¿Un ratón con dos padres? Sobre los límites del ADN

Investigadores chinos han logrado generar ratones con dos progenitores macho capaces de alcanzar la edad adulta.
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En 1978, en el Royal Oldham Hospital de Mánchester, nació Louise Joy Brown, más conocida como la niña probeta por ser la primera niña nacida en el mundo mediante un procedimiento de fecundación in vitro. Millones de niños han nacido desde entonces en todo el mundo mediante distintas técnicas de reproducción asistida. En todas ellas, es la fusión de una célula femenina (un ovocito) con una masculina (un espermatozoide) lo que da origen al inicio de una nueva vida. Una vida que se inicia en forma de una única célula que porta, además de dos genomas –uno derivado de cada progenitor–, una compleja y extraordinaria estructura celular aportada en su mayor parte por el ovocito. Aunque sabemos por experimentos realizados en ratones que es posible generar embriones con dos genomas derivados de dos espermatozoides o de dos ovocitos, su correcto desarrollo, y su viabilidad, dependen de la presencia de un genoma materno y uno paterno. La explicación está en el hecho de que ciertos genes muestran un comportamiento diferencial en función del progenitor del cual han sido heredados. Se trata de los genes improntados, genes que portan una marca de origen, materna o paterna, que condiciona su expresión en la célula, estableciéndose un fino equilibrio cuya pérdida ha impedido hasta ahora que puedan crearse embriones viables a partir de dos progenitores del mismo sexo.

Hace unas semanas leíamos en distintos medios de comunicación, sin embargo, que un grupo de investigadores chinos ha logrado generar ratones con dos progenitores macho capaces de alcanzar la edad adulta. La noticia, procedente de un trabajo publicado en la revista Cell Stem Cell, ha despertado interés por la idea, tal y como ha sido sugerido, de que en un futuro algo similar pueda llevarse a cabo en seres humanos, lo que permitiría que dos varones pudieran tener descendencia sin intervención biológica materna. Pero lo cierto es que, para conseguirlo, los investigadores han utilizado un ovocito procedente de una hembra, es decir, una célula femenina, en la que su núcleo, donde reside el material genético –el ADN–, ha sido sustituido por el de dos espermatozoides, uno de ellos genéticamente modificado. Los embriones así generados, al igual que en cualquier procedimiento de fecundación in vitro, han sido más tarde implantados en un útero materno para ser gestados hasta su nacimiento. Por ello, si bien es cierto que estos embriones portan el genoma de dos ratones macho, difícilmente se puede afirmar que se trata de ratones con dos padres, sin madre biológica. Pues estos ratones no solo han sido gestados por una hembra, sino que se han desarrollado a partir de una célula femenina, una célula que ya portaba antes de ser fertilizada su propia historia. Miles y miles de moléculas, además de complejas estructuras preexistentes; desde su membrana celular, aquella que le confiere su identidad e individualidad con respecto al mundo exterior, hasta todo un conjunto de orgánulos citoplasmáticos intracelulares, entre ellos, las mitocondrias, que contienen su propia información genética. Componentes que van a determinar no solo el comportamiento y la identidad de esta célula, sino también los de su progenie, y que serán esenciales para el inicio del desarrollo de la nueva vida.

Como ha resaltado la física e historiadora de la ciencia Evelyn Fox Keller, si el desarrollo no puede avanzar sin el “plano” de la memoria genética, tampoco puede hacerlo sin la “maquinaria” incorporada en las estructuras celulares, cuyo ensamblaje está dictado por la memoria celular. No solo heredamos ADN, y olvidarlo es caer en lo que Richard Lewontin llamó un “error de biología vulgar”. Un error que tiene su origen en el papel preponderante otorgado a la genética y al gen desde la fundación misma de esta rama de la biología y desde la invención misma de esta pequeña palabra que tanto protagonismo iría a adquirir. Incluso en su juventud, como dijo Keller a finales del siglo pasado –el que ella ha denominado el siglo del gen–, el gen, “la pequeña palabra de Johannsen, tan inocentemente concebida en los primeros días de este siglo (siglo XX), tuvo que soportar una carga verdaderamente hercúlea. Se consideró que una sola entidad era la garante de la estabilidad intergeneracional, el factor responsable de los rasgos individuales y, al mismo tiempo, el agente que dirigía el desarrollo del organismo”. Pero han sido los propios hallazgos de la biología y la genética molecular los que nos han mostrado que ni los genes, ni los genomas, contienen toda la información necesaria para construir y mantener un ser vivo. El desarrollo depende de una compleja red de componentes celulares interconectados y no solo de los genes que heredamos. Cada uno de los ovocitos utilizados por los investigadores chinos porta consigo, al igual que cualquier célula viva, cómo dijo Max Delbrück, la experiencia de mil millones de años de experimentación por parte de sus ancestros.

No solo somos ADN y no solo heredamos ADN, por lo que sería conveniente precisar el origen de estos ratones recientemente creados, así como de las expectativas generadas. Estos ratones no son fruto de la unión de dos células masculinas, son ratones generados a partir de una célula femenina, que entre sus múltiples componentes celulares porta el genoma de dos ratones macho, y que han sido gestados en un útero materno. Clara y reveladora a este respecto fue la respuesta del fisiólogo Denis Noble al evolucionista Richard Dawkins, autor de El gen egoísta, cuando este le dijo que dentro de doscientos años sería posible crear en el laboratorio otro Denis Noble tan solo conociendo la secuencia de letras que conforman su genoma. “Sí, pero solo introduciéndolo en un ovocito, por lo que ya no sería yo”.


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