El garbo con que abrías el portón
en las noches de lluvia,
la danza singular que celebrabas
del corredor a la cochera,
con esos brincos tuyos
tan anómalos.
Las infinitas hierbas
(hongos, lechugas,
matojos y cactáceas)
que aliñabas
con emulsiones ásperas,
absurdas, corrosivas
como viandas del norte de Turquía.
Tus reiteradas incursiones
al vapor de la estuosa regadera;
el chipi-chipi eterno;
la humedad de tu pelo
desafiando mi asidua hipocondría;
tu desnudez en lucha
con el rigor de marzo;
el cachondeo final
contra el sino
y la muerte
—y mi horror a pescar la pulmonía.
Tu demencia sonámbula,
tu afán de divagar
al filo de la noche
ya muy alta
y traducirlo todo al disparate
—para encontrar, al cabo,
el único sentido practicable.
Tu forma de imponer
el desorden y el júbilo,
plumeros para el tedio
de mi casa estricta.
Tu pasión por el tráfago, el paseo,
la caminata, el éxodo,
el trote
y demás medios
de operar el más limpio nomadismo.
Tu obsesión por los parques y las plazas,
las rutas que vacilan, se bifurcan,
proponen laberintos,
atraviesan espejos y pupilas,
van de Tejas al Trópico
y del Templo Mayor a Rumanía.
(Hoy las ciudades trazan
el mapa de tu ausencia,
un catastro de huecos.)
Exógena y excéntrica,
extrañé tu exacción de extranjería.
(Y eché en falta, ni modo,
las galas sedentarias de tu risa.) –
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