Entre el miedo y la rabia

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Si miramos algunas cifras, el Perú de Alejandro Toledo tiene hoy un récord envidiable para otros países latinoamericanos: varios años con una inflación anual menor del 1.5 %, 55 meses seguidos de superávit comercial (con un crecimiento de exportaciones del treinta por ciento anual) y más de dieciséis mil millones de dólares de reservas en las arcas del Banco Central. Por otro lado, el índice de pobreza en el último lustro no se ha reducido dramáticamente, pero sí ha bajado al menos un cinco por ciento, y el país vive hace varios años en un estado de calma, después del fin de la guerra de Sendero Luminoso. ¿Por qué entonces un candidato que predica un cambio drástico del sistema económico y político obtuvo la primera mayoría en las elecciones del domingo 9 de abril?

Ese candidato, el comandante Ollanta Humala (a quien su madre candorosamente confiesa haber adiestrado en el antiguo arte latinoamericano de dar golpes de Estado), apareció el domingo de las elecciones para dar un discurso conciliador. Era lo esperado. Unas horas antes, una multitud de espontáneos lo había abucheado en su centro de votación. Los gritos de los manifestantes (“asesino” y otros) repetían las numerosas (y al parecer justificadas) denuncias a Humala por las torturas y asesinatos que habría cometido a comienzos de los años noventa, mientras combatía a los terroristas en la zona selvática de Madre Mía. A esa denuncia se agregan hoy las investigaciones sobre las relaciones entre personas del entorno de Humala y allegados al siniestro asesor de Fujimori, el ex capitán Vladimiro Montesinos.

Humala no está solo. Cuando en las conversaciones limeñas alguien pregunta quién financia su campaña, hay siempre uno que responde: “Quien tú ya chávez”. El presidente venezolano ha apoyado en todo momento la candidatura del Comandante (como le gusta hacerse llamar a Humala), incluso hasta en su soporífero discurso del día mismo de la elección. Si Humala sale elegido presidente en la segunda vuelta de las elecciones peruanas, esto le permitiría a Chávez un eje de influencia en el que ya se ha reportado Evo Morales.

Pero para un treinta por ciento de los electores peruanos, sobre todo aquellos que viven en las provincias, nada de esto parece importar. Lo que estos electores han encontrado en el mensaje de Humala (quien ha denunciado los abusos de los poderosos y ha prometido revisar todos los contratos con las empresas transnacionales) es su promesa de una venganza. El combustible del voto de Humala ha sido el resentimiento (con frecuencia comprensible y justificado) de una parte de la población marginada. Dos anécdotas de estos días ilustran esta frustración. Una señora limeña que tiene a su cargo a un artesano ayacuchano le preguntó, hace poco, por qué iba a votar por Humala. El hombre le contestó sin dudarlo: “Porque vemos que Humala los aterra a ustedes, a los blancos, a los de la capital. Como vemos que ustedes le tienen tanto miedo, entonces vamos a votar por él.” Un votante de Humala lo explicó con un pesimismo suicida y apocalíptico: “Todos los gobiernos joden a los pobres, y Humala no es la excepción. Lo bueno para nosotros es que Humala también va a joder a los ricos.”

Estas historias expresan el problema de fondo de la sociedad peruana. Sus problemas no son los superficiales de manejo económico o político, sino los mucho más profundos de tipo cultural y social. Las brechas en una sociedad escindida, con profundas fracturas, hecha de trincheras desde las cuales el veneno del racismo y la discriminación brotan naturalmente, se han mostrado más que nunca en esta campaña electoral. La enorme votación de Humala en el mundo andino confirma la idea de que este electorado, con una cultura brutalmente segregada durante muchos siglos, piensa encontrar en él a una especie de ángel vengador. Ignoran que con él su destino sería probablemente mucho peor.

Es por eso que el radicalismo de Humala no sólo convoca a la rabia sino también al miedo. Un enorme porcentaje, de diferentes sectores sociales, se negó a votar por él justamente por temor a su radicalismo. Su mensaje suena no sólo violento sino primitivo (incluye la peregrina idea de instalar un “jurado moral” para los medios de comunicación y la intervención estatal en las empresas privadas, lo que obviamente ahuyentará la inversión). La mayoría de los antihumalistas (es decir, la mayor parte de la población) siente que tienen mucho que perder con la aparición del Comandante, cuyo ídolo es el dictador peruano Velasco Alvarado.

Al momento de escribir estas líneas, todo indica que Alan García disputará con él la segunda vuelta. En la campaña que se viene, García podría explotar fácilmente el miedo contra las confusas iras atávicas del Comandante. Dicho sea de paso, es una triste prueba de la fragilidad de la sociedad peruana que Alan García, autor del peor gobierno del siglo XX peruano, aparezca ahora como el único candidato demócrata capaz de contrarrestar el salto al vacío que supondría un gobierno humalista. Su obsesión es parecida a la de los maridos que vuelven a su casa con el rabo entre las piernas: lograr una segunda oportunidad. ~

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(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).


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