El periodismo en Estados Unidos nunca ha enfrentado un reto como la batalla frontal contra el oficio informativo que implica la presidencia de Donald Trump. Ante el feroz antagonismo trumpista, la prensa se ha sumido en un estado de perplejidad. ¿Cómo hacer frente a un mentiroso que lleva un megáfono? ¿Cómo lidiar con un hombre que ha hecho del desmantelamiento de la legitimidad del periodismo una herramienta del poder? ¿Cómo convencer a millones de estadounidenses que desconfían no solo de la información que publica la prensa sino de la existencia misma de los hechos? ¿Qué hacer en el mundo orwelliano de los “hechos alternativos”? Peor todavía: ¿cómo librar esa batalla sin perder de vista los principios esenciales de objetividad y equidad en los que arraiga la validez de la vocación periodística?
La respuesta está, como buena parte de las recetas cuando se trata de periodismo, en el ejercicio más básico del oficio. “Ante la duda, haz periodismo”, me dijo alguna vez un colega mexicano que se encontraba, según recuerdo, ante una batalla de considerable magnitud. El consejo valía entonces y vale ahora. En el fondo, los desafíos y problemas del periodismo, como los de la democracia, solo se solucionan con más periodismo. Suena a perogrullada, pero no lo es. A Trump hay que explicarlo desde el patio escolar. Contra lo que pudiera pensarse, lo suyo no es la negociación inteligente ni el compromiso diplomático. Trump vive para avasallar. Detrás del antagonismo sin pausa de Trump con la prensa está la aviesa y evidente intención de intimidar a los reporteros. Cuando provoca a sus hordas por Twitter, Trump no busca solo manipular a la opinión pública o establecer agenda. Busca imponer silencio. No concedérselo debe ser nuestro primer mandamiento. Frente a Trump habrá que seguir escarbando, entrevistando, jalando la hebra de los abusos del poder.
A la par, el periodismo debe dejar de mirar solo hacia Washington para narrar, en cambio, la vida más allá del poder político. Como ya lo ha explicado Jay Rosen, profesor de la Universidad de Nueva York y atinado crítico del oficio en tiempos de Trump, el periodismo estadounidense se malacostumbró a vivir de y para las migajas de cada gobierno. Se volvió más importante establecer una suerte de malsana complicidad con fuentes dentro de la Casa Blanca (una filtración a cambio de cobertura favorable) que narrar lo que ocurría lejos de las esferas onanistas de la política. Si ha de ganar nueva legitimidad, el periodismo estadounidense debe dejar de lado el WhatsApp para retomar la libreta y la grabadora. En esta época será más importante revelar el costo social de los atropellos del nuevo gobierno estadounidense que esperar ese proverbial mensaje de texto que lleve a la siguiente nota sobre lo que ocurre en las entretelas de Washington.
Para los periodistas hispanos en Estados Unidos, el desafío es mayor. Si la prensa sin adjetivos es la gran villana del trumpismo, la prensa hispana lo es doblemente. No es aventurado suponer que el acceso a la Casa Blanca será nulo. Es improbable que Trump conceda una entrevista a fondo a algún periodista hispano que pueda cuestionarlo a cabalidad. ¿Qué hacer? La receta es la misma, pero con algo más de convicción emocional. Para nadie es un secreto que la comunidad hispana podría enfrentar las secuelas del embate nativista más amplio y severo que ha visto Estados Unidos en al menos setenta años. Si Donald Trump cumple incluso una fracción de lo que prometió en campaña en función de la comunidad inmigrante, el mundo está por presenciar un drama humanitario de proporciones históricas. La responsabilidad de contar las vidas detrás de los sueños truncados y las familias fracturadas recaerá enteramente en nosotros, los periodistas que hablamos español en Estados Unidos. En esto, como en tantas otras cosas, Donald Trump seguramente espera contar con un silencio cómplice. Por desgracia, muchos medios en inglés se lo han concedido de antemano (hay estudios que revelan el aberrante desinterés de muchos periodistas angloparlantes por la comunidad hispana). En ese contexto, el papel del periodismo en español es aún más relevante. Si nosotros no contamos esas historias, nadie más lo hará. No hacerlo sería faltar al juramento de nuestro oficio y, peor todavía, ser cómplices de un tirano en ciernes. El costo sería impensable. La historia, que no perdona, nos lo demandaría. Mejor vayamos afilando el lápiz. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.