De todos los géneros cinematográficos, el documental es quizá el más incierto. Mucho más que el director de ficción, el documentalista parte de la oscuridad: no sabe realmente qué le espera ni en la recolección del material ni, mucho menos, en la sala de montaje. En la historia del cine documental sobran relatos de cineastas que parten con un filme en la cabeza y terminan, tras la travesía de investigación que implica la forma, con una cinta completamente distinta en la pantalla. En años recientes, el ejemplo más notable es Capturing the Friedmans, de Andrew Jarecki. Al principio, Jarecki pretendía hacer un documental sobre David Friedman, un nostálgico neoyorquino conocido como Silly Billy, el mejor payaso de fiestas infantiles de la ciudad. Para sorpresa de Jarecki, la historia de Billy y su nariz roja pronto dio paso a una línea narrativa mucho más macabra e inesperada: durante la primera serie de entrevistas, David Friedman le confió el pasado de su familia a Jarecki. Y vaya pasado que resultó ser. El padre y el hermano de Silly Billy habían sido condenados a prisión por abusar sexualmente de decenas de niños en su tranquila comunidad en Great Neck, Nueva York. Por si fuera poco, la desintegración de los Friedman había sido capturada, paso a paso, por la cámara amateur de la familia. Cineastas aficionados, los Friedman se habían filmado incluso en los momentos más brutales del escándalo. Para Jarecki, aquello fue maná cinematográfico.
Algo similar le ocurrió al documentalista neoyorquino Doug Block. Durante años, se dedicó a grabar y entrevistar a sus padres, Mina y Mike, “sólo con el afán de preservarlos para la posteridad”. Block grabó a su madre subiendo las escaleras, frente al espejo, doblando ropa, haciendo los quehaceres cotidianos de la casa en el 51 de la calle Birch. La simpatía entre Mina Block y su único hijo varón es evidente en el pietaje. A través de la cámara, madre e hijo comparten sonrisas y, el espectador sospecha, una complicidad profunda. Quizá en aras de la equidad emocional, Block también grabó a su padre, con quien tiene, a todas luces, una relación distinta. Mike Block es un hombre más bien reservado y de mirada pesarosa, hombre prototípico de la generación que peleó la Segunda Guerra. En una escena, el hijo sigue a su padre hasta el pequeño taller de carpintería que sirvió como refugio al viejo Block durante décadas. Ahí, la cámara capta las manos septuagenarias que pulen, pacientemente, la pata de una silla. Block trata de sacarle a su padre algo más que una respuesta monosilábica. No lo logra. La imagen permanece, entonces, en silencio. Es un retrato elocuente y sutil de lo que Inés Arredondo llamaba “el río subterráneo” que corre, apenas audible, bajo los pies de una familia cualquiera.
La dinámica de la familia Block se habría quedado en el baúl de los recuerdos de no ser por la muerte, sorpresiva y repentina, de la madre del documentalista y la decisión del padre, apenas un par de meses después de los funerales, de mudarse a Florida con Kitty, su secretaria por décadas. El viejo Block cumplió lo prometido y, de pronto dicharachero y alegre, casi liberado, contrajo matrimonio con la nueva mujer. En un toque invaluable de surrealismo (ese surrealismo que sólo ocurre en la realidad), Mike escoge, como canción nupcial, la Only You de Los Platters. “La canción me pareció, digamos, una elección ligeramente extraña”, dice Doug Block en la narración de su documental, mientras vemos al padre, todo sonrisas, bailando de cachetito con su antigua asistente.
La reacción del cineasta y sus dos hermanas fue la previsible: el padre, sospechan, ha sostenido una relación con Kitty desde siempre y sólo esperaba el momento indicado para soltarse las cadenas del matrimonio y unirse a la mujer que, al parecer, merece aquello de “You’re my dream come true, my one and only you”. Pero falta una vuelta de tuerca. Mientras desmontan el mítico hogar familiar, las hermanas de Block descubren cuatro enormes cajas que contienen, para sorpresa de todos, décadas enteras de diarios y apuntes de puño y letra de la madre. Al principio, la curiosidad puede más que la cautela y los tres hijos comienzan a leer las confesiones de Mina Block. Más tarde, la candidez materna los obliga a enfrentar una dramática disyuntiva: ¿qué tanto derecho tienen de conocer los secretos familiares? O, peor aún: ¿quieren realmente descubrir las entretelas de la unión de sus padres?
Para Doug Block, la respuesta parte de su oficio. El documentalista vence al hijo y se lanza a escarbar en las cientos de páginas que su madre ha dejado atrás. Las escenas de un matrimonio que descubre Block iluminan la naturaleza inescrutable de la relación de sus padres. El misterio de la urdimbre matrimonial de los Block se desenreda de manera dramática: es la madre quien, frustrada por la parsimonia de la vida suburbana, ha cometido adulterio. El padre, en cambio, parece haber permanecido en el silencio de la obligación moral. Al principio, Doug Block cae en una depresión; cree haber descubierto el peor de los secretos: la fatalidad detrás de la fachada dichosa del matrimonio que le dio la vida. Pero, incluso entonces, la historia se complica. Rumbo al final de su diario, Mina Block reconoce haber amado a su marido; descubre las virtudes del estoicismo de Mike, le agradece, entre líneas, haber sido un padre responsable y un marido generoso. En el matrimonio de los Block, como en todos, no todo es como parece.
En los minutos finales de 51 Birch Street, con la casa vacía y los recuerdos empacados, padre e hijo se sientan a la última mesa que aún queda en pie. “He tenido una buena vida porque tengo una buena familia”, le dice Mike Block, con los ojos apenas abiertos, a su hijo. Y el cineasta responde ofreciéndole la cámara a su padre: “¿Hay algo que tú quieras preguntarme, papá?” –el ojo de la cámara por primera vez lo interroga a él. “Sí”, dice el viejo, “¿eres feliz?” Doug Block titubea, toma la mano de su padre y, lentamente, asiente. Hay, en el gesto, algo de duda. El cineasta ha descubierto su propia falibilidad. Y, con él, nosotros. El documental, que partió de la oscuridad, abre una rendija de luz. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.