Si hubiera que elegir otra estrategia para detener el narcotráfico más inepta, cruel e ineficaz que la mexicana, Filipinas despunta hoy como el mejor contendiente. Desde hace más de un año, con la administración del Presidente Rodrigo Duterte y su “guerra contra las drogas”, el país asiático inicia el mismo camino recorrido por ya tres administraciones mexicanas: miopía e incapacidad institucional, creación de incentivos perversos para los actores equivocados, altísima tolerancia a la corrupción y a la impunidad, nula capacidad de autocrítica y, sobre todo, violencia, demasiada violencia.
Al contrario de la experiencia mexicana, en la que de un buen día al otro Felipe Calderón sorprendió a todos asumiéndose como un estratega militar, Duterte anunció repetidamente en su campaña la promesa de emplear mano dura para arrasar con el crimen en sólo seis meses. De hecho, ya desde su mandato como alcalde de Davao, en Mindanao, la isla más austral de Filipinas, el ahora presidente alardeaba de recurrir al asesinato para erradicar el crimen. Durante su periodo, grupos locales de derechos humanos documentaron al menos mil cuatrocientos casos de ejecuciones extra judiciales.
Ya como presidente electo, Duterte instauró, esta vez a nivel nacional, el abuso de poder como política pública: durante los primeros cien días de su administración, Amnistía Internacional, basada en las propias cifras de la Policía Nacional, calculó que cada veinticuatro horas, al menos treinta y tres personas fueron ejecutadas por la policía o por “bandas rivales”, eufemismo para nombrar a los escuadrones organizados y pagados por la propia policía (la cabeza de un consumidor se paga en 100 dólares, la de un traficante medio, en 300 dólares).
Al día de hoy, la cifra de ejecutados, en la que se incluyen estudiantes, adolescentes embarazadas y extranjeros, se calcula en alrededor de trece mil personas. Y esa cifra podría ser mucho mayor, aunque es imposible saberlo, ya que las autoridades se han esforzado en opacar o simplemente dar a conocer las cifras reales.. Otro paralelismo igual de infamante es la estulticia con la que Duterte planteó enfrentar al crimen organizado. Como en México, en donde la tarea recayó en el ejército, que además de carecer de la preparación táctica necesaria no contaba con un mandato legal para actuar en tareas de ese tipo, Duterte encomendó la tarea a la Policía Nacional, que tampoco tenía la capacitación ni mucho menos noción de la complejidad del problema. La estrategia inicial, que al día de hoy no ha sido realmente corregida, es sencilla: asesinar a usuarios y traficantes por igual; preguntar después, si acaso. De todas las ejecuciones, al menos de las 3,800 que la policía acepta, sólo diez han desembocado en una investigación.
Duterte además sobredimensionó intencionalmente el problema del consumo de drogas de manera tan irrisoria que resulta más bien trágica. Según él, hay alrededor de tres millones de consumidores de metanfetaminas, droga que vuelve paranoicos, y por tanto peligrosos, a los usuarios, lo que no sucede con la cocaína, todo esto de acuerdo a la pobre argumentación de su ministro de relaciones exteriores. En realidad, de acuerdo a un informe de 2015 del Buró de Drogas Peligrosas de Filipinas, solamente 1.8 millones de personas habían consumido una sola vez droga en los últimos trece meses, y de esos, menos de 900,000 usaron metanfetaminas. La mayoría se identificaron como consumidores de marihuana. De hecho, el mismo Buró aceptó que únicamente 18,000 adictos eran considerados como susceptibles de ingresar a programas de rehabilitación.
La impunidad y el cinismo de Duterte, quien no tiene reparos en decir que estaría feliz de asesinar a esos supuestos tres millones de adictos, tal como Hitler “masacró a tres millones de judíos”, ha sido posible por dos razones muy sencillas. En primer lugar, la vasta mayoría de los ejecutados pertenecen a las clases sociales más desposeídas; aquellos que no son visibles ni tienen voz o representación. Por decirlo de manera burda, pero que sin duda caracterizó el sentir de la sociedad mexicana al inicio de la guerra contra el narcotráfico, y ahora también de la sociedad filipina, aquellos que no importan. En segundo lugar, el gobierno se empeña en deshumanizar y anonimizar a todos los involucrados, traficantes y adictos por igual, imponiendo una narrativa en la que su muerte y desaparición es el único remedio.
Pero las ejecuciones en Filipinas afectan ya a las clases sociales más privilegiadas, que entonces descubren con horror que su tolerancia inicial ha desatado una ola de impunidad y violencia que no saben cómo detener. De hecho, fue solo a partir de octubre pasado que se han registrado protestas en las calles, y coaliciones de abogados y académicos, e incluso jerarcas de la iglesia, cuestionan la estrategia de Duterte. Tal como sucedió en México, una vez que la violencia está fuera de control y es imposible ocultar que la estrategia descansa en premisas erróneas, comienzan a efectuarse algunas correcciones en Filipinas, como retirarle el mandato de la lucha contra el narcotráfico a la Policía Nacional y asignarlo a la Administración para el Control de Drogas, que son en realidad concesiones a la presión pública más que signos de una autoevaluación sincera y meditada.
Durante varios siglos, en la administración colonial, las historias de México y Filipinas fueron convergentes. En nuestros días, en la vida diaria de cualquier filipino, el legado mexicano es todavía palpable en el lenguaje, la gastronomía, la toponimia o en ciertas costumbres y tradiciones. Por lo visto, una vez más los destinos de ambos países se tocan nuevamente, aunque ahora por la más mediocre de las razones: la incapacidad de sus líderes para afrontar inteligentemente, desde la legalidad y con el mayor respeto a sus ciudadanos, un problema que no va a solventarse con las armas.
Es escritor. Reside actualmente en Sídney