Este ensayo aparece publicado en la versión española de nuestro número de junio.
La principal función del Congreso es investir a un gobierno y apoyarlo en el proceso legislativo. Es cierto que también hay que controlarlo, debatir y votar la legislación –que normalmente proponen los ministros–, plantear algunas iniciativas legislativas, recoger iniciativas de la sociedad civil, investigar, informar y unas cuantas cosas más, todas sustanciales. Pero, antes que nada, el sistema electoral es importante por su influencia en la configuración y sostén del ejecutivo. ¿En qué consiste esa influencia? Si siempre pareció fácil formar gobierno, pero tras 2015 resulta difícil, ¿se debe a las reglas de elección? ¿Sirven los votos para cambiar el gobierno? ¿Podría cambiarse el sistema electoral para modificar cómo se hace y deshace el gobierno? ¿O para que los votos influyan más o menos en lo que hace? ¿En qué nos diferenciamos de los países que nos rodean?
Con los ingredientes que ya conocemos se han formado gobiernos que han sido estables, que nunca han sido coaliciones y que se han alternado en el cargo, pero en periodos largos. La fórmula se sostiene en la tendencia al bipartidismo en el parlamento, ayudado por la misma tendencia entre los votantes, y la numerosa representación de minorías. La relación entre el gobierno y los ciudadanos puede describirse como de claridad en la responsabilidad. Los ciudadanos sabían a qué gobierno votaban y sabían que el gobierno podía ser cambiado por sus votos. A los gobiernos los han depuesto los votantes y nadie más que ellos, con la excepción muy especial del último gobierno de Suárez. El precio ha sido una limitación del pluralismo en las opciones políticas que llegan al ejecutivo, y, tal vez, en las personas y en las ideas. Tenemos que saber si deseamos gobiernos así, o si preferimos gobiernos de minoría más frecuentes, o gobiernos de coalición, o primeros ministros que duren menos en el cargo, o qué exactamente, pues el sistema electoral será uno de los agentes de los cambios que puedan observarse en el futuro. Los que defienden sistemas más o menos proporcionales deben hacerlo pensando en cómo será el gobierno, lo demás es literatura.
El sistema electoral es solo uno de los determinantes de la gobernabilidad. El principal escollo que presenta nuestro sistema constitucional para las negociaciones de un gobierno de coalición es la regla de elecciones automáticas si estas se demoran o se rompen. El sistema electoral del muy fragmentado parlamento salido de las elecciones de 2015 es el mismo que se utilizaba durante las cuatro legislaturas presididas por Felipe González, un periodo que los aficionados a la terminología de la ciencia política llaman régimen de partido dominante. Pero, una vez iniciada la fragmentación, si se produce cierto tipo de reforma electoral que aumente los incentivos para la multiplicación de partidos, se podría catalizar un proceso de cambio drástico en la institución de los gobiernos, trasladando a las élites parlamentarias parte del poder que ahora retienen los electores. Sepamos antes cómo son las cosas.
Il modello spagnolo
Tal vez a los españoles nos resulte simpático saber que la última ley electoral de Italia, pactada entre los partidos con el fin de dotar al país de una mejor gobernabilidad, se ha “vendido” en los debates como modello spagnolo. O así era hasta que alguien dio con la idea de llamarlo Italicum, pues allí las leyes electorales tienen sobrenombres, y sonoros como de portaaviones. Hubo bromas acerca de que habían reculado e italianizado el modelo español, sobre el que recaen muchos parabienes. Es un poco como ser Dinamarca, por un rato.
¿Qué se busca en el modelo español? Aunque todos tenemos la impresión de conocerlo, y tal vez la sospecha de que fuera no se enteren bien, conviene que identifiquemos los hechos. Destacamos siete cosas que sucedían antes de las últimas elecciones.
A pesar de su sesgo en favor de los partidos mayores, el sistema electoral ha producido gobiernos de minoría en cinco ocasiones y mayorías parlamentarias de un único partido en otras cinco. En una de ellas, el psoe solo contaba con la mitad justa de los diputados, recordándonos que siempre es mala idea que haya un número par de escaños en la asamblea, pero se trataba, en la práctica, de un gobierno de mayoría absoluta.
Se ha repetido siempre la misma pauta en el proceso de investidura, hasta ahora, con cierta independencia de si el primer partido tenía o no la mayoría absoluta de los escaños: se forma el gobierno de un único partido, el mayor; se opone a su investidura el segundo partido; y, casi siempre, sin mayoría absoluta o con ella, el presidente del gobierno es investido con el voto positivo de algunos partidos minoritarios. Siempre se producen abstenciones. Solo en 1986, 2008 y 2011 el partido ganador no contó con el voto positivo de algún otro partido. Tal vez las últimas dos ocasiones ya sean tendencia.
Los partidos que han apoyado la investidura de los presidentes, sin formar coalición con ellos, han sido, por lo general, partidos implantados en las comunidades autónomas. Las excepciones han sido tres: el apoyo de Coalición Democrática –el grupo de Alianza Popular– a la investidura de los dos presidentes de gobierno de la ucd, y el apoyo de iu a la investidura de Rodríguez Zapatero en 2004.
En todas las votaciones de investidura ha habido algún partido cuyos votos eran innecesarios –normalmente, más de uno– para que la investidura tuviera más votos afirmativos que negativos. Por ejemplo, en las tres ocasiones citadas en el párrafo anterior, los votos de esos partidos lo eran.
Las legislaturas han sido largas, han durado un promedio de tres años y diez meses. La legislatura más corta ha durado dos años y nueve meses, entre 1993 y 1996, y fue la última legislatura gobernada por Felipe González. Salvo en aquella ocasión, siempre que el gobierno ha adelantado las elecciones lo ha hecho dentro del último año de la legislatura.
Ha habido solo cinco reemplazos del presidente del gobierno. Salvo en una ocasión el cambio de presidente de gobierno ha sido precedido por unas elecciones anticipadas (1982, 1996, 2011). Esto indica que las crisis políticas se han resuelto convocando a votar a los ciudadanos. En 1981 Calvo-Sotelo sustituyó a Suárez por vía parlamentaria, sin mediar elecciones, pero fue más que una crisis. Y no siempre que se han adelantado las elecciones ha sido para perder. En 1989, las elecciones se anticiparon nueve meses, tras una huelga general, pero Felipe González y el psoe sobrevivieron en el gobierno.
Ha habido cuatro cambios del partido del gobierno, y los gobiernos hacia la izquierda (psoe) y hacia la derecha (ucd y pp) se han repartido el tiempo con cierta ventaja de la izquierda: seis legislaturas los primeros y cuatro los segundos. Unos veintiún años de gobiernos socialistas por quince años y dos meses de gobiernos o bien del pp (sin contar la interinidad vigente en la presente legislatura) o bien de la ucd (sin contar la legislatura constituyente, bajo gobierno de la ucd). Entre 1979 y 2011 el psoe ha obtenido unos 88 millones de votos; el conjunto de ucd/ap/pp, unos 84 millones.
De modo que los gobiernos han sido estables, duraderos y formados bajo la responsabilidad de un único partido. Los votos de los ciudadanos han sido efectivos, casi lo único efectivo, para mantenerlos o sustituirlos. Estos hechos pueden verse bajo una luz favorable –como hacen nuestros vecinos italianos– o desfavorable –como hacen quienes ven en ello la obra de una especie de oligarquía bipartidista–, pero son el punto de referencia necesario para pensar en el futuro del sistema electoral. La mejor forma de ponerlos en su justa medida es compararlos con lo que sucede en los países que se parecen al nuestro.
¿Por qué es España tan especial?
En España los gobiernos duran lo que en un país germánico y, encima, sin necesidad de coaliciones. Eso no se ve en ninguna parte. La lectura comparativa de los datos permite que nos hagamos una idea de dónde está el secreto de esta fórmula –o de dónde viene el veneno– que nos lleva a gobiernos tales y tamaños. La conclusión no es nueva: se trata de la combinación de cómo votan los españoles (bipartidismo, minorías territoriales) con un sistema electoral que favorece la formación de mayorías, y el toque maestro de la institución de la moción de censura constructiva. Es posible que el equilibrio se haya perdido al desaparecer el agente fundamental, el voto bipartidista.
Comencemos por la rotación de los primeros ministros. La media de los países en nuestro entorno es de casi seis cambios de primer ministro (canciller, presidente del gobierno, o cargo equivalente) entre 1990 y 2015. El caso más extremo es Italia, con catorce cambios de primer ministro (uno de ellos repitió en dos periodos separados, luego son también catorce los individuos que han ocupado el cargo). El caso de menor rotación es Alemania, con dos cambios. En España ha habido tres cambios de primer ministro; cuatro personas han pasado por ese cargo desde 1990.
Decimos que España es un país germánico porque los demás países latinos y mediterráneos padecen (disfrutan de) liderazgos más cortos, con recambios más frecuentes. La misma imagen se trasmite si miramos el número de gobiernos que se forman, aunque hay que mostrar cautela, porque las normas para determinar cuándo ha cambiado un gobierno, o cuándo sigue siendo el mismo, no son iguales en todas partes. En nuestros datos, la media de cambios de gobierno durante los veinticinco años observados es de nueve; en España cambia seis veces, uno por elección, aunque, en realidad, algunos de estos cambios son casos de reelección del presidente de gobierno, a través de la victoria electoral de su partido.
España es el único país de Europa occidental que no ha formado ni un gobierno de coalición; ni en este periodo, ni, en realidad, desde la transición democrática. Aunque haya habido pactos de investidura muy detallados, todos los ministerios y toda la responsabilidad de la gestión los ha asumido siempre un único partido. Hasta los muy mayoritarios sistemas británico y francés han producido experiencias de coalición en el último cuarto de siglo: la coalición conservadora-liberal de Cameron entre 2010 y 2015, y el gobierno de la izquierda plural de Jospin entre 1997 y 2002. De los quince países representados en el cuadro, en siete de ellos ha sucedido que todos los gobiernos que se han formado en ese periodo han sido coaliciones, y en tres más (los escandinavos) esa ha sido la situación más frecuente.
En España tenemos todavía menos coaliciones que en Gran Bretaña, y solo un poco más de rotación en el primer ministro que en Alemania. Lo mejor de cada casa. Por un lado, la ley electoral ha permitido bastantes mayorías absolutas en el parlamento (cinco) y, cuando no las ha habido, la mayoría relativa ha sido amplia. En esto, la traducción de los votos que hace el sistema electoral es un híbrido de mayoritario, como Gran Bretaña, y proporcional como Alemania, pero con minorías (más que en Alemania). Las minorías, generalmente pequeñas, han pensado que estaba en su mejor interés apoyar al gobierno en el congreso, antes que participar en el mismo. Posiblemente, tampoco los partidos de gobierno han insistido en la invitación. La razón puede encontrarse en la pronunciada diferencia de tamaño entre partidos grandes y pequeños. Que el sistema electoral permita o favorezca estos hechos no niega que sean hechos, sobre todo, de la sociedad española, que ha votado como ha votado.
Por lo demás, el sistema electoral no es la única institución relevante. El plus de gobernabilidad lo da la moción de censura constructiva, una pieza de ingeniería alemana en la Constitución del 78 que fortalece mucho al gobierno una vez que ha sido investido, pues, para poder reemplazarlo, el congreso tiene que estar de acuerdo en un candidato alternativo. Los grupos que coincidan en oponerse al gobierno pero no en quién debería gobernar tienen poca capacidad de amenaza. En el resto de las democracias parlamentarias, el gobierno cae cuando pierde la mayoría –suceda esto de una manera formal, mediante una moción de confianza, o en una serie de votaciones importantes–. Primero cae y luego se negocia otro, no al revés. El orden de los factores es importante, a juzgar por la posición de Alemania y de España en la tabla. Ningún otro país tiene esta regla. (Bélgica tiene una del mismo nombre, pero significa otra cosa.) Alemania, sin embargo, es un país de coaliciones: su sistema electoral hace muy difícil que un partido tenga mayoría absoluta de los escaños, no basta la mayoría simple del congreso para formar gobierno, y no existen minorías territoriales como las que hay en España, propensas a ceder el apoyo externo. En todo caso, las únicas minorías que se han considerado aceptables para los acuerdos de coalición han sido los liberales (en la mayoría de los gobiernos de posguerra) y los verdes (una sola vez). Cuando estas no han estado disponibles, se han aliado los dos mayores partidos, el socialdemócrata y el cristianodemócrata, como ha sucedido en dos de los tres últimos gobiernos, todos presididos por la misma canciller.
Tal vez por la evidencia de la Gran Coalición, el “modelo alemán” ya no trasmite, para una buena parte de la opinión pública de España, el aura de prestigio que lo adornaba en el pasado, aunque su sistema electoral tenga todavía mucho predicamento. Pero siempre hay un modelo más o menos bien plantado que traer a cuento para hablar de reformas.
¿De verdad queremos ser como ellos?
Entre nosotros es costumbre admirar lo que no podemos tener, o lo que nunca intentaríamos tener. Por ejemplo, las virtudes que se suelen predicar de los modelos escandinavos de gobierno, tan prestigiados, descansan, en buena medida, en hechos inimitables, como que en Suecia haya un partido socialdemócrata que en los últimos veinticinco años haya obtenido una media de 37% de los votos y nunca haya bajado del 30% (históricamente, sus resultados oscilaron entre el 40 y el 50% de los votos). Muchas de sus virtudes descansan en una flexibilidad que aquí algunos líderes rechazan ostentosamente en sus declaraciones públicas. También la rechazan algunos que se supone que quieren reglas electorales más proporcionales y, por tanto, necesariamente, gobiernos de consenso.
Una cualidad envidiable de los países nórdicos es que, tanto si los gobiernos son de un partido en minoría como cuando son coaliciones, se forman bloques predecibles en cada campo ideológico, alternándose la izquierda y la derecha. En principio, este sistema mantiene la claridad de la responsabilidad y la combina con el pluralismo en las decisiones del gobierno. Suena bien, pero aclaremos que izquierda es, casi siempre, una combinación de socialdemocracia con centristas. En Dinamarca esto funciona porque hay dos partidos liberales, y la coalición de izquierda se hace con unos, a los que se puede unir el centro agrario, y la coalición de derecha con los otros. Y toda la acción sucede desde los socialdemócratas hacia su derecha, no hacia su izquierda. Cuando, en 2011, entró por primera y única vez un partido a la izquierda de los socialdemócratas, lo hizo en una coalición de tres partidos con los liberales. Esto aquí, a juzgar por las declaraciones, levanta santa indignación. En Dinamarca, los socialistas de izquierda acabaron saliendo del gobierno y, tras las elecciones, ahora mismo gobierna el tercer partido en votos, los liberales más conservadores, que sacaron el 19,5%. Es como si gobernara Ciudadanos en solitario. Igual aquí no lo veríamos tan lógico.
En Noruega las coaliciones también se alternan, casi siempre hacia el centro, aunque allí el partido socialista que se encuentra a la izquierda de la socialdemocracia sí ha tenido una experiencia exitosa de coalición, entre 2005 y 2013, en un gobierno tripartito con el partido del centro agrario, además de los socialdemócratas. En España no es imposible que, ante una coalición así, alguien dijese que “no se puede mirar al norte y al sur al mismo tiempo”. Los socialdemócratas suecos nunca han gobernado con el partido a su izquierda (que se llama así, La Izquierda), que oscila entre el 12 y el 6% de los votos, sino en solitario o hacia el centro. Su apoyo tradicional son los agrarios; en este momento, desde 2014, son los verdes, que se consideran un partido a su derecha.
Algunas voces, cuando se enfrentan a estos hechos, predican el evangelio de la proporcionalidad, en el nombre de la equidad, y todo lo que siga será democrático y bienvenido. No es seguro que se estén anticipando correctamente las consecuencias. Pero, como para hablar de proporcionalidad “hasta donde haga falta” es habitual citar el ejemplo de Holanda (Bélgica tiene menos pose de modelo, esto es así), vamos a detenernos otro instante en ello.
De Holanda podemos sacar alguna lección para nuestro futuro político, en la medida en que una de las soluciones factibles podría llevar a España a un modelo muy proporcional. Y eso que, en aquel país, a pesar de que el puesto de primer ministro varíe poco, es habitual quejarse de la gran volatilidad de los gobiernos, y considerar que los relativamente largos periodos de gobierno interino, mientras duran las negociaciones, son una mala idea. En 1977 se llegaron a vivir 207 días “en funciones”. Muchos lo aceptan como un precio a pagar por su elevada proporcionalidad en la representación, pero otros anhelan reformas que faciliten la institución y la estabilidad del ejecutivo. Supongamos que estamos con los primeros, que seguramente sean los más, y hagámonos una pregunta.
¿Cómo maneja Holanda la superfragmentación parlamentaria? De varias formas que aquí no gustarían mucho, salvo, tal vez, a algunos líderes del Partido Popular, si hemos de juzgar por las declaraciones que hacen.
La primera es que la iniciativa para la formación del gobierno, y la presidencia del mismo en casi todos los casos, recae en el partido más votado. Ha sucedido así en todos los gobiernos desde que, en 1971, se formaron dos coaliciones sucesivas, de cinco y cuatro partidos, excluyendo al más votado, el partido socialista, y que duraron veintidós meses entre ambas.
La segunda es que siempre gobiernan dos de los tres grandes partidos, en cualquier combinación, pero solo dos: socialistas, democristianos y liberal-populares (conservadores). Esto es así desde que existe el moderno partido democristiano (1977); antes, el viejo Partido Católico estaba siempre en el gobierno.
La tercera es que, cuando se ha debido invitar a otro partido, al menos desde los años setenta, generalmente, se ha seguido el criterio de proponer a uno cuyo número de votos haya crecido en las últimas elecciones. Lo importante es que haya un criterio. Así, han entrado desde la minoritaria Unión Cristiana a los populistas de derechas, pasando por los liberales de izquierda. Entre 2003 y 2010, el democristiano Balkende formó cuatro gobiernos sucesivos con distintas combinaciones de cinco partidos: todos los partidos, grandes y pequeños, que hemos mencionado en los dos últimos párrafos, salvo la Unión Cristiana.
Si puede detectarse una pauta de coherencia ideológica es solo esta cuarta regla: nunca entran en el gobierno los partidos a la izquierda del partido socialdemócrata.
Por último, desde 1977, si el gobierno cae o dimite, se convocan elecciones. Se consulta a los votantes antes de volver a negociar, por lo que se vota bastante, pero tal vez se limiten los incentivos a hacer caer al gobierno. La regla la han incumplido solo dos de los trece gobiernos desde entonces.
A todo lo anterior se puede añadir una norma de procedimiento, que tiene poco de holandesa y mucho de sentido común: las negociaciones son siempre secretas, no hay declaraciones a la prensa y el parlamento solo entra en el juego cuando ya está casi todo decidido. El secreto se rompe para romperlas.
Ninguna de estas normas es constitucional, pero se transparentan de las páginas dedicadas a las listas de gobiernos de Holanda en la Wikipedia, y se pueden encontrar, más o menos dispersas, en las descripciones más rutinarias del sistema político holandés. Hagan la cuenta: un gobierno holandés sería, por ejemplo, un gobierno del pp, psoe y Ciudadanos, o un gobierno del pp, el psoe y algunas fuerzas regionales, o uno solo del pp y el psoe, y todos liderados por alguien del pp. A este extremo lo llamamos, en lenguaje político español, Gran Coalición, por exceso de dieta alemana en las referencias periodísticas, pero de “grande” nada: los dos partidos de la Gran Coalición alemana tienen el 67% de los votos y el 80% de los escaños. En realidad, con el 51% de los votos y el 60% de los escaños, más el posible refuerzo de terceros, se parecería a una coalición holandesa corriente y moliente.
Tiene su interés que estas reglas puedan sonar como una música serena para los oídos más conservadores, que no querrían ni oír hablar de un sistema de representación proporcional extrema; mientras que para muchos de los campeones de la proporcionalidad, generalmente desde la izquierda, suenan como música dodecafónica para un aficionado a las sevillanas que se cree que va a escuchar sevillanas.
La dificultad de formar gobierno
Cabe pensar que las dificultades para formar gobierno serán un motivo de preocupación política en el futuro, como lo son al escribir estas páginas. El sistema constitucional impone plazos relativamente estrictos, lo que conduce a elecciones automáticas en caso de falta de acuerdo. Y se supone que las nuevas elecciones son rechazadas como una buena solución por la mayoría de los ciudadanos… salvo porque la mayoría prefiere unas nuevas elecciones a un gobierno que no le guste.
Algunos factores que dificultan la formación de gobierno son genéricos, otros son específicos. Algunos se refieren al sistema electoral, otros no. Durante la interinidad del gobierno en funciones tras las elecciones de 2015, los politólogos han subrayado algunos factores propios del caso español: la moción de censura constructiva; la “promiscuidad” electoral de los votantes; la situación de división que sufren algunos partidos. Es lógico que una de las claves de la estabilidad del gobierno se vuelva ahora su enemiga, pues, en una situación de incertidumbre y fragmentación, requiere aceptar la cesión de mucho poder al presidente del gobierno que resulte investido. Si los gobiernos fueran más fáciles de deshacer, tal vez serían más sencillos de hacer. La volatilidad de los votantes nos lleva a pensar que es más fácil pactar con partidos que no sean rivales directos, algo que, en este caso, es difícil de encontrar. Finalmente, también se puede argumentar que las divisiones internas dificultan las cesiones externas, aunque hay que decir que la división que se percibe en algunos partidos españoles parece notable por comparación con nuestro propio pasado, pero pasaría desapercibida en otros países.
El resultado electoral de 2015, que ha sido un poco “holandés”, se manejaría mejor con partidos flexibles, electorados consolidados y la posibilidad de formar un gobierno relativamente débil. No sé si eso sería bueno, pero da igual porque no lo tenemos. Para colmo, todo lo tuerce la regla que desencadena un adelanto electoral a plazo fijo tras el fracaso de la primera votación de investidura. La amenaza de elecciones automáticas propicia que se convoquen. La sombra de las elecciones hace que se negocie en clima preelectoral, en el peor posible. Es lógico que los partidos dejen que se repitan para poder así descartarlas y empezar de veras a negociar. Nada tiene que cambiar, solo tiene que ser imposible levantarse de la mesa. En el tipo de circunstancias en las que, normalmente, las coaliciones que funcionan se rompen –unos meses antes de unas elecciones obligadas o probables– aquí esperábamos que se formase una, y además por primera vez en la historia reciente. Como dicen en Twitter: ¿qué podía salir mal? ~
Este ensayo es un extracto adaptado de La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata/Fundación Alternativas), de Alberto Penadés y José Manuel Pavía, que llega este mes a las librerías.
es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.