Sobre el arte de la novela (respuesta a Félix de Azúa)

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Querido Félix: confieso que, si fueran las doce de la noche y estuviéramos delante de una copa, trataría como pudiera de refutar los argumentos que expones en tu amabilísima "Carta a Javier Cercas" (Letras Libres, n0 8, mayo 2002), aunque comulgara con ellos, sólo por el placer de seguir disfrutando de tu conversación y tu compañía; pero, como ni es de noche ni estamos ante una copa, voy a tratar de hacerlo por un motivo que espero que no consideres menos justificado: porque discrepo de ellos.
Permíteme que deje ahora de lado tus consideraciones sobre lo que has llamado "el acabamiento del Arte" —que están vinculadas pero quizá puedan deslindarse del asunto central— y tus delirios de generosidad al arrimarme a Vargas Llosa y Coetzee —dos novelistas en comparación con los cuales no soy evidentemente más que un párvulo—, y que vaya en seguida al núcleo de la cuestión. Afirmas que te sigue pareciendo útil "distinguir entre el narrador de historias y el artista de la narración", porque "algún distingo debemos hacer entre aquellos escritores que ponen su habilidad al servicio de una historia, unos personajes, una intriga y una representación verosímil, y aquellos otros que sitúan en primer término la materia misma de la que están hechos los sueños, y sólo después todo lo demás". Si te entiendo bien, esa distinción vendría a ser la que podríamos hacer entre la novela como historia y la novela como discurso —por usar los términos de Benveniste— o entre la novela referencial y la novela autorreferencial —por usar los términos de Rifaterre—. Pues bien, debo reconocer que la distinción no me parece ni exacta ni útil, o sólo me lo parecería en una clase de primero de filología, pero no en una de cuarto; mucho menos, en una discusión que pretenda de verdad aclarar algo. Porque, a mi juicio, toda historia es discurso, en la medida en que no puede emanciparse (o al menos no puede hacerlo sin pérdida esencial) de las palabras que la constituyen: toda paráfrasis de una historia digna de tal nombre es ya otra historia. Esto vale incluso para la más simple de ellas: "¿No nadas nada?", dice alguien en un chiste del que no es posible quitar ni un signo de puntuación sin que pierda toda su gracia. "No: es que no traje traje", contesta el otro. Pero todavía vale más para las historias más ambiciosas: nadie puede contar con toda la infinita variedad de las implicaciones de Guerra y paz o Madame Bovary sin reproducir todas y cada una de las palabras que integran esas novelas, porque toda novela es forma, palabras: porque de algún modo en toda novela la forma es el fondo. O dicho de otro modo, toda novela valiosa es al mismo tiempo autorreferencial y referencial: es autorreferencial porque alude a sí misma, llama la atención sobre la forma en que sus materiales han sido dispuestos, sobre las palabras que la componen y la tradición en la que se inscribe y que confluye en ella; pero toda novela es igualmente referencial, porque el lenguaje también lo es: la prueba es que nadie puede leer la palabra "casa" sin que de inmediato acuda a su mente la imagen de una casa, que es la imagen a la que esa palabra refiere. En una de tus columnas de El País, aludiendo al magnífico libro de Manganelli que propones como modelo de novela autorreferencial, afirmas que en él "no hay nada de nada, excepto arte lingüístico"; discrepo otra vez: yo creo que en ninguna novela digna de tal nombre hay nada de nada, excepto arte lingüístico, pero también que al mismo tiempo, paradójicamente, en todas ellas (incluida por supuesto la de Manganelli), siempre hay mucho más: está la realidad de las pasiones, las perplejidades, los deseos y las derrotas, esas "eternas verdades del alma" de que hablaba Faulkner y en que consiste nuestra vida, y a las que el arte no puede ser ajeno sin ser inane. Por lo demás, es evidente a mi modo de ver que el hecho de que la glosa de un libro resulte o no interesante —lo que, según tu punto de vista, es la piedra de toque que determina si un libro es obra de un artista o lo es de un mero narrador— no depende tanto del libro, sino de la glosa y de quién glose: una mala glosa de Madame Bovary puede ser de lo más disuasorio para cualquier lector, pero un librero me contó que, dos días después de que apareciera en el periódico la tuya de Manganelli, había agotado los ejemplares que tenía de La ciénaga definitiva.
     Tal vez debiera concluir aquí esta carta, querido Félix, pero me resisto a hacerlo sin decirte que me ha parecido adivinar entre líneas, en tu carta y en alguna conversación contigo, dos arraigadísimas desconfianzas: una en cierto modo justificada y la otra no; una muy antigua y la otra muy reciente. La primera es una desconfianza respecto de la novela como género, derivada del hecho inapelable de que se trata de un género novísimo, con apenas doscientos años de historia, el cual, a diferencia de la poesía o el teatro, carece de un lugar entre los géneros clásicos y es, por tanto, un género bastardo, plebeyo, degenerado. Por si acaso diré que con estos tres últimos adjetivos no pretendo denigrar la novela: sólo pretendo definirla; es más —y aquí es donde volvemos a discrepar, o eso sospecho—: ese carácter bastardo, plebeyo y degenerado es a mi juicio, precisamente, la gran virtud del género, lo que le permite ser casi infinitamente maleable y, en gran parte, explica una vitalidad de la que ahora mismo quién sabe si carecen los géneros clásicos. Pero más vale no entrar en este asunto, que sin duda guarda una relación directa con "el acabamiento del Arte" y que tendría que ser objeto de otra carta. Así que paso a la segunda desconfianza. Que está, a mi modo de ver, del todo injustificada: es la que se refiere a la novela, digámoslo así, con argumento, o con trama. Este recelo, como te decía, es más reciente: como mucho me atrevo a remontarlo a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los Goncourt —en Francia y por supuesto en serio— o Stevenson —en Inglaterra y por supuesto en broma— coincidían en detectar lectores que admiraban las novelas sin trama; pero la desconfianza se consolida en los años veinte —justo cuando la novela está adquiriendo un estatus teórico equiparable a los demás géneros clásicos—, y llega quizá a su culminación cuando los nouveaux romanciers, después de leer de la forma menos sensata posible aquella célebre carta de Flaubert en la que le confiaba a Louise Colet su sueño de escribir "un livre sur rien", escribían cosas como ésta que escribió Natalie Sarraute: "Libros sobre nada, casi sin tema, liberados de personajes, de intrigas, y de todos los viejos accesorios, reducidos a un puro movimiento que los emparienta con el arte abstracto." Como ya te expliqué antes, yo no creo que pueda escribirse un libro sobre nada —y mucho menos lo creía Flaubert—, un libro puramente abstracto o autorreferencial; y, si pudiera escribirse, sería sin duda el libro más tedioso e indigente posible. No digo que el prejuicio contra la trama no esté en parte justificado, puesto que la trama no es lo esencial de una novela, como imagina el lector sólo ocupado en averiguar qué es lo que pasará a continuación; digo que ese prejuicio es en última instancia banal. Yo no creo que el arte de escribir novelas consista únicamente en contar bien una historia, en organizar bien una trama o un argumento; el novelista puede e incluso debe hacer muchas otras cosas, pero ésa es a menudo una de las cosas de importancia que puede e incluso debe hacer. La trama es un elemento más de una novela: el novelista puede elegir potenciarla o atrofiarla, pero su presencia o su ausencia no son en exclusiva —no pueden serlo— definitorias del valor de un libro, porque una novela no es mejor cuanto más insustancial sea su argumento. De lo contrario nos veríamos obligados a sostener que las novelas de la señora Sarraute son superiores a las de —digamos— Stendhal, Dickens, Balzac, Tolstoi o Kafka, que fue por cierto un portentoso constructor de tramas. Y en ese caso, y a menos que fuera muy de madrugada y hubiéramos trasegado demasiadas copas, estoy seguro de que nos pondríamos de inmediato de acuerdo. Un abrazo: Javier Cercas. ~

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