EL RUIDO Y LA FURIAMargaret A. Salinger, El guardián de los sueños, Debate, Madrid, 2002, 442 pp.
Un fantasma recorre la literatura estadounidense: el fantasma de J. D. Salinger. Ningún otro autor despierta tanto entusiasmo y un culto tan extendido: Salinger es el gurú de una amplia tribu de lectores. Los adolescentes devoran sus libros, los adultos releen complacidos sus páginas, los críticos literarios reconocen el valor de una obra pequeña e intachable. Pero casi nadie conoce al autor y apenas nada se sabe de su vida. El caso Salinger está inmerso en un espeso misterio: la oscuridad y el silencio son los únicos elementos que acompañan inequívocamente su figura. Apenas esto se sabe: el autor de El guardián entre el centeno vive recluido en Cornish, Nueva York, y desde hace décadas rehúye la publicación de sus textos y las demandas de la vida pública. No concede entrevistas ni aparece en fotografías. Tampoco recibe en su casa a más de unas pocas personas ni permite la violación de su cuidada privacidad. Más que un hombre es una leyenda: tiene la esquiva aura de los mitos y está hecho con la materia de los fantasmas.
Ahora el cerco se rompe y el mito se desvanece. La terca reclusión de Salinger termina y lo mismo el misterio que rodeaba a su vida. La leyenda queda expuesta a la luz pública y en términos seculares: se lo ve en la intimidad y ajeno a toda aura mítica. En El guardián de los sueños, iconoclasta autobiografía de su hija, Salinger no es ya un fantasma sino un tangible montón de huesos. El espectro adquiere peso y el mito pierde encanto. Al revés de otras visiones, la mirada de su hija no enaltece la leyenda desde fuera, sino que la dinamita desde dentro. La tarea demandaba cierta malevolencia y a Margaret A. Salinger le sobran rencor y furia. El libro desborda resentimiento a cada página: es el vengativo retrato de un padre distante y autoritario. No es casual que la idea de la obra haya nacido inmediatamente después de una llamada telefónica en que Salinger sugiere a su hija embarazada se practique un aborto. El libro no está escrito con tinta sino con bilis.
El guardián de los sueños no es una biografía de Salinger ni un estudio inteligente de su obra. Nada en el libro goza de rigor biográfico y nada echa luz sobre la factura de sus libros. Al contrario: el retrato de Salinger es deshilvanado y los comentarios literarios de su hija son siempre infantiles. Más de la mitad del libro es, además, abiertamente desechable: trata sobre Margaret, no sobre J. D., y se demora en episodios sin importancia. Nadie se acerca a esta obra por otra cosa que no sea el morbo, y éste se satisface sólo a ratos. En medio de páginas sin sentido destellan de pronto datos y anécdotas sobre Salinger que justifican la lectura y sacian nuestro culposo voyeurismo. Algunas imágenes robadas a la vida privada de Salinger son a un tiempo patéticas y reveladoras: Salinger llorando ante el funeral de Kennedy, comiendo ante un televisor escandaloso, provocándose náuseas después de haber ingerido algunos dulces, bebiendo su propia orina en una crédula ceremonia de curación.
Más al fondo, el retrato de Salinger es igualmente desagradable. No hay en él el carisma de Holden Caulfield ni la inteligencia de los hermanos Glass, inolvidables personajes de sus obras. Apenas si hay en su temperamento mezquindad y un poco de pobreza intelectual. Margaret se empeña en desmentir la pretendida sabiduría de su padre: no es un asceta budista, sino un individuo dispuesto a unirse a toda nueva creencia y a someterse ante cualquier gurú enfático. Tampoco es dueño de la bondad que sus personajes tanto promocionan: es cruel y ferozmente misántropo. El libro es pródigo en ejemplos al respecto: Salinger aparece lo mismo tiranizando a sus mujeres que sujetando a sus hijos a reglas estúpidas y excéntricas. No tiene piedad con sus sucesivas esposas como tampoco tiene tolerancia ante una multitud de individuos. La lista de sus aversiones es tan larga como corto es su índice de entusiasmos: le apasionan sólo sus ideas y le repugnan todas las del resto. El autor aparece como el reverso exacto de sus nobles creaciones.
El libro también ofrece un retrato adverso de su retiro literario. En la versión de J. D. Salinger, la reclusión y el silencio editorial son dos gestos de un mismo arrebato místico: se retira y se calla porque sólo así la literatura se convierte en un camino hacia la iluminación interior. En la versión de su hija, sin embargo, las causas del retiro son más terrenales y menos metafísicas: J. D. se sume en el silencio porque no le satisface ya su obra y se recluye porque su misantropía lo orilla inexorablemente al ostracismo. Tal vez la verdad resida en medio de ambos extremos y el silencio de Salinger tenga tanto de misticismo como de rancia amargura. Lo cierto y significativo es otra cosa: en medio de su retiro Salinger continúa escribiendo. En todos estos años no ha interrumpido su rutina: escribe cada mañana y lo hace desde el viejo asiento de un automóvil y en la misma añosa máquina de escribir en la que realizó sus demás obras. Además, cosa importante, pretende que todo su trabajo se publique y se lea después de su muerte. Ningún otro dato es más elocuente en este libro.
El asedio a Salinger se extiende por más de cuatrocientas páginas. El lector que resista hasta el final el resentimiento de la hija, tendrá una colección de datos inútiles y un esbozo apenas elemental del escritor estadounidense. Hay quejas y confesiones pero falta un elemento más importante: la dimensión literaria del autor. Ocurre con Salinger lo que con otros escritores: no tiene más rostro que el que perfilan sus novelas y relatos. Leerlo es conocerlo: el Salinger que importa está en sus obras, no en sus hábitos privados. Los rasgos de su rostro son el fino humor de El guardián entre el centeno, la lenta prosa de Franny y Zooey, la elegante filosofía de Seymour, la rara perfección de sus relatos. El resto es sólo ruido. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).