Estuve en Mallorca. Hace algunos años murió allí una tía abuela mía. Antes de partir le pregunté a mi madre por ella, pues ni siquiera estaba seguro de que siguiese con vida. Me confirmó que no. Al llegar busqué su nombre en el listín telefónico y aún aparecía. Llamé y atendió una mujer que dijo haberla acompañado en sus últimos años. Quedamos para almorzar.
Mallorca es un sitio con el que poseo una relación particular. La primera vez que lo visité tenía yo dieciocho años y marcó el fin de mi adolescencia. Mi padre se hallaba en misión en París y había pasado con él una temporada. Sobre el final del verano y antes de volver al invierno del sur, decidí hacer una escala en las islas para llevarme un poco del sol mediterráneo. Viajé en barco desde la península. Recuerdo un sol naranja asomando en el horizonte, velado por una capa de nubes no demasiado espesa, de modo que se lo podía mirar directamente. Recuerdo que una extraña sensación de calma me invadió al ver alejarse el puerto, como si el distanciarse de las cosas comenzara de pronto a ordenarlas. Recuerdo que llevaba los codos apoyados en la barandilla y que no supe cuándo fue que perdimos de vista la costa, y que en algún momento de las negras aguas comenzó a asomar ese sol anaranjado que tiñó de bronce el mar, y que entonces –por primera vez en mucho, mucho tiempo– me sentí bien.
La segunda vez llegué por avión. No tenía demasiados motivos para ir como no fuera la vaga promesa de regreso que me hiciera años antes. Le pedí a una amiga oriunda de la isla que me averiguara de algún hospedaje barato. A cambio ella me ofreció las llaves de una casa que su familia conservaba vacía en el casco histórico de Palma, una enorme casona de piedra llena de libros y de habitaciones que con el correr de los días comencé a descubrir. Un antiguo reloj de pie anunciaba las horas desde el recibidor, apoyado sobre el frío suelo ajedrezado de mármoles blancos y negros. Graves escudos castrenses de espadas cruzadas sobre terciopelo rojo decoraban sus paredes, como si el destino no hubiese querido descuidar ningún detalle que perturbara el ánimo en que debía encontrarme.
Efectivamente, la mujer había compartido con mi tía sus últimos años. A la muerte de su marido, mi tía había decidido pasar el tiempo que le quedaba en el sitio en que tan felices habían sido una vez que su situación se había decidido a mejorar. Él había sido escritor, y bastante bueno, según parece. Se llamaba Miguel Ángel y en 1967 había recibido el Premio Nobel de Literatura. No fueron pocas las ocasiones en que a partir de entonces se instalaron en la isla a pasar una temporada.
Sobre el final del almuerzo recibí dos noticias inquietantes. La primera era que dentro de tres días tendría lugar el aniversario de la muerte de Blanca –así se llamaba mi tía–. La segunda era que antes de morir, ésta le había dejado a la mujer en cuestión un disquete con sus memorias, las cuales ella nunca había enseñado a nadie. Por alguna razón yo le inspiré confianza y me las quiso regalar. Me comprometí a mirarlas y a comentarle lo que me parecían, y me comprometí también a asistir a la misa que tendría lugar en una capilla cercana. Según me dijo, todos aquellos que habían conocido a mi tía estarían encantados de contar conmigo.
Pasé los dos días siguientes montado en una moto. Dicen que la luz de octubre es la mejor para visitar la isla y supongo que es verdad. Tan violenta es la claridad del aire que se hace difícil distinguir la línea que separa el mar del cielo. Entusiasmado con la autonomía que me otorgaba mi nuevo vehículo decidí tomar el camino de la sierra. Era otoño, como dije. Subí en camiseta. El sol brillaba en lo alto pero yo no sabía que subía. A mitad de camino la montaña se hizo presente. En las laderas sombreadas el aire se volvió filoso.
Volví a mi residencia por la tarde del segundo día. El viaje había resultado agotador. Tomé una ducha y me preparé algo liviano de comer. Encendí mi ordenador y me puse a revisar los recuerdos de mi tía.
Eran pocos los que en rigor pertenecían a su propia vida. Se trataba más bien de los que guardaba de los años que pasó junto a Miguel Ángel. Es extraño de todas formas el efecto del paso del tiempo. Leer la niñez de esa mujer a la que conocí con más de setenta años –su juventud universitaria, sus viajes en barco a Europa, su boda con un capitán de navío, su divorcio y vuelta de romance con el médico de a bordo– le otorgaron a los hechos una perspectiva desconocida. Estaba también mi madre en aquellas páginas. Mi madre y los demás sobrinos, correteando por el parque de la casa de Shangri-la por la que yo mismo corretearía algunos años después, en un tiempo que hoy se me antoja lejano. La casa fue adquirida por Blanca para ellos, y allí pasaban con Miguel Ángel todo el tiempo que podían cuando estaban en la Argentina. Les gustaba referirse a ella como la república de los niños, y organizaban asambleas en las que eran los pequeños los que deliberaban acerca de las leyes que se promulgarían. Años antes, en Guatemala, y respondiendo al llamado del general De Gaulle, Miguel Ángel había fundado la embajada de la Francia libre.
El día de la misa me levanté temprano. Me dediqué a buscar un cinturón que ponerme –no había llevado ninguno– y a pasear por la ciudad. La mujer me dejó una camisa que había pertenecido a su marido, y de pronto tuve la impresión de que éramos muy pocos los vivos que intervendríamos en la ceremonia. Quizá era yo el único, pensé tiempo después. Quizá todos los otros habían estado de visita. El sermón no duró mucho. Yo apenas si le presté atención, enfrascado como estaba en la observación de todo aquello. Por el pasillo vi deambular en lenta procesión a todas esas personas que habían conocido a mi tía y que a mis ojos se aparecieron como figuras de otra época, fantasmas seguramente. Uno a uno se acercaron a saludarme respetuosos. Era el único familiar presente. En la cena que a continuación se llevó a cabo se me ocurrió comentar que yo también escribía. ¿No serás la reencarnación de Miguel Ángel? me soltó uno de ellos. A esa altura a mí ya no me costaba ningún trabajo imaginarme como la reencarnación de quien fuera. No, de Miguel Ángel no, me apresuré a corregir, de mi abuelo Juan en todo caso. Mi abuelo era periodista y murió antes de que yo naciera. Según mi madre a los dos nos habría encantado conocernos.
Entre los recuerdos de juventud que Miguel Ángel le contó a Blanca, París era siempre la gran protagonista. En un viaje que hizo desde Londres, se topó en la cartelera de la Sorbona con un cartel que anunciaba un curso sobre ciertos aspectos de la cultura maya. Sin saber el idioma y sin siquiera molestarse en averiguar los requisitos para la inscripción, decidió asistir. La sangre maya que corría por sus venas había labrado en su rostro los inconfundibles rasgos con que se le distinguía. Se sentó lo más atrás que pudo, intentando disimular su presencia. El profesor, sin embargo, lo observaba con insistencia. Miguel Ángel no sabía qué hacer. Era evidente que su condición de intruso le había delatado. Si se levantaba en ese momento no haría más que agravar la situación, pensaba. Decidió pues esperar a que la clase terminara para escabullirse entre la multitud. Apenas el profesor dio por cerrada la exposición, Miguel Ángel se abalanzó hacia la puerta. ¡Usted! gritó el catedrático al tiempo que le apuntaba con un dedo. Miguel Ángel se quedó helado. ¡Usted es un maya! agregó el otro emocionado, y lo invitó a cenar. Fue la primera de las muchas cenas que allí le ofrecerían.
Eran los años, según parece, en que París era una fiesta. André Breton acababa de dar a conocer su manifiesto y ninguna obra que se preciara podía prescindir de ser publicada allí. Así llegaban los latinoamericanos, fascinados de hallarse de pronto en el ombligo cultural del mundo y así los recibían los europeos, encantados de contar con ejemplares tan exóticos como este maya letrado que no sólo sabía escribir, sino que combinaba el buen hacer literario con historias heredadas de las del Popol-Vuh, la antigua biblia maya-quiché. Tardarían un tiempo en hallar un nombre para todo aquello: realismo mágico, le pusieron. Entre las cosas que hallé en las memorias de mi tía había un poema que Arturo Uslar-Pietri –compañero de andanzas de aquellos años juveniles– le había dedicado a Miguel Ángel en la hora de su muerte. Se llama “Ausencia de Asturias” y paso a transcribirlo con la esperanza de que resuma de alguna misteriosa manera las sensaciones que me atravesaron en aquel encuentro con mis muertos. El original, según leí, lo llevaba Blanca siempre consigo.
Recuerdas Miguel
cuando íbamos con Roviro Dorio,
Alclasán, Emulo Lipolidón y Pimalina,
a topar con monsieur Gide
y con monsieur Valéry,
oyendo sin oír sus tambores areitos
ecos de náhuatl,
quejidos de tortura,
cuentos de Popol-Vuh
y cantos de negros del Caribe
¿En busca de qué?
No sé Miguel Angel si lo
encontraste,
espero que no,
no era para encontrar que
habíamos partido
sino para la gran jornada
de lunas y soles sin término,
día a día
que pasa por tantos sitios
innominados
de nuestra alma,
en todos los lugares que tiene
y que no tiene
la tierra.
Estabas orgulloso, pero triste
y agobiado
de llevar encima sin tregua
aquella cabeza de guerrero maya
que iba a ser decapitada
mientras esperabas
en la noche irreconocible
del boulevard,
que apareciera el Gran Tapir del Alba.
Me faltas Miguel como una mano, como un ojo,
como los dos ojos de mirar en lo oscuro,
como la voz,
la voz del guía perdido
con el que íbamos a ciegas
en busca del mundo.
No me hago, Miguel,
a hallar la silla del café vacía
a no ver en el aire tu presencia,
a no oír nunca más el susurro
con el que podías nombrar todas las cosas
por primera vez…
No sé cómo ocurre todo. No sé cómo es que el destino nos coloca en los lugares en que nuestros caminos se encuentran con aquello que hemos sido. Hace algo más de un año me casé en Barcelona, y un grupo de amigos nos regaló a mi mujer y a mí un viaje a París. La última vez que había estado se correspondía con aquella que precedió a mi primer viaje a Mallorca. Al caer en la cuenta de ello recordé toda esta historia y el poema de Uslar-Pietri se me vino a la cabeza. Quizá todavía fuera posible encontrarlos vagando por el bulevar, pensé, a miles de kilómetros de su tierra y con todo el tiempo del mundo por delante. Decidí que lo más correcto era hacerle llegar a Asturias el poema que su amigo no había alcanzado a leerle.
Lo imprimí, lo plastifiqué y lo perforé en una esquina. Tomé un trozo de hilo de cobre y partí hacia el cementerio de Père Lachaise, en donde los restos de Asturias se hallan enterrados. Casi al final de una de las curvas que trepa la colina puede verse la silueta de un monolito maya. Ayudados por el mapa habíamos llegado hasta ahí, pero una vez ver aquello ya no hubo ninguna duda. Me senté sobre el sepulcro y le leí el poema. Una sensación de vértigo me invadió al hacerlo, como si alguien me estuviera tirando de los pies, como si mis pies se hallasen demasiado adheridos a la tierra. Al terminar tomé el hilo de cobre y aseguré la hoja al monolito. Recuerdo que había flores frescas. Si hubiera llegado un momento antes tal vez me hubiera encontrado con la persona que las llevó y esta historia entonces se habría perpetuado. A cambio de eso nos sentamos mi mujer y yo a mirar la tumba. Pasaron dos o tres personas que se detuvieron a observarla. Un hombre de edad imprecisa y vestido con harapos se apareció de entre los árboles para contarme en una mezcla de español, inglés y francés, la vida y obra de Asturias. Me dijo que era el único premio Nobel allí enterrado, que había nacido en Guatemala, que su apellido era Asturias, que no lo olvidara. Lo repitió tres veces para que lo retuviera. Sólo entonces se fue. Al rato apareció una mujer acompañada de un chico algo más joven. Se entendían en castellano. Se detuvieron frente a la tumba y ella se dedicó a mirar la hoja que contenía el poema. Recuerdo lo nervioso que me puse mientras lo leía, como si se tratara de la primera persona que posaba sus ojos sobre un texto muy personal que yo mismo hubiese escrito. No pasó demasiado tiempo antes de que la mujer soltara una lágrima. ¿Qué pasa? le preguntó su acompañante. Nada, dijo ella mientras se secaba el bordillo del ojo, y ambos se alejaron.
Llovió bastante por esos días. Al alejarse aquellos dos el cielo comenzó a ennegrecerse y yo pensé que allí había pasado algo. Ese poema que, hasta donde sé, sólo existía por entonces en las memorias de mi tía, había cobrado vida y se había inmiscuido en el mundo, para entrar a interactuar con el resto de los elementos que lo constituían. Una mujer lo había leído, más no hacía falta. No llevábamos paraguas mi mujer y yo, con lo que decidimos intentar ponernos a salvo antes de que la lluvia arreciara. Apenas si nos dio tiempo a alcanzar un bar cercano cuando se dejó caer como si fuese la última. El día se ensombreció al punto de que obligó a que se encendieran las luces de la calle. Antes de dejar el cementerio, sin embargo, ocurrió algo que no sé si sabré explicar. Era como si todos estuviesen allí, como si nunca se hubiesen ido. Sobre cada una de las tumbas se los podía ver sentados. Había una pareja cogida de la mano, un hombre que disimulaba estoicamente su tedio, una joven que suspiraba con los dedos entrelazados alrededor de las rodillas, un grupo de señoras conversando a las puertas de un mausoleo. Apoyado sobre una lápida descuidada y polvorienta, un joven de sonrisa socarrona nos saludó. ¿Vos también los ves? le pregunté a mi mujer sin inquietud ninguna. Ella se llevó un dedo a los labios como pidiéndome silencio, asintió con la cabeza, y seguimos caminando. ~
es escritor. En 2020 publicó Ser rojo (Literatura Random House).