Algún tiempo atrás, Arturo Pérez-Reverte dedicó un largo texto al periodismo, en el que recordaba un momento cuando como reportero por primera vez su jefe le asignó entrevistar a un político local, lo que lo obligó a reconocer el temor que tenía a hacerlo mal. La lección de su editor fue que cuando como reportero llevara un bloc y un bolígrafo en la mano —o cualquier herramienta como las que hoy se emplean—, quien debería temer era el funcionario.
En esa visión del periodismo se oculta la misma idea, pero también la misma trampa de aquella frase dudosamente atribuida a George Orwell en decenas de compendios de citas para toda ocasión: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”. Es decir, que el reportero que no se encuentra en constante confrontación con los actores de la información no está haciendo periodismo en lo absoluto.
Pérez-Reverte tiene un punto cuando habla de la necesidad de una prensa libre, lúcida e independiente, capaz de enfrentar públicamente al poderoso a sus contradicciones, a sus mentiras, y de colocarlo en posición de perder su influencia y sus privilegios. Sin embargo, no es el periodismo, sino el ciudadano quien debe ejercer como un contrapoder que mantiene a los malvados a raya, pues como él mismo lo expresa, una prensa honrada obliga al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vive, “proporcionándole datos objetivos”, además de “análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento”.
Si bien el escritor se refiere a la prensa española, hay claros paralelismos que pueden trazarse con nuestra experiencia, que permiten advertir, por ejemplo, la misma aterradora docilidad con la que empresas periodísticas se suman a proyectos políticos y empresariales, adoptando sus frases propagandísticas para titular la información. Es fácil reconocerse en sus palabras cuando afirma que el periodismo de hoy no ayuda al ciudadano a pensar con libertad, que su tarea se ha vuelto convencerlo. Adoctrinarlo.
Aquí y allá se ha hecho común que todo asunto polémico se transforme en un pugilato visceral. Como Pérez-Reverte explica “parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo”. Ese “conmigo o contra mí” también envenenó las redacciones hoy contaminadas de ideologías que prácticamente exigen militancia en cada página y media que se escribe.
El periodismo debería ayudar a la sociedad a constituirse en un contrapoder, no al revés. Cuando el periodista usurpa para sí ese papel, pierde sus herramientas; las empuña como armas, se vuelve protagonista de pequeñas o grandes heroicidades que irónicamente le ganan el favor de grupos en busca de una parcela de poder político que extienden certificados de libertad e independencia a periodistas y medios.
La crispación de muchos exige banderas y frases hechas más que lecturas, análisis y discusiones, porque como advierte Gabriel Zaid, hoy se llega a “la verdad por afiliación: no se está del lado bueno por tener razón; se tiene razón por estar del lado bueno”. Los espacios informativos son cada vez más trincheras de un público que no cree en el buen periodismo sino en el mero aniquilamiento del enemigo político. Sus titulares, han abandonado el papel de mediadores socialmente necesarios, que activan la capacidad de la gente para analizar. Ahora son intermediarios que dan tiempo y espacios como una dádiva a la sociedad, lo que les permite mostrar su capacidad de convocatoria a políticos en turno y excluirse del escrutinio público.
Pérez-Reverte escribe que sin miedo, todo poder se vuelve tiranía. Pero se equivoca al trasladar al periodismo el poder de generar ese miedo.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).