El hechizo de lo virtual

Reconocer el potencial de las nuevas tecnologías no implica abrazar la digitalización de manera acrítica.
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El futuro ya está aquí, y la pregunta parece ser cuánto falta para conseguir una hibridación real entre hombre y máquina, pero ¿cómo reflexionar éticamente sobre nuestro nuevo mundo tecnológico?

Empecemos por una afirmación: el advenimiento de un sujeto poshumano ha sido y es uno de los juguetes de escritores, diseñadores e investigadores desde que descubrimos el prueba y error que define cualquier descubrimiento científico. Son muchos quienes han proyectado o lanzado hacia el futuro esa imagen del hombre-ciborg, desde la propia ciencia ficción de Ray Badbury o Arthur C. Clarke hasta las propuestas del Neuromante de Gibson o las oscuras distopías futuristas de Ira Levin, pero es hoy, ya, ahora, cuando el futuro se ha hecho presente con propuestas tan arriesgadas y desasosegantes como el transhumanismo de Luc Ferry o la extraña y difícilmente catalogable apuesta de Neil Harbisson, ese extraño activista ciborg. Así que admitámoslo: hoy, un simple vistazo a la portada de la Mit Technology Review puede provocar temblores u orgasmos. No vivimos tiempos de medias tintas.

Siempre lejos, siempre adelante

Desde la perspectiva de los adalides del progreso permanente, parecería que vivimos ya en un camino definido por una idea sugerente, pero en el fondo aterradora: la perfectibilidad del ser humano. Esta perspectiva, que en el fondo perpetúa dos mitos poderosos, el mito del progreso y el mito de la superioridad occidental, parece anunciar la llegada de una nueva de Edad de Oro que, por primera vez, habita en el futuro cercano y no en nuestro melancólico pasado.

Pero las cosas son más complejas de lo que parece. El mito del progreso, que afirma la inevitable ascensión del hombre hacia la justicia, la paz y la horizontalidad de la sociedad por mor del uso de la razón, se ha transformado sibilinamente en una narrativa de mayor complejidad al identificar progreso con avance tecnológico. Traducido a nuestro actual estado de las cosas, dicho mito afirma que el individuo busca, esencialmente, alcanzar ciertos estándares de calidad de vida por medio del mágico bálsamo del consumo constante. En el fondo, esta suerte de modernismo individualizador se ha transmutado en un deseo de transformación colectiva y personal mediatizado o dirigido por la emergencia de la llamada “electrónica miniaturizada”, abrazada, por supuesto, al paradigma del Internet colaborativo o social (la famosa Web 2.0 y las futuras versiones de la misma idea) y a la definición de los espacios internéticos como mercado global, un mundo virtual sin fronteras reconocibles donde el dinero corre de aquí para allá sumido en su lógica especulativa, con los bitcoins como ejemplo revelador de lo mejor y lo peor de la capacidad innovadora del ser humano.

Aun así, no se puede negar que las visiones utópicas participan también de una porción de verdad aunque no sean, por supuesto, ninguna novedad. Basta con retroceder, sin ir más lejos, hasta las vanguardias de los primeros años post-revolución soviética, a las propuestas de los Eisenstein, Malévich, Meyerhold, Mayakovsky, Pudovkin, Kandinsky y tantos otros, para observar cómo el gusto por las soluciones técnicas o formales ha ido impregnando todos los sectores desde que decidimos ponerle un equívoco y quizá equivocado postfacio a la modernidad. Porque hoy, nuestra modernidad líquida parece encaminada hacia una suerte de tecnocentrismo.

¿La degradación de la realidad?

Si entendemos que la técnica define al ser humano desde sus mismos inicios, quizá sea el momento de aceptar que algunas cosas sí han cambiado. Las utopías artísticas más incisivas siempre han empleado la técnica como motor de transformación y, de hecho, desde Tomás Moro a Francis Bacon, pasando por Tommasso Campanella o Cyrano de Bergerac, todas ellas han girado en torno a la posibilidad de utilizar la máquina para lograr la perfección del mundo: la máquina como un nuevo demiurgo o como un nuevo Moisés, guía de la humanidad hacia la Salvación.

Siguiendo este impulso de la imaginación, hay consecuencias que bien merecen un momento de pausa, pues si ya no prima el aristotélico concepto de techne (que establecía un lugar para la tecnología, importante pero en ningún caso central), nuestras categorías morales no pueden sino haber cambiado adaptándose a los nuevos paradigmas. Es algo fácilmente observable en nuestra invasiva tendencia al crecimiento exponencial y permanente, un envoltorio conceptual donde el concepto de bondad (lo bueno, lo justo, etc.) se ha visto sustituido por el de utilidad, un conocimiento que permite (y he aquí el centro de la cuestión) dominar la naturaleza. Porque que los efectos sean bondadosos o nocivos es el hito sobre el que deberíamos estructura toda reflexión sobre el futuro y el presente tecnológicos. Pero operemos por contraposiciones.

Frente a los amables cantos sobre las bondades de un futuro mecanizado que permita al hombre ser más libre (idénticos, por ciento, a los lanzados al viento durante la Revolución Industrial) se contrapone una visión que anuncia la degradación de la realidad por medio de nuevas soluciones de simulación, es decir, por la completa virtualización del espacio social y cultural. El imperio de lo visual (o audiovisual) no sería, así, sino el centro del hechizo, el encantamiento de la imagen en movimiento construyendo la esfera de lo virtual, hechizo del que ya participamos todos con alborozo y entusiasmo incontinentes gracias a ese concepto tan poderosos y difuso: la democratización de la tecnología. Al mismo tiempo, frente a la vieja idea de que la economía es una ciencia que procura soluciones técnicas a problemas racionales, se contrapone la evidencia de la falta de neutralidad de los mercados y la negación, por la vía de los hechos, de la posibilidad de una sociedad post-clase que permita eso que John Rawls llamaba “la vida buena”.

Si estiramos el símil y miramos de pasada a la preeminencia del contenido en las nuevas estrategias digitales, observaremos también curiosas analogías. Por un lado, tenemos la democratización de la creación de contenidos a través de los canales digitales; enfrente, la afirmación de que, de nuevo, todo responde a nuestra fascinación por lo virtual. Lo fascinante aquí es que esta idea define muy exactamente nuestros hábitos de consumo: al comprar o consumir cualquier producto o servicio, parecemos obligados a sentir que hacemos algo significativo, como demuestra el relativo boom por el consumo ecológico o socialmente responsable, que se despreocupa del verdadero y engañoso funcionamiento oculto tras toda etiqueta de corrección política. Pero, en el fondo, se trata de un problema de velocidad.

Huyendo de profecías catastrofistas o deterministas, las dinámicas sociales hacen que los cambios tecnológicos sean, de hecho, imparables. El problema estaría en que las TIC se desarrollan más rápido que las disciplinas que procuran comprenderlas, lo que quizá enuncie la necesidad de redefinir nuestros métodos de aprehensión intelectual. Pero en todo caso, y mal-citando a Hölderlin, allí donde está el peligro está también la salvación, y de nuevo la tozuda realidad nos lanza al camino opuesto: nadie puede negar, honestamente, que innovaciones tecnológicas traen consigo nuevas posibilidades de interacción y pensamiento.

La Web social y las contradicciones del activismo digital

Hay, asimismo, otros aspectos que merecen una breve reflexión. La Web 2.0 nos ha colocado en medio de una discusión fascinante sobre el concepto de “ágora global”. De nuevo, hay aquí posiciones contrapuestas. A un lado, quienes afirman que, por medio de la tecnología, alcanzaremos un nuevo desarrollo de los sistemas de participación democráticos; al otro, los fríos datos que indican que la tercera parte de la población sigue sin tener acceso a la electricidad.  No se trata de negar las enormes posibilidades para practicar la contestación o la resistencia puestas en acto por la tecnología, pero sí de cuestionar algunas de sus “verdades”.

Así, la democratización de la crítica adherida a la idea de ágora global participa de algunas concepciones bastante discutibles, como la articulación de intereses comunes al margen de particularismos tales como la raza, la condición social, la nacionalidad, etc., o la posibilidad de una movilización social que no exija movilidad física. Su acierto evidente estaría en la identificación de otra problema capital: preguntarse por la Red es preguntarse por el Poder, y no podemos eludir las necesarias implicaciones para las ideas de libertad y democracia de un entorno estructurado alrededor de la cesión de nuestra privacidad y configurado para la detección, el análisis y el almacenamiento inmediatos de cualquier transacción, sea o no comercial. Porque en un un espacio de vigilancia, ¿cuánta libertad puede caber?

Pero acabemos con un pequeño rayo de esperanza: la capacidad transformadora de las TIC está, qué duda cabe, en sus posibilidades de articular otros modos de comunicación y organización que reflejen y transformen las formas de hacer y ser de lo humano en su variante individual y colectiva. Es precisamente esta incidencia en el imaginario colectivo lo que puede formularse en términos positivos u optimistas: reconocer el impulso creativo de lo digital para reconfigurar posiciones, pero también para flexibilizarlas y cuestionar su legitimidad, abrirlas a la crítica para posibilitar un pensamiento divergente y experimentador que converja finalmente en otro actuar más consciente de sí mismo, que se niegue a abrazar acríticamente las visiones más naíf de nuestra digitalización, pero capaz de reconocer en ellas todo su potencial. Porque el problema real, como nos advirtió B. F. Skinner, no es si las máquinas piensan, sino si lo hacen los hombres.

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(Bilbao, 1979) es profesor de Marketing y Narrativa Digital en el IED y la Universidad de Nebrija. Fundador y director en España de la agencia Tándem Lab.


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