En casi todas sus fotos, Lars von Trier aparece con la misma expresión. Con más o menos pelo, kilos o edad, su cara de danés rosado conserva los dos rasgos que, combinados, lo hacen sentir a uno tema de un chiste privado o, sencillamente, inferior. Por un lado, los ojos papujos; por otro la sonrisa sellada, de esas que diferencian la ironía de la celebración.
Y es que, desde sus primeras películas, Von Trier no ha celebrado nada en su estado natural. Lo que celebra (y de ahí la sonrisa) es el acto de violar reglas y reinventarlas a su voluntad. Si un día declaró que el cine debía regresar a los básicos (la médula del Manifiesto Dogma) fue porque consideró que el artificio en la puesta en cámara había llegado a establecerse como la nueva naturalidad. Había que intervenir pronto y devolver al cine la rareza de la desnudez formal. Y luego destruirla otra vez: los números musicales de Bailando en la oscuridad fueron filmados con 100 cámaras. Von Trier se lamentaría luego de no haber colocado más.
La ironía dentro de la ironía es que su fama de provocador tiene cada vez menos que ver con sus radicalismos formales, y más con su reciente cruzada por ridiculizar los valores que enorgullecen a la sociedad gringa, en fábulas que ocurren en Pueblo Chico, Estados Unidos, y que le han ganado el desprecio de los parodiados en cuestión. Extrañamente (o no), éstos suelen perder de vista el punto de la crítica y alegan que Lars Von Trier, quien tiene fobia de volar en avión, nunca ha estado en su país. El reclamo es anterior a la declaración de guerra cinematográfica del director: se hizo público en los medios estadounidenses, cuando Bailando en la oscuridad, su musical sobre la pena de muerte situado en Estados Unidos, ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2000. Citando Casablanca como ejemplo, Von Trier respondió a los ataques alegando que los directores estadounidenses siempre han hecho películas sobre países que no pisan jamás.
Azuzado y feliz por la irritación que generó en Cannes, Von Trier transformó la defensa en arranque creativo de largo aliento, e hizo de las inconsistencias morales de la sociedad estadounidense el tema no de una película sino de una trilogía nueva. América: Tierra de oportunidades, arrancó en 2003 con Dogville, continuó en 2005 con Manderlay (que ahora se estrena en México), y será clausurada con Wasington [sic], por rodarse en el 2007.
Situada en los años 30, Dogville toma su nombre de un pueblo ficticio en las Rocallosas, que sirve de guarida a una mujer misteriosa que dice escapar de la Mafia. Grace (Nicole Kidman) es acogida por los montañeses a cambio de favorcitos: al principio labores domésticas, y al final la violación colectiva por parte de los hombres de la Villa Perro. Con el abuso a los inmigrantes (el extranjero que busca refugio) como denuncia de fondo, Dogville ponía en la mesa su deseo de ser alegórica a través de una puesta en escena artificiosa a morir: se filmó un hangar de una aldea de Suecia, cuyas casas, jardines, flores y hasta un perrito ladrador, existían sólo como siluetas trazadas con gis blanco sobre un piso plano y negro. Los actores tocaban toc toc en puertas y paredes de aire, y hacían mímica de acciones sin objetos que sostener.
Dogville será la entrega con más impacto de la trilogía. Manderlay sigue los mismos principios formales y eso la pone en desventaja natural. Las novedad es el cambio de actriz en un mismo papel (Bryce Dallas Howard reemplaza a Kidman) y claro, el tema objeto de la amonestación.
Tomando como punto de partida la huida de Grace de Dogville (rescatada por la Mafia: el jefe era su papá), la caravana de autos negros cruza un mapa punteado de Estados Unidos y se detiene en la plantación algodonera de Manderlay, en el estado de Alabama. Es 1933. Han pasado 70 años desde la abolición de la esclavitud, un dato desconocido por los negros de la plantación. Un hombre está a punto de ser azotado. Grace, indignada, pide a su padre que la deje quedarse para liberar a la población de su condición indigna, ponerla al tanto de la Historia, e instaurar la democracia de una maldita vez.
Grace observa horrorizada los modos vulgares de los negros; ellos apenas se interesan en voltearla a ver. Harta de la indiferencia, la mujer empieza a poner orden en la comunidad: les reclama que hayan dejado de plantar el algodón, les sugiere que arreglen sus casas mugrositas, y decide estimular las dotes artísticas de un joven, al que, dice, ha observado –desde la distancia– que le gusta dibujar. En un acto de generosidad pública le regala unas pinturas para que desarrolle su arte, y le pide “que sea él mismo, sin importarle lo que digan los demás”. El negro le hace notar que lo está confundiendo con otro, sentado a uno metros de él. (“Yo tampoco he podido diferenciarlos nunca a ellos”, se escucha por ahí.) Grace no se deja intimidar por el faux pas: fija sesiones de votación para solución de problemas (hay alguien que se ríe muy alto: se decide racionar su risa), e imparte cursos como “Canalización del enojo” o “La importancia de liberar el ángel interior”.
En uno de sus fisgoneos, Grace descubre el libro de “La ley del hombre”, en que se explica que los negros se dividen según su carácter, mismo que determina su función en la comunidad. Están el loco, el llorón, el hablador, el payasito. La categoría uno es el negro orgulloso; y la última, el negro complaciente, que adopta el temperamento que los demás quieren ver en él. Luego descubre que uno de ellos es el autor del libro, y que en el fondo no quieren liberarse de las categorías fijadas ahí. Se entera de que algunos buscan perpetuar la esclavitud en Manderlay, y que alguien se ha robado el dinero de la cosecha de algodón. “This is too fucking much”, parece pensar Grace, frustrada de que no entiendan el concepto de libertad. Decide abandonar Manderlay, no sin antes asumir la tarea de azotar al ladrón.
El guiño al modelo es tan claro que basta con mencionar una sola vez la palabra Iraq. En cuanto a historia estadounidense se refiere, Von Trier parece fascinarse con la ironía que se construye por efecto de acumulación. Si en Dogville bastaba con denunciar la doble moral del gringo anfitrión del mundo que al final enseña los dientes, Manderlay hace lo propio –dibujar al liberador que al final se erige en tirano–, dándose el lujo de recurrir a un episodio histórico propio (el esclavismo, derivado en racismo encubierto) para acusar al país tanto por su doble rasero como evocar esquemas abolidos siglo y medio atrás.
Uno puede o no empatizar con la agenda de Lars von Trier. Sus denuncias no son hallazgos, y pueden ser en sí mismas blancos de parodia del antiyanquismo europeo. Pero algo levanta a su cine por encima del panfleto bobo. La diferencia entre Von Trier y digamos, Michael Moore, está en que uno de los dos provoca con sofisticación. Ni aun Grace cumple el rol de la americana fea que también es un lugar común. Es a la vez extranjera, visitante y huésped, bien intencionada al principio pero luego traicionada por su linaje gangsteril.
Mucho más que un dardo político, Manderlay es el intento más reciente de Von Trier por minar la narrativa convencional. Lo hace desde el ludismo, y de otra manera no se explicaría que su obra despierte reacciones derivadas del interés, estado que a su vez exige una cuota de atención. Teclear “Brecht” a estas alturas sería tan revelador como decir que Von Trier es un director danés. La teoría clásica del distanciamiento ya pasó por la cabeza de un hombre que se define como “un danés melancólico masturbándose ante las imágenes de la pantalla”, que dice preferir los videojuegos a las películas y que, en un documental sobre su vida, asegura con una sonrisa (la apretada, la de las fotos), que “todo lo que se ha dicho o escrito sobre mí es una total mentira”. O creemos en que sus casas de gis son lecciones actualizadas sobre arte y manipulación, o buscamos en otra fuente su gusto por la simulación espacial.
“Siempre me he sentido fascinado por los límites que te impone un lugar predeterminado”, ha dicho el director que en Manderlay disecta y analiza el tema de la libertad. Hijo de padres que define como comunistas y nudistas, Von Trier recuerda que en su infancia se le permitía hacer de todo excepto lo relacionado con los sentimientos, la religión y el gozo. “Era demasiado libre”, dice. “Echaba de menos el amor que puede resultar de una autoridad con parámetros bien definidos.” Límites y parámetros como dadores de identidad, y a la vez un rechazo ideológico por sociedades que los imponen en nombre de la libertad. Quizá tensiones como ésta permiten que Manderlay exista como crítica y divertimento a la vez. A quien se tome la denuncia en serio, le va a parecer anacrónica y va echar de menos un set de verdad. A esa persona estará dirigida la sonrisa del director. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.