En el mundo de la cristiandad, la presencia de la mujer, quiero decir, de la Virgen, se puede encontrar principalmente en dos textos religiosos: el Magnificat y el Stabat Mater. El primero es un texto bíblico que narra la anunciación del nacimiento de Cristo; el Stabat nos presenta la imagen de María al pie de la cruz de la que pende su hijo.
Desde el final de la Edad Media hasta nuestros días, ambos textos han despertado y estimulado la imaginación, la fantasía, de compositores de las más diversas y, en no pocas ocasiones, opuestas tendencias y estéticas. Mencionemos los Magnificat del canto gregoriano y de Monteverdi, de Guillaume Dufay y Bach, de Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria, de Cristóbal de Morales y Pachelbel; y los Stabat Mater de John Browne (autor del primer Stabat Mater polifónico en la segunda mitad del siglo XV) y Poulenc, de Palestrina y Haydn, de Vivaldi y Dvorák, de Schubert y Szymanowski, de Josquin Desprez y Penderecki, de Pergolesi y Rossini, y de Boccherini, Verdi y Arvo Pärt, para darnos cuenta de la asombrosa pluralidad y multiplicidad de voces que han cantado y glorificado estos dos géneros musicales de la liturgia católica.
El Stabat Mater forma parte de las Estaciones de la Cruz, la doceava muestra a Jesús en la cruz con María y Juan a sus pies. La escena ha sido representada de manera continua a lo largo de la historia de la Iglesia, esto es, a lo largo de la historia de Occidente, por eminentes (y, a veces, no tan eminentes) artistas.
Algunos estudiosos señalan a Jacopone da Todi (siglo XIII) como el autor del texto, otros lo atribuyen al papa Inocencio III (siglo XIII). Recientes investigaciones se inclinan por éste último. El texto completo consta de veinte tercetos, agrupados en diez sextillas. Los dos primeros versos de cada terceto son octosílabos, y el tercero es heptasílabo. Las rimas, siempre consonantes, de cada sextilla se presentan así: a-a-b-c-c-b. Hay una traducción rimada de Lope de Vega de los diez primeros tercetos, en versos octosílabos y rimas consonantes, recogida en sus Rimas sacras. He aquí el texto original y la versión de Lope de Vega de los dos primeros tercetos:
Stabat Mater dolorosa, La Madre piadosa estaba
Juxta crucem lacrimosa, junto a la cruz y lloraba
dum pendebat Filius. mientras el hijo pendía.
Cujus animan gementem, Cuya alma triste y llorosa,
contristatam et dolentem, traspasada y dolorosa,
pertransivit gladius. fiero cuchillo tenía.
Desde el punto de vista compositivo, el Stabat es un claro ejemplo de la fina y aguda tensión que hay en la música religiosa entre el mensaje propiamente religioso y la expresión artística. El mismísimo San Agustín no está del todo seguro de que el alma, al oír un coral, sea confortada por la fe o por la belleza del sonido. En ocasiones, la tensión se resuelve por la primacía del texto, en otras, por la música.
Pero pisamos aquí un terreno poco firme: el de la relación entre la palabra y el sonido, entre el texto y la música. Me parece que esta relación no se establece por medio de “reglas” o “normas” previamente establecidas y acordadas, sino a través de un diálogo inteligente e imaginativo entre estas dos disciplinas, diálogo que ha sido “resuelto” de las más diversas maneras. La variedad de “soluciones” nos lleva a concluir que esta relación pertenece más al mundo de los sueños y de la fantasía, y que se trata, en última instancia, de un diálogo en el que la poesía y la música, la palabra y el sonido, exploran sus mutuos misterios. Su encuentro configura, además, un nuevo espacio musical, traza un territorio hasta ese momento no escuchado, cuya exacta localización y definición precisa el auxilio de los versos de José Gorostiza: “no es agua ni arena / la orilla del mar”.
El Stabat Mater es una de las cinco secuencias aceptadas por la liturgia católica (las otras cuatro son: Victimae paschalis laudes, Veni Sancte Spiritus, Lauda Sion y Dies irae). Sin embargo, no siempre fue así. El Concilio de Trento (1545-1563) prohibió su uso, básicamente, por dos razones: en primer lugar el texto no estaba tomado de la Biblia y, por otra parte, las obras de los compositores del Renacimiento mostraban una polifonía compleja e intrincada, la cual ciertamente dificultaba la inteligibilidad y comprensión del texto, algo que la Iglesia en ese momento no estaba dispuesta a tolerar.
Cerca de ciento cincuenta años después, en 1727, gracias a la iniciativa del papa Benedicto XIII, el Stabat Mater volvió a formar parte de la liturgia como la quinta secuencia del Misal. Se canta cada 15 de septiembre, de acuerdo con el Calendario Dominicano, como parte de los Siete Dolores de la Santísima Virgen.
He dicho que se canta, pero esto es sólo un decir en una época como la nuestra en la que impera un gusto musical chabacano y superficial, del que la Iglesia hace gala. Dígalo si no la presencia en un recinto, en un espacio sagrado (el templo), de las insoportables estudiantinas y de los escandalosos mariachis, para no hablar de los “espontáneos” que a la menor provocación tañen una guitarra para cantar (es un decir) un alegre y movido Alleluia, un sentido Offertorium, un pudoroso Introitus o un bullanguero Sanctus, las cuatro “piezas” con bonitas melodías de su propia inspiración. Con música como ésta hasta el más pintado pierde su religiosidad (y su dignidad). A mí no me cabe la menor duda de que durante el tiempo que suena esta música, Dios, con todo y su séquito, se sale de ahí.
Pero a pesar de esta suerte de “oscurantismo auditivo”, perpetrado por una institución sorda (a ver si el otro Benedicto, el XVI, nos hace el milagrito de curar su sordera), ha habido, y sigue habiendo, para fortuna nuestra (eso quieropensar), una minoría de compositores y de intérpretes que honra y frecuenta tanto el Stabat Mater como una de las grandes formas musicales de la liturgia católica. –