La última batalla del establishment alemán

Alemania volverá a tener un gobierno moderado. Si fracasa, la extrema derecha estará a las puertas del poder.
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El viernes por la noche comenzaron a circular por redes sociales noticias de un apuñalamiento en el Monumento al Holocausto de Berlín. Los detalles eran escasos. Al parecer, un hombre estaba hospitalizado, gravemente herido. Se encontraron ropas ensangrentadas en una de las losas de hormigón que componen el monumento. Se sospechaba de un atentado terrorista.

Cuando el sábado por la mañana consulté varias de las principales páginas de noticias alemanas, pensé brevemente que debía de tratarse de un mal sueño. Esperaba que el apuñalamiento fuera noticia de primera plana. Y, sin embargo, no pude encontrar ni una palabra al respecto en ningún sitio.

Finalmente, avancé lo suficiente por la página para enterarme de los horripilantes detalles. El apuñalamiento había sido un atentado terrorista. El presunto culpable era un solicitante de asilo sirio. Al ser detenido por la policía, dijo que pretendía matar judíos.

Hace una década, esta historia habría dominado los titulares alemanes durante una semana. Ahora, ha pasado a tener un interés menor y fugaz. Después de todo, no fue más que el último –y, afortunadamente, uno de los menos mortíferos– de una larga serie de recientes atentados terroristas.

En diciembre, un refugiado de Arabia Saudí mató a seis personas, entre ellas un niño de nueve años, en un mercado navideño de Magdeburgo. En enero, un refugiado afgano apuñaló mortalmente a varias personas, entre ellas un niño de dos años, en un parque de Aschaffenburg. Hace diez días, en Múnich, otro solicitante de asilo afgano arrolló con su coche una protesta sindical, hiriendo a decenas de personas y matando a dos. Al día siguiente del apuñalamiento en el Memorial del Holocausto, se produjo otro más mortífero, en Alsacia, justo al otro lado de la frontera francesa con Alemania, también perpetrado por un solicitante de asilo rechazado.

Ese es el ambiente en el que Alemania acudió el domingo a votar, y el resultado de las elecciones refleja claramente ese ambiente.

Los democristianos ganaron las elecciones con aproximadamente el 29% de los votos. Durante sus dos décadas al frente del partido, Angela Merkel lo llevó hacia (lo que entonces era) el centro político; fue Merkel quien decidió mantener abiertas las fronteras de Alemania en plena afluencia histórica de refugiados en 2015.

Friedrich Merz, su sucesor al frente del partido, ha devuelto a los democristianos a sus raíces conservadoras. Especialmente en el tema de la migración, ha cambiado por completo el tono del partido, prometiendo medidas enérgicas para asegurar las fronteras y garantizar que los solicitantes de asilo rechazados abandonen realmente el país. Aunque los democristianos siguen por debajo de sus niveles históricos de apoyo, es probable que esa promesa haya bastado para convertir a Merz en el próximo Canciller de Alemania.

Pero el verdadero ganador de las elecciones es la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD), ahora el segundo partido del país. La AfD es el único partido cuyo apoyo ha aumentado en dos dígitos en estas elecciones, superando la marca del 20%. También ha tenido un gran impacto en el debate público. El repetido mantra de Alice Weidel, líder del partido, de que Merz le robó gran parte de su programa puede ser una exageración. Pero contiene un núcleo de verdad. Hace una década, la AfD era el único partido que se oponía resueltamente a la política de refugiados de Merkel; ahora, la mayoría de los votantes y la mayoría de los recién elegidos miembros del Bundestag piensan lo mismo.

Esto no significa, sin embargo, que la AfD esté a punto de tomar el poder. En las horas transcurridas desde las elecciones, altos cargos de los democristianos han reafirmado en repetidas ocasiones que no se plantean ni una coalición formal ni un pacto informal con el partido. De momento, la AfD tendrá que contentarse con liderar la oposición.

Los grandes perdedores de las elecciones son sin duda los socialdemócratas. En las primeras elecciones alemanas en las que tuve edad para votar, en 2002, el partido obtuvo el 39%, más o menos en línea con su fuerza típica desde la fundación de la República Federal. Tras un declive constante en las últimas décadas, los socialdemócratas se han desplomado hasta cerca del 16%, lo que supone la primera vez en la historia de la Alemania de posguerra que no ocupan el primer o el segundo puesto. La carrera de Olaf Scholz, uno de los cancilleres más desafortunados e impopulares de la historia alemana de posguerra, está casi acabada. Como dijo un comentarista de la televisión alemana, la fiesta electoral planeada de antemano en la sede del partido no sería vergügungssteuerpflichtig, es decir, ningún asistente se iba a divertir lo suficiente como para que esté sujeta a impuestos.

Una gran coalición insuficiente

Ya se vislumbran los contornos del próximo gobierno, aunque su composición exacta sigue siendo incierta.

En vísperas de las elecciones, se daba por sentado que Alemania volvería a estar gobernada por una “gran coalición” de los dos partidos históricamente más populares: los democristianos y los socialdemócratas. Pero como a ambos les fue algo peor de lo que pronosticaban las encuestas, aún no está claro si obtendrán suficientes escaños para alcanzar la mayoría.

Si uno de los dos partidos más pequeños que luchan por obtener representación en el Bundestag –lo que, en circunstancias normales, requiere obtener al menos el 5% del voto nacional– consigue entrar, la gran coalición sería, por primera vez en la historia de Alemania, demasiado pequeña para alcanzar la mayoría. Los democristianos y los socialdemócratas tendrían entonces que añadir otro partido, probablemente los Verdes o (si de algún modo lo consiguen) los Demócratas Libres, a su presunta coalición.

Pero sea cual sea la composición exacta del gobierno, una cosa está clara: no será más que la siguiente vuelta en el juego de las sillas musicales que, con una breve interrupción, ha caracterizado la política alemana durante las dos últimas décadas. El ascenso de los partidos más extremistas de la izquierda y, sobre todo, de la derecha, ha colocado a las mayorías políticas ideológicamente cohesionadas fuera del alcance tanto del centro-izquierda como del centro-derecha. Como resultado, los gobiernos se componen ahora de diferentes combinaciones y permutaciones de los mismos partidos de siempre: los democristianos y los liberales en el centro derecha y los socialdemócratas y los verdes en el centro izquierda, y la mayoría de los gobiernos incluyen tanto partidos de centro izquierda como de centro derecha.

Los votantes tienen buenas razones para sentirse profundamente frustrados por esta situación. Como todo el mundo puede intuir, pocas elecciones traen ahora cambios tangibles.

La última oportunidad de la clase política alemana

El próximo gobierno se enfrenta a un enorme conjunto de tareas que, lamentablemente, no parece que vaya a dominar.

Como he contado recientemente en estas páginas, la situación actual de Alemania es muy preocupante. La economía está en recesión. Las grandes empresas apenas innovan. La industria automovilística está en peligro. Los trenes ya no circulan a su hora. La inflación merma la prosperidad de la clase media. La seguridad pública ha disminuido notablemente. Los atentados terroristas son moneda corriente.

Todo esto ha disgustado lo suficiente a los alemanes como para que incluso aquellos que no encajan en el estereotipo tradicional de simpatizantes de la extrema derecha estén hartos. Como explicaba un joven empresario alemán cuyos padres emigraron al país desde Ghana y que este año votó a la AfD por frustración con los partidos establecidos: “Solo quiero que alguien restablezca el orden alemán”.

Para estabilizar el país, el nuevo gobierno tendrá que hacer reformas radicales. Cualquier intento realista de frenar el flujo de votantes hacia la extrema derecha debe empezar por tomarse en serio la oleada de preocupación por la inmigración; parafraseando a David Frum, es dolorosamente evidente que, si los moderados no refuerzan las fronteras, lo harán los extremistas. Pero la estabilidad política alemana siempre se ha basado en una prosperidad de base amplia, y garantizar un futuro próspero para el país también exigirá una reinvención total del modelo económico alemán. Si las élites alemanas persisten en seguir como hasta ahora, la prosperidad del país caerá en picado y su pacto social se romperá.

Las elecciones alemanas han acaparado más atención internacional de lo habitual debido al firme (y, en mi opinión, equivocado) apoyo de Elon Musk a la AfD. Gran parte de esa atención se basaba en una premisa errónea. Nunca hubo un riesgo realista de que la AfD pudiera “ganar” estas elecciones en el sentido estricto de liderar –o, para el caso, incluso participar en– el próximo gobierno. Como debería haber quedado claro desde el principio, el nuevo Gobierno alemán estará compuesto una vez más por moderados.

Pero como reza un dicho alemán muy inusualmente conciso, aufgeschoben ist nicht aufgehoben: aplazar un acontecimiento no es evitarlo. La opinión pública alemana, aunque cada vez más alarmada, sigue sin estar dispuesta a aceptar los grandes cambios que serían necesarios para convertir al país en una fuerza real en el siglo XXI. Los partidos que compondrán el nuevo gobierno proceden de distintos campos políticos. Cada uno de ellos está limitado por su propio conjunto de grupos de interés y dogmas ideológicos. Todos ellos entrarán en la próxima coalición con importantes recelos y una profunda desconfianza mutua. Es difícil imaginar un comienzo menos prometedor.

Esta es la última oportunidad de la clase política alemana para evitar que se hunda un barco que hace aguas. No está nada claro que sea capaz de hacerlo. Si no lo hace, la extrema derecha podría estar llamando a las puertas del poder dentro de cuatro años.

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Yascha Mounk es director de Persuasion.


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