Desde el origen de la vida en el planeta han ocurrido varias extinciones masivas. Durante los últimos años, la disminución de los miembros de varias especies, desde abejas hasta gorilas y la desaparición de especies completas hacen pensar a la comunidad científica que estamos al borde de la sexta gran extinción masiva en el planeta. La diferencia, en esta ocasión, es que la causa de este evento es el ser humano[1].
A pesar del número de animales en esta situación, son pocos los que logran saltar de las listas de especies en peligro al conocimiento público. Los humanos somos selectivos con nuestras preocupaciones y las criaturas que despiertan un interés generalizado suelen ser aquellas que nos resultan más “carismáticas” o más fáciles de antropomorfizar. Nuestra capacidad de empatía parece estar directamente relacionada con qué tan “humano” nos parezca un animal. Es por esto que, en general, es más fácil sentir preocupación por los rinocerontes o los tigres que por la enorme cantidad de invertebrados en peligro de extinción: es más fácil identificarse con un panda que con un molusco.
En el caso de la vaquita marina, por ejemplo, se conjugan varios factores que han logrado llamar la atención al grado de tomar medidas: su causa fue apadrinada por Leonardo DiCaprio; su apariencia bonachona, casi infantil, genera ternura y la vuelve muy fácil de identificar; no sólo es una especie endémica sino una que posee un hábitat reducido; ostenta el puesto del cetáceo más pequeño del mundo y, claro, como nosotros, es mamífera, es decir que queda más cercana a nuestra empatía que otros animales que comparten algunas de estas características. La vaquita marina, además, se encuentra en la recta final: su estado crítico nos mueve a una necesidad urgente de actuar. Pareciera que sólo nos resultan interesantes los casos de animales que están absolutamente al borde de la extinción y los que van apenas en camino pueden esperar. Supongo que es porque nos gusta la idea de los milagros. Justo por el retraso con el que llegó este interés la supervivencia de la vaquita es poco probable.
Tal vez la vaquita marina[2], con todos los reflectores encima, logre, con suerte, replicar la situación del panda, un caso particularmente mediatizado que sacó a la especie de las listas de animales en peligro de extinción. Y es que, ¿a quién no le gustan los pandas? Comemos gomitas con su forma, vemos sus videos en internet, es más, hasta fue la rechoncha imagen elegida para el logo del World Wildlife Found[3]. Imposible dejarlos morir. En 1987 China protegió a los pandas en su constitución; eran una herramienta diplomática muy útil y se habían vuelto un símbolo nacional. Sin embargo, esta decisión no tiene que ver con un interés legítimo por el bienestar de los animales en general: los cuernos de rinocerontes, colmillos de elefantes y bilis de osos[4] siguen siendo hoy en día comercializados en China bajo el amparo de la ley.
¿Cómo elegimos qué batallas contra la extinción hay que librar? Un vistazo a la historia de las extinciones animales hace pensar que lo que nos mueve a salvar a una especie es el beneficio que podamos obtener de su supervivencia, o bien, el mero capricho.
El concepto mismo de extinción es muy nuevo en la historia del hombre. En su libro Crónicas de la extinción, Héctor T. Arita utiliza el caso de los mamuts para hablar de cómo fue que la idea pasó de ser descabellada[5] a un hecho probado por Georges Cuvier a inicios del siglo XIX. Pero incluso con el concepto de extinción siendo conocido, ptardamos en tomar medidas para salvar a las especies amenazadas. No fue hasta mediados del XIX que el movimiento conservacionista moderno se consolidó. Y aún así las extinciones por motivos humanos siguieron, algunas de ellas, incluso, fueron deliberadas.
El caso del bisonte en Estados Unidos resulta útil para retratar de cuerpo entero nuestra capacidad destructiva y calculadora. El gobierno de Ulysses S. Grant decidió trasladar a las tribus indígenas que aún habitaban sus tierras a reservas en espacios designados. Esta medida fue rechazada por los indígenas quienes, naturalmente, se negaban a dejar su territorio. El gobierno comenzó a presionar de diversas maneras y una de las acciones que se tomaron para obligar a las tribus a reubicarse fue la caza sistemática de bisontes. Estos animales eran fundamentales para los indígenas, no sólo de manera práctica como fuente de alimento y abrigo, sino también de manera simbólica. La súbita reducción de bisontes obligó a las tribus a ceder a las demandas del gobierno. Para 1893 quedaban menos de 400 animales y reubicar a los indígenas fue relativamente sencillo.
Incluso en la actualidad seguimos hablando de extinciones planeadas. Así es el caso de los mosquitos, cuya existencia está amenazada por una posible mutación genética, creada por la mano humana, que terminaría con las especies que transmiten enfermedades. Considerando las muertes anuales que causan las picaduras de mosquitos, parece ser una opción no solo viable sino deseable.
Al final, parece que, como en muchos otros ámbitos, en materia de protección a las especies amenazadas, incluso en casos tan celebrados como el del panda, lo que prima es el antopocentrismo y la relación utilitaria y vertical que tenemos con los animales. Es importante tomar en cuenta que las extinciones ocurren a un ritmo mayor que el de la conservación; es decir, inevitablemente se extinguirán especies. También hay que considerar que intentar salvar a una especie implica una inversión económica fuerte. Muchas veces la decisión sobre qué especie salvar depende de un cálculo de costo-beneficio. Lo que nos corresponde, entonces, es determinar qué beneficios estamos buscando. En algunos casos, particularmente en los de animales de consumo humano, el beneficio es económico: invertir en conservar al atún resulta en una remuneración económica por la gran demanda que hay del pez. En otros, como el caso del águila calva, el beneficio es simbólico: el animal tiene una carga política o social que los vuelve candidatos a la inversión; lo que se está salvando no es a una especie sino a un símbolo. Otros elementos que se toman en cuenta son la rareza genética y la importancia ambiental de las especies[6]. Nueva Zelanda se ha vuelto un modelo en materia de conservación ya que agregaron a la ecuación costo-beneficio un tercer factor que ha dado buenos resultados: la probabilidad de salvar a la especie. De este modo se evita destinar grandes recursos en salvar una única especie y se busca rescatar a otros animales cuya población todavía no es tan reducida. Bajo este modelo, por ejemplo, la vaquita marina quedaría fuera del presupuesto y se destinarían fondos para otros animales amenazados en una situación menos extrema[7]. Aún así, resulta descorazonador que el factor económico sea el que termine dictando qué animales vale la pena salvar.
En casos como el del mosquito, la extinción puede parecernos razonable, pero hay muchas más especies en extinción que no suponen un daño al ser humano y que por parecernos inútiles o poco atractivas, por no lograr caernos bien, por salirse del presupuesto, no ofrecer un beneficio tangible, por no saber venderse bien, vaya, quedarán condenadas a la desaparición.
[1] Únicamente en México se estima que hay 475 especies en peligro de extinción y 896 bajo amenaza, muchas de ellas endémicas.
[2] Creo que es importante hablar también de la totoaba, un pez que se encuentra cerca de su extinción y al que se sigue pescando de manera clandestina. Es en las redes de esta pesca clandestina que mueren muchas de las vaquitas marinas. La totoaba, sin embargo, ha sido tratada mediáticamente como un personaje secundario en la historia estelarizada por la vaquita marina. Basta buscar una foto del pez para entender por qué no se quedó con el protagónico.
[3] En este logo, por cierto, no aparece cualquier panda, sino Chi Chi una panda gigante que acababa de ser adquirida por el Zoológico de Londres y que era la absoluta favorita de los visitantes del zoológico: era, en ese momento, el único panda en Occidente.
- Las granjas de bilis de oso parecen sacadas de una pesadilla: osos pardos, tibetanos y malayos son capturados, a veces desde cachorros, y encerrados en unas pequeñas jaulas que no les permiten ningún tipo de movilidad. Por medio de cirugía, insertan un catéter en el oso para extraer la bilis. Hay animales que pueden pasar hasta treinta años en esas granja, hacinados y enjaulados.
[5] La idea de la extinción era puesta en duda por varios frentes: por un lado, desde la religión resultaba imposible que, después del diluvio universal, se extinguieran especies, ya que Dios había elegido a las criaturas que conservaría. Los naturalistas, por su parte, consideraban imposible la extinción ya que esta desestabilizaria la cadena natural y resultaría en el colapso del orden natural.
[6] En el caso de México, por ejemplo, según datos de conabio, se da predilección a especies endémicas, también es importante la variación genética y la importancia de la especie en su ecosistema. Sin embargo, el beneficio económico que se obtenga de la preservación de las especies sigue siendo fundamental a la hora de tomar decisiones. No apresuremos el juicio: nosotros también somos bestias tratando de sobrevivir.
[7] Por mencionar alguna especie menos popular pero con mayores probabilidades: la liebre de Tehuantepec.
(Estado de México, 1987) Traduce, corrige, edita y a veces escribe. También pasea a menudo a sus perros.