Dos huevos duros. A veces una tortilla. Una salida por las noches al baño y vuelta a la celda. Así transcurrió la vida del periodista Antonio Pampliega (Madrid, 1982) durante casi diez meses, el tiempo que estuvo secuestrado en Siria por el Frente Al Nusra, la filial de Al Qaeda en el país. Desde el 13 de julio de 2015 al 7 de mayo de 2016. Hubo semanas en las que estuvo completamente incomunicado y llegó a perder más de treinta kilos. Desde entonces no ha vuelto a probar la tortilla. Ni el alcohol. Es parte del proceso para la estabilidad mental. Allí estuvo a punto de volverse loco. “Un día no aguanté más y les pedí que me cortaran la cabeza”, afirma. No le mataron: a las pocas horas los terroristas le trajeron una televisión.
Pampliega está sentado en un hotel de Madrid para presentar En la oscuridad: Diez meses secuestrado por Al Qaeda en Siria, el libro-testimonio en el que narra su secuestro. Lo hace para no tener que volver a hablar de ello, confiesa. Tiene buen aspecto, el rostro en calma, pero no han sido meses fáciles desde que fuera liberado junto a sus compañeros, los también reporteros Ángel Sastre y José Manuel López. Ha tardado ocho meses en poder contarlo. Ni siquiera pudo dar entrevistas cuando regresó a España desde el infierno. “Tenía que reunir fuerzas para poder desnudarme. No quería que se hablara solo de las torturas. Y en el libro no solo hay morbo. Hay un tipo de 33 años que ha sido corresponsal de guerra, que muestra sus miedos y un gran sentimiento de culpa por mis padres y hermanos. Porque yo entiendo que me equivoqué entrando en Siria en el momento en el que estaba el país y entrando con una persona que no era profesional, que nos acabó traicionando y vendiendo a Al Qaeda”, comenta.
El periodista no era, sin embargo, un novato. Desde 2008 cubría conflictos armados como freelance para medios como Público, El Mundo o France Press y antes de Siria había estado en Iraq y Afganistán. Aquella era la duodécima vez que entraba en territorio sirio. También sabía de los riesgos: el Estado Islámico ya había decapitado a su amigo, el periodista norteamericano Jim Foley –a quien está dedicado el libro– y Al Qaeda había secuestrado a los periodistas españoles Marc Marginedas, Javier Espinosa y Ricardo Vilanova. “Y, aún así, me empeñé. Además, como has entrado ya tantas veces, no lo piensas”, sostiene. Ahora, admite con una voz muy pausada, no lo haría: “Ya no voy tan a lo loco. Ya no arriesgo tanto. El último viaje ha sido a Mosul en diciembre pero no fui a la primera línea de combate. Y no pasa nada. Anteriormente hubiese hecho de todo hasta haber llegado. Ahora me he dado cuenta de que no tengo nada que demostrar a nadie”.
Antes sí. Al menos en su cabeza. Pampliega reconoce que se crió con los libros de periodistas como Kapuscinski, con el fragor de la batalla y el romanticismo del reporterismo bélico. “Y tenía que ir, demostrar que era el que más había ido, el que mejor lo contaba. Había un exceso de ego y vanidad”, comenta. Así pensaba en las imágenes que hoy circulan por la red en las que se le puede ver con su equipo caminando por calles de ciudades de Oriente Medio en guerra. Y así pensaba también en el momento en el que sucedió el secuestro al que ninguno de los tres periodistas, que habían entrado en Siria apenas tres días antes, vio venir.
“Fue raro desde el momento en el que el guía –la persona local que ayuda a transitar por el país– no cumplió con lo prometido. Ni llegó con los salvoconductos ni con escolta armada, sino con cuatro colegas en una furgoneta. Pero pasamos los controles, también porque no nos pararon. Después el conductor se paró y fue entonces cuando aparecieron unos hombres armados y nos cogieron. Y es entonces cuando empiezas a pensar en detalles como por qué los que nos recogieron nos preguntaron por el precio de nuestras cámaras. Claro, las iban a vender porque nos habían vendido”, comenta Pampliega.
Ahí comienza el terror que narra en el libro. Primero, su propio miedo, como nunca lo había sentido hasta entonces. Miedo e incertidumbre por no saber qué grupo le había secuestrado –“ Si era el Estado Islámico ahí se acababa todo” – y más tarde por todo lo que a él personalmente le depararon los secuestradores, ya que a los meses fue separado de sus compañeros y aislado debido a la injerencia de un exmilitar español que intentó contactar con él. “No pensaron que era periodista, sino que podía ser militar, espía, traficante de armas o a saber qué”, añade.
Durante los casi diez meses de cautiverio “en el agujero”, el periodista estuvo controlado por cuatro grupos diferentes de personas. Reconoce que no entabló relación alguna con ellos. Se comunicaba en inglés, por gestos y con un poco de árabe. Solo le sacaban al baño “y para darme de hostias”, sobre todo el tercer grupo. Sin embargo, sí hubo un conato de mínima empatía con uno de los secuestradores, que tenía 19 años. Fue gracias al ajedrez. Para entretenerse de alguna manera, Pampliega dibujó un tablero y las fichas, y este chico, que era pastor antes de que empezara la guerra, se interesó por el juego. Tanto que empezó a jugar con él, “pero como no sabía y perdía, lo dejó, se bajó una aplicación de ajedrez en el móvil y hasta que no ganó a la aplicación no volvió a jugar conmigo. Y acabó ganándome”, recuerda.
Además del ajedrez, el corresponsal, que no era creyente, comenzó a hablar con Dios. Fue sobre todo a partir de las Navidades. Semanas antes los secuestradores le habían dado un cuaderno donde escribía un diario, el calendario para no perder la noción del tiempo, y una novela para su hermano. “Sin embargo, me dijeron que jamás iba a poder sacar eso a la calle. Y ahí me derrumbé. Toqué fondo, pero con la mano”, sostiene. Y admite que, aunque tenía mucho miedo a morir degollado les pidió que le matasen. Tres horas al día de televisión para ver películas le salvaron la vida. “Supongo que pensaron que era mejor eso a que me volviera loco, intentara escapar o matara a alguno de ellos”, confiesa. El cuaderno ce lo llevaron cuando le cachearon en el momento de su liberación. Otro día que pensó que podría morir, ya fuera tras salir de la celda o cruzando la frontera con Turquía.
Ahí termina un relato en el que, pese a todo, no hay arrepentimiento. Pampliega cree en el trabajo de los corresponsales para contar las guerras. El problema, como le ocurrió a él, es la falta de dinero y seguridad. No pudo ir a la guerra como otros periodistas de medios como la BBC o la CNN, que cuentan con escolta armada. “Y no ha cambiado nada. Cada vez va a ir peor. Cada vez hay más freelances y las universidades no dejan de graduar a gente cada año. No hay mercado para tanta gente. Y si hay 25 personas en Mosul ofreciendo crónicas se acaban tirando los precios y publicando gratis, porque además, te dicen que es para tu prestigio. Yo eso me lo creía con 25 años. Juegan con tus ilusiones. Además, si luego te secuestran no saben nada de ti”, señala con un punto de amargura admitiendo que desde el secuestro ha perdido incluso alguno de sus clientes.
De ahí que, para él, guerras como la de Siria, a la que no ve una solución fácil: “Es un conflicto enquistado que va para largo. Se ha cubierto a través de los freelances y eso conlleva unos riesgos, como es la precarización de la información. Hacemos lo que podemos. Y luego con el espacio que nos dan. Pero eso de que la información internacional no interesa no es cierto”.
Desde el 7 de mayo de 2016 su vida, no obstante, es otra. Solo desea despedirse de este episodio, abandonar lo ocurrido en Oriente Medio y dedicarse a contar otro tipo de historias. El mundo está lleno de ellas.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.