La edad dorada de la indignación

Las tragedias ofrecen ocasiones para la solidaridad y la información, pero también para la frivolidad y el exhibicionismo.
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Se cuenta que una señora felicitó a Samuel Johnson por haber tenido el detalle de no incluir palabras obscenas en su diccionario. Él, a su vez, las felicitó por haberse tomado la molestia de buscarlas.

Todos somos alguna vez la amiga del doctor Johnson. Y, frente a lo que André Breton le dijo a Luis Buñuel en un encuentro melancólico, parece que los rumores sobre la muerte del escándalo eran exagerados: muchas de las cosas que asustaban en la época del surrealismo nos parecen pueriles, pero la conversación sigue siendo una sucesión de pequeños escándalos, y algunas formas de comunicación parecen haber facilitado una edad de oro de la indignación.

Las tragedias ofrecen ocasiones para la solidaridad y la información, pero también para la frivolidad y el exhibicionismo. Los medios nos lanzamos a informar en directo, un poco a la manera de la televisión. Y, como en la televisión, lo que se hace no es tanto informar -o no solo y desde luego no todo el rato- sino producir un espectáculo: el espectáculo del momento, de la incertidumbre, el vértigo y la tragedia. Va muy rápido y está lleno de imprecisiones, rumores, sesgos y cacofonías. (También de inteligencia y profesionalidad, y a veces de sensacionalismo y basura.) Y se hace a la vista de un público que interactúa y discute, que apoya pero también presiona y desinforma.

Todos sabemos que nuestros problemas en el trabajo o en la pareja son demasiado complicados como para explicarlos en unas pocas palabras: no digamos para solucionarlos. Los problemas del trabajo de los demás, en cambio, son mucho más sencillos. Los atentados de Barcelona y Cambrils han mostrado que España es una potencia mundial en deontología periodística, al menos en Twitter, y han revelado a una cantidad asombrosa de expertos en bolardos. Una parte tiene que ver con que muchas conversaciones que antes eran privadas ahora son semipúblicas, donde además los medios que antes canalizaban la conversación y buena parte de las críticas ya no establecen los términos de la discusión: son una voz más y un tema de debate. También es una forma de solidarizarse con las víctimas y de satisfacer la necesidad de participar en un momento importante: es algo que mostraban las personas que escribían mensajes diciendo que no tenían nada que escribir, o pidiendo que quien no tenía nada que escribir no escribiera nada para no crear más ruido. Quizá, aunque quienes sufren de verdad son las víctimas del atentado, en un momento de conmoción la idea de quedarse en silencio resulte especialmente aterradora: te quedas solo con la catástrofe y el dolor.

Sin embargo, lo que resultaba más común era el juicio moral, la expresión de la indignación. En este caso, la indignación no se dirigía tanto hacia los crímenes sino hacia lo que se decía de ellos, y no es difícil encontrar ejemplos parecidos. Por supuesto, hay cosas indignantes, pero la irritación es lo más socorrido. Cuando no conoces (o no te interesa) el funcionamiento de las cosas, siempre puedes recurrir a la ética. Y ahí, la definición más operativa de ética es la que alguna vez ha dado Fernando Savater: ética es lo que les falta a los otros.

No siempre se hace por desconocimiento. También lo hacen algunos medios. Cuando trabajaba en televisión, ofrecimos una cantidad a los protagonistas de un suceso para que contaran lo que había pasado en el plató. No vinieron porque otra cadena les ofrecía más dinero, así que nosotros organizamos un debate sobre la inmoralidad de las televisiones que ofrecían dinero a quienes habían vivido desgracias.

En inglés llaman virtue signalling a la exhibición de valores morales que te permite mejorar el concepto que los demás tienen de ti. Se hace -lo hacemos- con temas serios e intrascendentes, y casi siempre con un buen propósito. Pero también recuerda a lo que escribió Sánchez Ferlosio sobre cargarse de razón:

En la noción de “cargarse de razón” está implícitamente entendido que el que se carga de razón no es alguien que haga algo, sino alguien que permanece inmóvil mientras otro, añadiendo torpeza sobre torpeza, error sobre error, injusticia sobre injusticia o maldad sobre maldad, viene de alguna forma a convertirse en un auténtico motor que carga de razón (y creo que cuadra la eléctrica metáfora) la dinamo o la batería del primero, como si acumulase un potencial moral a favor de este. Tan sorprendente representación activa del que, inmóvil, se carga de razón por obra y gracia de la acción ajena, y merced a la cualidad de sinrazón que se le supone a esta, es la imagen más viva del farisaísmo y el testimonio lingüístico fehaciente de su realidad. Quiero decir que ninguna evidencia más segura podría haber de la realidad psicológica del farisaísmo, como mecanismo moral definido por “construir la propia bondad con la maldad ajena” (confróntese Max Weber, “utilización de la moral como instrumento para tener razón”), que los inequívocos rasgos conceptuales de esta expresión tan natural -y genial- del castellano que es “cargarse de razón”. Pero, además, “cargarse de razón” conlleva, ya como mera connotación lingüística y por ende como efecto jurídico inherente, la adquisición de un derecho sobre el otro.

“A los moderados nos toca aguantar lo que nos molesta y aprender”, recuerda Alberto Penadés. La expresión de la indignación moral en ocasiones es necesaria y eficaz, y muchas veces tiene sus satisfacciones: criticar es entretenido y la sensación de ser virtuoso resulta agradable. Por desgracia, a menudo solo se queda en esto último.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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