En el año previo a la elección presidencial de 2016 en EUA, un grupo de investigadores asociados al departamento de psicología de la Universidad de Nueva York analizó 563,312 tuits relacionados con tres temas políticos/morales polarizantes: matrimonio entre personas del mismo sexo, control de armas y cambio climático. Estos tuits se dividieron en tres categorías o diccionarios: los que usaban palabras morales como deber, ley, traidor, control e insubordinación; los que usaban palabras emocionales como miedo, admiración, calma o valiente; y los que usaban ambas palabras (morales + emocionales) como avaricia, abandono, compasión o violencia. Tras contabilizar el número de veces que se retuiteó cada uno de estos mensajes, descubrieron que ¡por cada palabra! calificada como moral + emocional había un 20% más de probabilidades de ser retuiteado. Esto sugiere que la emoción es un componente clave para difundir el contenido moral de un mensaje a través de las redes sociales. ¿Quieren un mensaje viral? Usen un lenguaje moral-emocional. El mejor ejemplo reciente, odio decirlo, es Trump.
Ahora, si bien este estudio arroja luz sobre los factores que inciden en la difusión y viralización de determinado contenido, ¿cómo se explica la constante indignación que nos provoca? Partiendo de la premisa de que las personas se indignan cuando piensan que se ha violado una norma moral, Molly Crockett, una neurocientífica, recuperó los resultados de un estudio llamado “Morality in everyday life” cuyo principal hallazgo fue encontrar que menos del 10% de las experiencias diarias de una persona implican cometer, ser objeto o presenciar actos inmorales. Pero ese porcentaje se duplica si solo “se enteran” del acto inmoral.
¿De cuántos actos inmorales de los vecinos no nos hemos enterado gracias a otros vecinos? ¿Y la fechoría de nuestro colega de trabajo, que nos contó el compañero de la oficina vecina, no es acaso imperdonable? De acuerdo con Crockett, antes de internet y las redes sociales los chismes cumplían una función social: difundir, en pequeños círculos sociales, noticias sobre quién era confiable, pero con internet la dinámica del chisme ha quedado completamente trastocada, porque a través de este medio todos los días, cada minuto, estamos expuestos al testimonio o la experiencia de alguien que denuncia un acto inmoral. Y esas inmoralidades se denuncian – ¡cómo si no!– con la mayor carga de lenguaje moral + emocional, lo que a su vez genera mayor difusión y en consecuencia mayor indignación.
Aunque rabiar todos los días por lo que leemos en la red tampoco es sano a nivel individual, no es nuestra gastritis perenne lo que debe preocuparnos, sino lo que Crockett llama la “fatiga de la indignación”: todo nos indigna con la misma intensidad, no importa sin son chismes o fake news, si es algo desagradable o verdaderamente atroz.
La indignación[1] social puede mandar el mensaje correcto: “este comportamiento es socialmente inaceptable”, pero si solo nos indignamos en las redes sociales, muy probablemente ese mensaje no está llegando a su destinatario y quizá solo estamos repudiando un acto inmoral porque eso nos hace parecer confiables.
¿Por qué no, para variar, probamos con unas jornadas de indignación offline?
[1] Otra teoría interesante sobre la indignación moral es la de “The emotional components of moral outrage and their effect on mock juror verdicts”. De acuerdo con los autores de este texto, la indignación moral como simple cólera puede pasar por alto otro componente emocional importante: la repulsión moral. La ira es solo una de las muchas emociones morales que las personas experimentan al presenciar una transgresión moral, pero hay otras emociones morales, como la repulsión, que puede hacer que las personas juzguen las violaciones a las normas morales de manera más estricta. Por ejemplo, cuando las personas estaban expuestas a un olor repugnante, emitían juicios más severos para el transgresor moral.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.