una jerarquía meritocrática y son demasiado ignorantes de todo lo que ocurre fuera de París. Resultan peligrosamente insulares tanto en sus hábitos sociales como intelectuales. Y, sin embargo, las cosas que me llaman la atención de la élite francesa son en gran medida positivas. A diferencia de sus homólogos estadounidenses, por ejemplo, las élites francesas siguen creyendo en algo. Tienen la idea de una misión, animada por los frecuentemente invocados “valeurs de la République”, los valores fundacionales de la República Francesa. Su concepción de estos valores puede ser a veces demasiado rígida y sus referencias demasiado autocomplacientes. Pero el apego es real, y ha hecho que los líderes institucionales franceses estén mucho más dispuestos a enfrentarse al tipo de tonterías de moda que han barrido el establishment estadounidense en los últimos años. Resulta que tener unos valores que uno se siente verdaderamente obligado a defender es un gran baluarte contra el tipo de turbas de las redes sociales que han acobardado a CEOs, rectores, editores y líderes de organizaciones sin ánimo de lucro estadounidenses para que se sometan tan fácilmente. Y, paradójicamente,, esto ha protegido a la insular élite francesa de alejarse demasiado de las opiniones de sus conciudadanos. En términos sociales, el abismo entre las élites francesas y los ciudadanos sobre los que reinan es probablemente mayor que en Estados Unidos; cuando se trata de creencias y valores, es mucho menos marcado.
8.
Es posible que Francia sea el último país de Europa que posee una cultura intelectual propia y ambiciosa. La cultura consensual de Alemania no invita a la ambición intelectual. Gran Bretaña, aunque produce un número mucho mayor de escritores y artistas aclamados en todo el mundo, parece cada vez más un puesto avanzado norteamericano. Francia, en cambio, baila a su aire. Las grandes estrellas de la escena francesa apenas son conocidas fuera de Francia, del mismo modo que, dentro de Francia, las voces que dan forma a los grandes debates en otros países solo son conocidas por unos pocos bichos raros especializados en esas cosas. Un ejemplo: Cuando animé a los editores de mi excelente editorial francesa a publicar la traducción de un nuevo libro de un amigo que resulta ser un autor de éxito internacional, la primera –y resulta que la única– pregunta que me hicieron fue: “¿Puede hacer medios de comunicación en francés?”. Cuando les contesté que no, me dijeron con pesar que no sería económicamente viable publicarlo. En parte, no venderás muchos libros si no puedes ir a los grandes programas de radio y televisión. Pero va más allá: “Tenemos nuestros propios expertos”, me explicó un editor. “Si no puedes hablar a los franceses en francés, preferimos a alguien que se dirija directamente a nosotros”.
9.
Los medios de comunicación públicos conservan en Francia un orgullo que han perdido en casi todos los demás países. En un país de menos de ochenta millones de habitantes, el programa matinal de la mayor radio pública francesa tiene regularmente cuatro millones de oyentes. Cada día, el programa Matinale de France Inter presenta a un invitado principal que es interrogado sobre un tema serio, a menudo un libro recién publicado, durante media hora casi ininterrumpida. Si se trazaran todos los programas de radio y televisión occidentales en un gráfico que midiera el tamaño de la audiencia en un eje y la profundidad del contenido en el otro, nueve de los diez más alejados en el cuadrante superior derecho serían franceses; en la anglosfera, solo los mejores podcasts podrían empezar a competir.
10.
Los franceses tienen fama de jubilarse pronto. Los intentos de Macron de reformar ligeramente el sistema de pensiones tuvieron un enorme coste político. El contraste con otros países es visible en muchas oficinas, y especialmente en las universidades: En Estados Unidos, hay muchos directores generales septuagenarios y profesores octogenarios; en Francia, son una rareza. Solo quienes practican una profesión parecen rehuir la llamada de la jubilación anticipada. Delante de mi apartamento, en la rue Saint Denis, conocida desde hace siglos por este tipo de comercio, varias mujeres ejercían abiertamente el oficio más antiguo del mundo. Me asombraría que alguna de ellas estuviera por debajo de la edad oficial de jubilación.
11.
El queso, los patés y la pastelería son tan buenos en Francia como todo el mundo cree. Comprar en uno de los muchos mercados de París sigue siendo un auténtico placer, al igual que ir a la boulangerie del barrio. La oferta de comida asiática, antes limitada a los omnipresentes traiteurs asiatiques que te preparaban una sosa imitación de comida vietnamita si se lo pedías, ha mejorado mucho. A pocos pasos de mi apartamento había un restaurante de dumplings aceptable, un buen restaurante de Sichuan y un estupendo restaurante de hot pot. Pero los restaurantes franceses están terriblemente sobrevalorados. El bistró medio de París ofrece la misma rotación de platos poco inspirados, desde Steak Tartare a Entrecôte, mediocremente ejecutados. Si se sabe adónde ir, se puede comer de una manera que los parisinos calificarían de correcta. Incluso entonces, es probable que la comida sea insípida, poco inventiva y demasiado cara. Durante un tiempo, creí las protestas de mis amigos franceses de que simplemente no conocía los lugares adecuados; después de haber comido en muchos de los establecimientos que me instaron a probar, ya no lo hago. París tiene muchos restaurantes con estrellas Michelin. Al igual que en Berlín, Copenhague, Chicago, Tokio, Shanghai o Dubai, se puede comer bien si uno está dispuesto a gastarse cientos de euros en una comida en un establecimiento de lujo, pero muy pocos parisinos pueden permitírselo más de un par de veces al año. Cuando quedaba con un amigo para comer un miércoles cualquiera o para cenar un viernes cualquiera, me encontraba siempre añorando cualquier restaurante de Italia regentado por una abuela competente o cualquier restaurante de Nueva York regentado por un inmigrante ambicioso.
12.
A principios del siglo XX, Francia era uno de los centros indiscutibles del mundo. El país gobernaba un vasto imperio. París era el hogar de muchos de los artistas y pensadores más famosos del planeta. El francés seguía siendo la lengua de la diplomacia y los tribunales. A diferencia de Alemania o Gran Bretaña, la Grande Nation también pretendía ser un modelo político: al igual que Estados Unidos, afirmaba estar fundada sobre principios universalistas que podían y debían exportarse a toda la humanidad. La historia de la Francia de posguerra está marcada en muchos aspectos por el lento proceso de asumir la pérdida de ese pasado grandioso. El país intentó aferrarse a los restos de su imperio en sangrientas guerras, sobre todo en Argelia. Mantuvo las distancias con el hegemón estadounidense en un vano intento de conservar su independencia estratégica, sobre todo mediante la retirada de De Gaulle del mando militar de la OTAN. Incluso luchó valientemente contra la influencia de la lengua inglesa, negándose a adoptar palabras prestadas como computer (ordenador) o weekend (fin de semana). Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hace unos años, era imposible entender Francia sin hacer una crónica de la tensión entre la realidad de la decreciente importancia política, cultural, económica y militar del país y su implacable insistencia en seguir siendo la Grande Nation.
13.
Esta vez, al visitar Francia, me ha sorprendido hasta qué punto el país ha aceptado por fin la realidad de su relativo declive. Ha desaparecido (en su mayor parte) la negativa a utilizar préstamos del inglés, la pretensión de seguir siendo una potencia mundial al nivel de Estados Unidos o China, la sensación general de luchar contra molinos de viento. Francia ha empezado a acomodarse a su nuevo estatus en el mundo: el de una potencia media (aunque muy influyente en la Unión Europea y en el África francófona). Como ocurre a menudo, la aceptación tiene sus ventajas. Abandonar la pretensión de ser el protagonista es el requisito previo para sacar el máximo partido de su papel secundario. Incluso puede permitir a los camareros hacer que los turistas se sientan incómodos de nuevas maneras. Durante gran parte de la posguerra, Francia ha sido pretenciosa en el sentido literal de pretender ser algo que ya no era; ahora, el país empieza a sentirse cómodo en su propia piel y en su propio tiempo. Y es mejor así.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Persuasion.
Yascha Mounk es director de Persuasion.