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Cuenta la leyenda que un día de enero, en los años sesenta, cuando Gabriel García Márquez ya había terminado de escribir Cien años de soledad pero no tenía quien la publicara, le mostró el manuscrito a su amigo Álvaro Cepeda Samudio, y que este, tiempo después, le dio una respuesta peyorativa: “Costumbrismo, costumbrismo”. Según la leyenda, Gabo, tras masticar rabia durante días, le espetó a los gritos: “Pero costumbrismo del bueno, como el de Faulkner”.
Un momento –podemos decir nosotros ahora, un poco a los gritos también–, ¿cómo que costumbrismo? ¿No nos hemos pasado todos estos años repitiendo que esto es realismo mágico? El costumbrismo consiste en retratar los usos, las costumbres y el folclore de una sociedad, y en ninguna parte, que sepamos, hay lluvias que duran cuatro años, ni pestes del insomnio y del olvido, ni hombres que viven rodeados de mariposas amarillas, ni mujeres que se pierden volando hacia el cielo mientras tienden la ropa.
Vayamos en busca de una aclaración.
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Digamos en principio, y para simplificar, que se trata de una cuestión de estilo. Y que el estilo es básicamente la forma que un escritor encuentra para resolver los problemas que la escritura le plantea. Y no hablamos de grandes problemas existenciales, sino de cada uno de los retos que le salen al paso a cualquiera cuando se pone a contar una historia.
“No sabía cómo hacer entrar un personaje en un cuarto, o cómo hacerlo salir”, contaba Raymond Chandler acerca de sus dificultosos comienzos en la escritura. “Perdían sus sombreros y yo también. Si había más de dos personas en escena, a una de ellas no podía mantenerla con vida”. La forma que cada escritor encuentra para hacer entrar o salir a un personaje de un cuarto, de que no pierda el sombrero, de mantenerlo con vida: en eso consiste su estilo.
Pensemos en un problema que se le haya planteado a García Márquez mientras escribía Cien años de soledad: tenía que sacar a Remedios la Bella, no de un cuarto, como Chandler, sino de la novela. Un costumbrista al uso (cualquiera que haya visto una telenovela lo sabe bien) la habría enviado de viaje o hecho morir. Pero a Gabo estas soluciones no le servían.
“Inicialmente había previsto que desapareciera cuando estaba bordando en el corredor de la casa con Rebeca y Amaranta –le dice a Plinio Apuleyo Mendoza en una de las conversaciones que componen el libro El olor de la guayaba, publicado en 1982–. Pero este recurso, casi cinematográfico, no me parecía aceptable. Remedios se me iba a quedar de todas maneras por allí. Entonces se me ocurrió hacerla subir al cielo en cuerpo y alma”.
Bien, el problema central ya estaba resuelto. Pero ahora había que definir los detalles. Y de nuevo costaba, porque Remedios no subía.
“No, no subía –sigue diciendo el autor–. Yo estaba desesperado porque no había manera de hacerla subir. Un día, pensando en este problema, salí al patio de mi casa. Había mucho viento. Una negra muy grande y muy bella que venía a lavar la ropa estaba tratando de tender sábanas en una cuerda. No podía, el viento se las llevaba. Entonces tuve una iluminación. ‘Ya está’, pensé. Remedios la Bella necesitaba sábanas para subir al cielo. En este caso, las sábanas eran el elemento aportado por la realidad. Cuando volví a la máquina de escribir, Remedios subió, subió y subió sin dificultad. Y no hubo Dios que la parara”.
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La clave la da el propio García Márquez en otro libro de conversaciones. En este caso, con Mario Vargas Llosa, antes, claro está, de la famosa pelea que los distanció para siempre. El volumen se tituló La novela en América Latina y vio la luz en 1968. Gabo cuenta allí una anécdota de su infancia, una historia simple y bellísima. La protagonista es una tía suya:
“Una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: ‘Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?’. Entonces ella la miró y dijo: ‘Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio’. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era”.
He ahí la cuestión: para la gente de los pueblos como Aracataca, donde García Márquez se crió y se inspiró para su Macondo, las historias de la novela forman parte, de alguna manera, de su horizonte de posibilidades. Los diluvios interminables y las epidemias de olvido no ocurren, pero –eventualmente, quién sabe– pueden llegar a ocurrir. Por eso Gabo le dice a Apuleyo Mendoza: “Conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien años de soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven”. Es decir, costumbrismo. Con algunas exageraciones, es cierto, pero costumbrismo del bueno, como se envanecía su autor en la época en que coleccionaba rechazos.
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Así que puede que hayamos vivido equivocados todo este medio siglo, el que nos distancia de aquel 30 de mayo de 1967 en que se terminó de imprimir, en Buenos Aires, la primera edición de Cien años de soledad. Quizá lo de García Márquez sea “costumbrismo, costumbrismo”, como lo aguijoneó Cepeda Samudio aquella vez. Me recuerda esa frase, reiterada hasta el hartazgo, según la cual “si Kafka hubiera nacido en México sería un escritor costumbrista”. Frase que vale, desde luego, para cualquier país de América Latina. Tal vez podríamos decir también, entonces, que si García Márquez hubiera nacido en Praga habría escrito realismo mágico. Y tal vez la frase valga, también, para cualquier país de Europa del Este. Quizá los intelectuales de allá la dicen; no lo sé.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.