Pocas cosas señalan tan claramente la ausencia de pensamiento crítico como la reivindicación beata de la necesidad del pensamiento crítico. Seguro que la has oído más de una vez. Alguien dice que una profesión es necesaria porque estimula el pensamiento crítico, pero la declaración no pasa de ser un cliché que no se concreta en nada.
Esta reivindicación se da con frecuencia en el periodismo, una profesión propensa al regodeo narcisista. Aunque varía un poco según los géneros. Cuando me dedicaba a otro tipo de periodismo, el “social”, se hablaba más del servicio público. Y cuando trabajaba en Aragón Televisión, la consigna del servicio público era “aragonesizar”. Por ejemplo, aragonesizamos la victoria de Obama en 2008 buscando estadounidenses que vivieran en Zaragoza. Otra vez, teníamos que hacer un tema sobre el cáncer de piel. Cuando nos pidieron que aragonesizáramos el tema, una redactora dijo que solo teníamos datos de España. El director del programa respondió: “Vamos a ver. Si en España hay X casos y 45 millones de habitantes, y en Aragón viven un millón doscientas mil personas, no es más que una regla de tres”.
La reivindicación del “pensamiento crítico” también es habitual en el sector cultural. Se dice que leer nos hace más críticos, lo que quizá sea cierto, pero posiblemente no se aplique a la mayoría de los libros que leemos o escribimos.
Si se recortan las horas de humanidades o filosofía en los planes educativos, no es raro que alguien explique que el motivo es que “no quieren que la gente piense”. No siempre queda claro quién no quiere que la gente piense, pero muchas de las tribunas en defensa de esas áreas parecen malos ejemplos para defender la tesis de que la cultura nos libera de los tópicos.
En ocasiones estar a la contra es una forma de repetir ideas recibidas. Hace poco oí que alguien decía que el nombre de Goya para los premios de la Academia española del cine mostraba el error de concepto casi originario de nuestra relación con el cine: un pintor, cuando tenemos un cineasta como Buñuel. Esta excepcionalidad española la tienen en Italia (Donatello) y Francia (César). En uno de los momentos más inverosímiles de mi vida de charlista, coincidí en una mesa redonda en México con dos escritores españoles. Ante un público en el que había varios periodistas especializados en el narco, explicaban que su posición izquierdista los hacía disidentes y perseguidos por el gobierno neofranquista de nuestro país, que nos había pagado el viaje.
A menudo en los congresos y las conferencias se habla contra la mercantilización de la cultura. Hace poco, en el interesante congreso sobre la diplomacia cultural que organizó la Fundación Santillana en Santander, se protestó varias veces porque se hablara del valor económico de las industrias culturales. Ese cálculo, se decía, era una muestra de neoliberalismo. No me queda claro por qué debemos aplicar un cálculo económico a cosas más importantes, como la sanidad o la educación, mientras que la cultura debe estar libre de esas consideraciones. Por otro lado, los productores culturales (los editores, los artistas, muchos cineastas) saben que es algo que deben tener en cuenta. Puede que alguien decida que una actividad no necesita ser rentable y recurra a otro modelo, pero eso también es un cálculo. Naturalmente, muchos de quienes adoptan una postura puritana hacia el mercado y hablan de la importancia del pensamiento crítico se dedican básicamente a vender su mercancía, y eso me recuerda la frase del fotógrafo Ferdinando Scianna: “Yo creía que era incorruptible y resulta que solo era caro”.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).