Charles Fourier (1772-1837) II

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II. Del Edén a la Armonía
Una de las mayores dificultades para hacer una síntesis del frondoso pensamiento de Fourier es su pasión —puede llamársele locura— clasificatoria, en la que a las palabras él suele imponerles significados distintos del usual. Así, en el vocabulario de Fourier, Civilización no debe entenderse por lo que el común de los mortales supone por tal, sino más bien como sinónimo de barbarie, de todo lo que anda mal en la vida presente. Según él, la humanidad pasaría por ocho fases o estados antes de alcanzar la felicidad: Edén, Salvajismo, Patriarcado, Barbarie, Civilización (el estado actual), y avanzaría hacia el Garantismo, la Asociación simple y la Asociación compuesta o Armonía, en la que los seres humanos habrían erradicado por fin las injusticias, el sufrimiento, y alcanzado, todos, la particular forma de dicha a la que aspiraban. La Armonía sería, pues, el fin de la Historia. Del Edén a la Civilización todas aquellas edades tienen como denominador común la perfidia, la injusticia, la coacción, la indigencia, las revoluciones, la enfermedad y las debilidades corporales. Con el Garantismo comenzará el verdadero progreso —material, moral y amoroso— que culminará en la Armonía.
     El derecho al trabajo, que Fourier defiende, y que en Armonía se hará realidad, no significa, únicamente, el derecho a un empleo remunerado que permita al ciudadano vivir con decoro. Significa tener un trabajo atrayente, el que se hace por vocación y placer antes que por obligación. En Armonía, habrá desaparecido el trabajo repugnante, que practica la mayor parte de las gentes en esta etapa de Civilización. Y a ello se debe que haya tanta amargura e infelicidad en el mundo actual.
     El estudio de las pasiones constituye el conocimiento clave para reestructurar esta sociedad mal hecha, de modo que la felicidad sea posible y se ponga al alcance de todos. Para Fourier, el gran error histórico de la humanidad ha sido querer reformar la “inmutable naturaleza” del hombre. Él propone, más bien, adaptar el sistema social a esa “naturaleza” —la condición humana— para que hombres y mujeres sean libres y felices, y puedan vivir sin renunciar a sus pasiones. Éstas son lícitas por el mero hecho de existir; si no lo fueran, Dios no habría creado al hombre tal como es. No es al ser humano al que hay que reformar, sino a una sociedad que, diseñada de tal modo que resulta inevitable en ella la represión, condena a hombres y mujeres a sufrir. ¿Significa esto que no hay pasiones ilícitas, peligrosas, antisociales? Fourier, optimista irreductible, cree que no, que todas las pasiones son o pueden volverse positivas, dentro de una sociedad flexible y funcional. En ésta, por ejemplo, los seres humanos predispuestos al crimen, atraídos por la sangre, por el uso del cuchillo, podrán tornarse inofensivos y útiles si la sociedad los orienta hacia actividades en las que, a la vez que aplacan su sed de sangre, prestan un servicio público. Por ejemplo, pueden ser matarifes en los camales, dedicados a beneficiar las reses, las ovejas, los cerdos, etcétera, con que se alimenta la comunidad. ¿No aman los niños jugar con barro y ensuciarse? Pues, ocupándose de recoger las basuras de los falansterios, se divertirán a la vez que contribuyan al aseo de la ciudad.
     Como hay ciertos trabajos cuyo ejercicio en sí mismo constituye un placer, en Armonía estos quehaceres serán pagados menos bien que aquellos en los que la diversión o el placer son mínimos o nulos. Así, en Armonía un albañil ganará más que un médico o un arquitecto, y un panadero o un afilador mucho más que un músico o un astrónomo. Y como una de las razones por las que los seres humanos encuentran el trabajo repugnante es la rutina, el estar uncidos al mismo quehacer toda una vida, en el falansterio los trabajos serán rotativos de manera que nunca resulten aburridos. Los grupos de trabajo se desharán y reconstituirán, con miembros distintos, cada dos horas, y emprenderán cada vez tareas diferentes, de modo que los individuos no se sientan máquinas. Un mismo ciudadano será, pues, en el falansterio, maestro, jardinero, cantor, veterinario, hojalatero, etcétera. Cuando todos los ciudadanos encuentren atractivo el trabajo que hacen, una de las mayores causas de la desdicha humana habrá sido suprimida. A Fourier le importaba más la felicidad que la justicia y por eso nos parece más humano que la mayoría de los ideólogos y utopistas: “Dios quiere guiarnos mediante el placer y no a través de las privaciones. Siguiendo los caminos del lujo y de la voluptuosidad, descubriremos los profundos designios de Dios sobre la Armonía social” (Obras completas, I: 44).
     Fourier creía en la igualdad de derechos y oportunidades para todos los seres humanos, pero no era igualitarista en lo que concierne a los ingresos y a las rentas, porque intuía que este género de igualdad “comunista” —la que proponía el utopista icariano Étienne Cabet y que propondría la utopía marxista a partir de 1848— sólo se podía obtener mediante un sistema represivo, aboliendo la libertad. El mundo de la Armonía admitirá las desigualdades económicas, siempre que no tuvieran como origen la explotación del prójimo y resultaran del esfuerzo y el talento individual. En Armonía, esa pacífica asociación de infinitos falansterios, la forma primordial de creación de la riqueza será la agricultura; luego, la seguiría la industria manufacturera, en tanto que el comercio, si no desaparecía, quedaba reducido a su mínima expresión. Las actividades productivas prevalecerían de manera absoluta sobre las especulativas. En Armonía la riqueza se distribuiría de este modo: el capital recibiría los 4/12, el trabajo 5/12 y el talento los 3/12 restantes. En algunos casos especiales los porcentajes del trabajo y el talento aumentarían a seis doceavos y a dos doceavos, respectivamente.
     Fourier distinguía el falansterio —la asociación— de la comuna igualitarista por un prurito que guía todas sus propuestas sociales: no permitir que el colectivismo arrase con la soberanía individual. Digamos, por lo demás, que no siempre consigue este loable propósito. Para respetar la humana desigualdad, por ejemplo, estableció que en los comedores de los falansterios se ofrecerían mesas con tres precios o menús diferentes, de modo que los falansterianos tendrían un margen de elección que les permitiera ejercer su libertad.
     No se trataba de igualar autoritariamente la sociedad, decía, sino de reducir los esfuerzos inútiles, de modo que esa energía ahorrada se empleara a fondo en la lucha contra la pobreza, una lucha que, Fourier lo entendía muy bien, debía consistir sobre todo en crear más riqueza y no en redistribuir la ya existente. Él hacía este cálculo: en Francia hay entre seis y siete millones de hogares solitarios. En Armonía, una Francia rediseñada por los falansterios, aquéllos se convertirían en dieciocho o veinte mil “hogares combinados”, lo que significa que el trabajo doméstico se reduciría de seis a uno por lo menos: un millón de personas harían el trabajo que hacen ahora seis millones. A lo cual habría que añadir el “empleo útil de la infancia”, lo que ahorraría todavía mucho más los esfuerzos de los adultos en las cocinas y en la recolección de las basuras.
     Para que la sociedad aproveche a la infancia, es prioritario que ella imparta una educación inteligente y creativa a las nuevas generaciones, no tratando de forzar el carácter o la naturaleza a fin de que los niños encajen en una horma preestablecida, sino con el fin de descubrir precozmente en cada infante su orientación pasional para poder orientarla en beneficio de la comunidad. En Armonía, los niños son educados desde los tres años por la sociedad a fin de que la industria pueda servirse de sus tendencias naturales. Desde esta tierna edad, los niños serán agrupados en dos asociaciones que responden a estos nombres: las pequeñas hordas y las pequeñas bandas. Están en las “hordas” los niños indóciles, rebeldes, traviesos, feroces y materialistas (atraídos por el barro y la suciedad). Los de las “bandas”, en cambio, se caracterizan por ser dóciles, delicados, amantes de los disfraces y los adornos y con inquietud espiritual. Esta precoz división permitirá que desde esa tierna edad las “pequeñas hordas” ayuden en los falansterios en tareas de baja policía y actividades de servicio público que exijan cierto riesgo e inversión de fuerzas y resistencia física, en tanto que las “pequeñas bandas” se ocuparán de la decoración, de los vestuarios, de cuidar animales difíciles, de la policía del reino vegetal, e, incluso, de censurar las palabrotas y las vulgaridades en el habla común.
     Ésta es una clasificación de la infancia apenas esbozada y corresponde a los niños entre tres y cuatro años y medio, los que, en la nomenclatura de la puericia de Fourier, son llamados “lactantes” y “chupones”. Pero aquella clasificación se prolonga hasta la adolescencia, con actividades y quehaceres correspondientes a cada una de las etapas que va recorriendo el ser humano: querubines, bambinos, serafines, liceanos, gimnacianos y jovenzuelos.

     Aquí entramos de lleno en aquella pasión divisionista y clasificatoria que hacía despegar el pensamiento de Fourier hacia la pura fantasía, para no hablar de delirio y enajenación. Como cuando, explicando los beneficios que traerá a la humanidad ahorrar esfuerzos inútiles gracias a la reorganización de la sociedad en la Armonía, vaticina que “el orden combinado emprenderá la conquista del gran desierto del Sáhara; se lo atacará por diversos puntos por diez y veinte millones de brazos si es necesario, y a fuerza de remover tierras y plantas y sembrar bosques de tanto en tanto se logrará humedecer la región, fijar las arenas y reemplazar el desierto por regiones fecundas” (citado por D. Guerin, pág. 22).
     Lo que más sorprende en el pensamiento utópico de Fourier es que en él se hallan inextricablemente unidos el realismo más lúcido, la más certera observación de la realidad humana, y la más desalada fantasía, un alejarse de lo concreto para erigir barrocas extravagancias a las que presenta con la seriedad y resolución de irrefutables evidencias científicas.
     De un lado, curiosamente, Charles Fourier está muy cerca de Adam Smith, ya que, como el gran pensador escocés, propone un sistema en el que, favoreciendo su propio interés, la acción del individuo favorezca el de todos. Pero, a diferencia de Adam Smith, no es el interés económico sino “el pasional” el que mueve al individuo de Fourier. Véase esta afirmación, por ejemplo, que hubiera aprobado el autor de la Teoría de los sentimientos morales: en Armonía “la codicia, hoy viciosa, se volverá una fuente de virtudes, porque ella sólo podrá satisfacerse con el empleo de virtudes sociales, justicia y verdad” (citado por Pellarin, pág. 270).

III. Las pasiones y el sexo
Según Fourier las pasiones no deben ser reprimidas como opuestas a la razón, sino aceptadas como un ingrediente central de lo humano, que sólo alcanzará su plenitud cuando la vida se reconcilie con ellas y la sociedad se ponga a su servicio: así ocurriría en el estado de Armonía. Doce pasiones dominan al ser humano: cinco sensuales, cuatro afectivas y tres mecanizadoras o distributivas. Las sensuales son: la vista, el oído, el gusto, el tacto y el olfato. Las afectivas: la amistad, la ambición, el amor y el “familismo” o pasión de la familia. Las distributivas son: la cabalista o pasión de la intriga, el mariposeo o la pasión de cambiar y la “compuesta” (composite) o necesidad de gozar a la vez de una pasión de los sentidos y otra del alma, lo cual provoca en quienes la viven el entusiasmo.
     Este cuadro de las pasiones admite múltiples combinaciones, según las personas muestren distintos grados de proclividad por unas y otras, y distintos niveles de entrega a cada una de ellas. Lo importante, según Fourier, es que estas pasiones, en sus múltiples combinaciones, a la vez que expresan la inmensa variedad humana, tienden a establecer un denominador común, que él llama el “uniteísmo” o unidad de acción de la vida. Una de sus afirmaciones más audaces es que, mientras más libremente puedan manifestarse las pasiones de sus ciudadanos, los pueblos progresan más: “La experiencia nos demuestra que el carácter de los pueblos mejora en razón del desarrollo de sus pasiones. Tomemos el amor, por ejemplo. Las mejores naciones en todo género de asuntos son aquellas donde es más libre el amor…” (antología de D. Guerin, pág. 200).
     En materia amorosa, en consecuencia, Fourier predica la libertad más extrema. A su juicio, la nefasta Civilización regula la relación amorosa “de manera que ha provocado la falsedad universal, estimulando la hipocresía en uno y otro sexo, una rebelión secreta contra las leyes. Como el amor no tiene otra vía de encontrar satisfacción, se vuelve un conspirador permanente, que trabaja sin tregua en desorganizar la sociedad” (Théorie de l’Unité Universelle, t. IV, pág. 211).
     El matrimonio es el gran enemigo de la libertad, la institución que fomenta la mentira y la hipocresía en las relaciones humanas y por lo tanto en Armonía desaparecerá y será reemplazada por amoríos libres, donde hombres y mujeres tendrán idénticos derechos, y que podrán deshacerse o rehacerse con la más expeditiva facilidad. Fourier veía en el matrimonio una de las mayores fuentes del desorden social y de la desdicha humana. Y, por eso, estaba también contra el divorcio, que, a su juicio, contribuía a perpetuar el matrimonio como institución, algo que él no quería flexibilizar sino abolir.
     Con la desaparición del matrimonio desaparecería el adulterio —los cuernos—, asunto que Fourier estudió con la paciencia y perseverancia de un entomólogo, escribiendo al respecto unos de los textos más involuntariamente divertidos de su vasta obra: la Hiérarchie du cocuage o Jerarquía de los Cuernos (publicado por primera vez por René Maublauc en París, Éditions du Siècle, 1924). En este estudio, determina que el adulterio puede ser dividido en nueve grados y 72 especies diferentes sólo en lo relativo al adulterio masculino; si se sumaran las variedades femeninas habría 144 especies de cornudos y cornudas en las que todos los seres humanos podrían identificar el tipo de adulterio que practican o del que son víctimas. En su tratado, Fourier sólo llegó a describir unos ochenta tipos de cornudos que comienzan con el “cornudo en la hierba” (Cocu en herbe) y terminan con el “cornudo sedicioso”.
     Fourier sostenía que “todo el mundo tiene razón en sus manías amorosas porque el amor es esencialmente la pasión de la sinrazón”. Por lo tanto “toda fantasía es buena en materia de amor” a condición de que “no sean dañinas o vejatorias para el prójimo” pues todas “tienen un empleo precioso en el estado societario, donde se vuelven útiles”. La composición de los falansterios reflejaría la gran diversidad de manías o vocaciones en materia amorosa y permitiría que cada cual pudiera, uniéndose en asociación con hombres y mujeres de vocación sexual afín, sentirse absolutamente normal dentro de la sociedad. Este sistema acabaría con los prejuicios y la discriminación en materia sexual característica de la Civilización. En vez de ser perseguidos, en Armonía los “gustos minoritarios” serían alentados. Fourier, por ejemplo, confesó que él tenía inclinaciones por los “amores sáficos” y que sus cálculos matemáticos le habían permitido descubrir que en el mundo tenía veintiséis mil colegas, con los que, en Armonía, podría formar una corporación cuyo denominador común sería el entusiasmo compartido por los espectáculos del amor entre lesbianas. (Aquí rozamos esa dimensión fabuladora de Fourier, que él creía científica y presentaba como axiomática. En su Théorie de l’Unité Universelle, por ejemplo, resume su tesis de la transmigración y de la “inmortalidad bicompuesta” de este modo: “Según este cuadro, nuestras almas, al fin de la carrera planetaria, habrían alternado unas 810 veces de uno a otro mundo, en ida y vuelta, emigrando e inmigrando; y tenido un total de 1,620 existencias, de las cuales 810 intramundanas y 810 extramundanas; existencias de las que hay que reducir el número a la mitad, porque durante los 72,000 años de Armonía, el tramo de la vida es más que doble en uno u otro mundo. Pero poco importa el número de migraciones, puesto que se trata, en último análisis, de 81,000 años, de los cuales las almas pasarán 2/5 en otro mundo y 3/5 en éste”.)
     El enjambre de falansterios reflejaría el archipiélago de predisposiciones sexuales diversas. En ellos habría quienes optarían por la castidad total o por integrar los cuerpos de “jóvenes vírgenes” (vestales y vesteles) o de demoiselles (damiselas) que harían el amor con los “menestreles”, o de otras asociaciones con un orden de libertad sexual creciente: odaliscas, faquiresas, bacantes, bayaderas, etcétera. Habría también los practicantes del amor caritativo, quienes, por vocación y libre elección, harían gozar a quienes, por viejos o enfermos, estaban condenados, en contra de sus deseos, al ayuno sexual. La pertenencia a estos cuerpos o asociaciones sería absolutamente libre y las personas podrían entrar o salir de ellos cuando quisieran, sin que se ejerciera sobre ellas la menor coacción.
     Fourier proponía la orgie noble, las uniones sexuales colectivas donde, de algún modo, se practicaría una forma de democracia erótica, ya que, en estos acoplamientos colectivos, las mujeres y los hombres con desventajas —por la edad o su escasa apostura… tendrían también oportunidad de alcanzar el placer.
     Se comprende que estas ideas, increíblemente osadas para la época, crearon múltiples dificultades a los discípulos de Fourier, entre ellos Victor Considérant, quien heredó sus manuscritos y fue el encargado de publicarlos. Los ataques que estas ideas merecieron lo llevaron a atenuar o dejar inéditas muchas páginas que sólo mucho más tarde verían la luz. Las críticas no sólo procedían del establishment, sino a veces de los medios anarquistas y socialistas. Proudhon, por ejemplo, que era un puritano, acusó a Fourier —al que llamó “borrachín y pornócrata”— en su Avertissement aux propietaires (1842) de “santificar las conjunciones unisexuales” y amenazó con denunciar ante los tribunales a esos “pederastas” de la escuela falansteriana.
     Pese a que en sus últimos años, pasados en París, Fourier alcanzó cierta popularidad, y a que sus discípulos sacaron un periódico, La Phalange, y realizaron numerosas actividades —entre ellas, el intento de fundación de un falansterio de prueba en Condé-sur-Vesgre, a lo que Fourier se opuso—, continuó siendo un solitario y un marginal hasta el fin de sus días. Murió el 11 de octubre de 1837, en el cuartito lleno de maceteros y de flores que cuidaba devotamente. Su portera lo encontró, embutido en su levita, de rodillas y apoyado en el borde de la cama, con un rictus que apenas deformaba su apacible cara. ~

     — Lima, noviembre de 2002

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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.


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