La “receta mexicana” que Andrés Manuel López Obrador está proponiendo para pacificar al país y reducir la violencia generada por el narcotráfico incluye el otorgamiento de amnistías. Aunque aún no se ha especificado conforma a qué criterios se otorgarían –Olga Sánchez Cordero ha detallado que serían para “esos millones que han sido reclutados por el crimen organizado por no tener las oportunidades que todo mexicano debería tener”–, la propuesta ha generado ya un intenso debate público.
Esta discusión es un espejo de los debates políticos que Colombia ha enfrentado en los últimos treinta años, mientras ha intentado acabar con el narcotráfico y con la violencia asociada a este. Gira, sobre todo, en torno a dos dilemas centrales: ¿cómo lograr que los actores al margen de la ley que lideran el tráfico de drogas lo dejen? ¿Qué hacer con las poblaciones más vulnerables que terminan vinculadas a este?
¿Qué hacer con los narcos y los paramilitares?
Desde los años 80, Colombia enfrentó el dilema de cómo lograr que los grandes capos del narcotráfico como Pablo Escobar dejaran el rentable negocio y pusieran fin al espiral de violencia en el que sumieron al país.
Las amnistías siempre estuvieron fuera de la ecuación, porque la ley colombiana solo permite contemplarlas cuando se trata de delitos con fines políticos como la rebelión, la sedición y la asonada. Como los narcos no eran buscados por ninguno de esos delitos, el debate giró siempre en torno a qué beneficios penales podría ofrecerles el Gobierno a cambio de alejarse del tráfico.
Durante años esos narcos buscaron acuerdos a cambio de sentencias reducidas, en casos de sometimiento a la justicia que casi siempre terminaron mal. El más famoso fue el de Escobar, quien –tras entregarse en 1991 y ser recluido en una cárcel hecha a su medida y llena de lujos llamada La Catedral– protagonizó una fuga de película tan solo unos meses más tarde y recrudeció la violencia contra el Estado y la sociedad colombiana.
Ese panorama político cambió cuando, capturados o dados de baja los principales capos y desmantelados sus carteles de droga, el narcotráfico quedó en manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –una vieja guerrilla de origen rural y comunista– y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) –una federación de grupos paramilitares de extrema derecha–, que en el pasado habían tenido tratos con los narcos, pero no el control del negocio.
Como se trataba de grupos armados ilegales –y, por lo tanto, según la ley colombiana, partes del conflicto armado–, era posible pensar en una solución que hasta el momento había estado fuera de la ecuación: una negociación de paz.
La lógica era que, en el marco de una transición de la guerra a la paz, es posible pensar en un sistema de justicia transicional y en penas especiales a cambio de ciertas condiciones.
Este cambio de estrategia se materializó en 2003, cuando el presidente Álvaro Uribe comenzó a explorar maneras de negociar el desarme de los paramilitares, que habían nacido para combatir a las guerrillas pero terminaron convirtiéndose en un ejército ilegal igual de sanguinario.
Dado que hasta ese momento el Estado no consideraba a los paramilitares como un actor beligerante, Uribe impulsó una reforma a la ley de orden público que lo facultó para negociar con cualquier grupo al margen de la ley, sin importar si su alzamiento en armas tenía una finalidad política o no.
Eso le dio el marco legal a Uribe para iniciar un proceso de desmovilización con 35 mil paramilitares, que dejaron sus armas a cambio de un proceso de reinserción a la vida civil. Tras un ajuste del Congreso de la República, los paramilitares debieron pagar de 5 a 8 años de cárcel y luego la Corte Constitucional –el máximo tribunal colombiano– añadió una condición: solo podría haber beneficios penales si se satisfacían los derechos de las víctimas a la verdad.
En el fondo, Colombia se empezó a preguntar, ¿cuándo se puede decir que un grupo no está buscando enriquecerse con el tráfico de drogas, sino que está financiando un interés político? ¿Cuándo están armando un ejército para proteger un negocio y cuándo están manteniendo un negocio para financiar un ejército? La respuesta del país fue: si es parte en el conflicto armado, es posible darle un tratamiento penal especial a sus delitos.
¿Qué hacer con las FARC?
Con el acuerdo de paz firmado con las FARC a finales de 2016, Colombia decidió apostarle –desde la negociación misma– a un sistema integral de justicia transicional que pusiera a las víctimas en el centro. (Colombia optó por este sistema tras ver que muchas amnistías generales a crímenes graves se cayeron años después en Brasil, Chile, Guatemala, Perú y Uruguay, luego de sendos fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.)
Según este sistema, en primer lugar, las FARC –que durante años se financiaron con el narcotráfico y controlaban toda la venta de la hoja de coca mediante un impuesto llamado ‘gramaje’– se comprometieron explícitamente en el acuerdo a “poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno” y “contribuir con el esclarecimiento de la relación entre el conflicto y el cultivo, la producción y la comercialización de drogas ilícitas”.
Como resultado del acuerdo, los 12 mil integrantes de esta guerrilla que tenían procesos judiciales abiertos o condenas por narcotráfico deberán someterse ahora a una justicia especial para que esta decida si los amnistía por considerar que al hacerlo estaban financiando la rebelión o si se trataba de delitos con fines de lucro personal, que quedarían excluidos y serían juzgados por la justicia ordinaria.
Más ampliamente, esta Jurisdicción Especial para la Paz juzgará a todos los responsables de los crímenes más graves y representativos, lo que permite a Colombia cumplir con sus obligaciones frente al Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional. Por ejemplo, quienes cometieron delitos de lesa humanidad como el secuestro, la violencia sexual o el reclutamiento de menores podrán recibir sentencias reducidas y alternativas solo si cumplen tres condiciones ineludibles: reconocer su responsabilidad de entrada, contar la verdad a las víctimas y trabajar directamente para repararlas. Es decir, el beneficio está de nuevo condicionado.
Si cualquier integrante de las FARC reincide en algún delito –incluido el narcotráfico–después de la firma del acuerdo, pierde esos beneficios penales. De hecho, el debate político más duro actualmente gira en torno a la suerte que correrá Jesús Santrich, un líder de la guerrilla que fue arrestado hace un mes tras hacerse público un video en el que parece estar negociando con narcos mexicanos el envío de un cargamento de cocaína. De comprobarse el delito, le costaría a él la expulsión del acuerdo de paz y a su partido, probablemente, el escaño en el Senado que él obtuvo en marzo.
El tema, sin embargo, sigue causando división. Iván Duque, el candidato del partido del expresidente Uribe que lidera las encuestas de las presidenciales de este mes y que se opuso al acuerdo de paz, quiere cambiar la categoría del narcotráfico para que las FARC no puedan salir tan bien libradas. “Nosotros queremos llegar al gobierno y el 7 de agosto a presentar una reforma constitucional, para que quede claro que el narcotráfico no es un delito conexo al delito político y por ende no debe ser un delito amnistiable”, dijo hace poco, haciendo eco de una postura que ha expresado varias veces su padrino, el hoy senador Álvaro Uribe.
En todo caso, Colombia es consciente de que necesita otras herramientas para poder sacar del negocio a grupos del crimen organizado que no tienen fines políticos.
Eso quedó claro en 2011, cuando se sometió a la justicia una disidencia de los paramilitares que no quiso desmovilizarse cinco años antes y que terminó convertida en una banda criminal (o ‘bacrim’, en la jerga colombiana). El problema es que este grupo, llamado ERPAC, era tan numeroso que desbordó la capacidad de la justicia colombiana, que tenía que procesar a sus 300 integrantes uno a uno y terminó soltando a muchos.
De ahí que este año –a raíz de otra reflexión del acuerdo de paz– el Gobierno de Santos presentó al Congreso un proyecto de ley que permitirá procesos de sometimiento a la justicia más ágiles y colectivos.
¿Y qué hacer con los eslabones débiles?
El dilema de qué hacer con los grupos armados trajo consigo uno paralelo: ¿qué hacer con aquellas personas que terminaron inmersas en la cadena del narcotráfico, pero que no la controlan? ¿Cómo proceder ante esos eslabones más débiles, donde no están ni las grandes sumas de dinero ni tampoco la violencia?
La respuesta a esa pregunta es fundamental, porque permite a un país con limitados recursos humanos y financieros como Colombia decidir dónde los concentra.
Por un lado, estas personas están inmersas en actividades ilícitas, como cultivar –muchas veces por la fuerza– las plantas de coca, amapola o marihuana que son la materia prima para las drogas que luego se exportan. Pero, por el otro, si el Estado concentra sus operativos de seguridad y su capacidad de administrar justicia en perseguir a los consumidores y los campesinos cultivadores, nunca logrará desarticular a las redes criminales que realmente controlan el negocio.
Durante la era de Uribe (2002-2010), la policía tenía la directriz de procesar penalmente a mil campesinos cultivadores al año, una tarea que resultaba inútil porque casi siempre eran puestos en libertad por los jueces y, encima, el Estado perdía legitimidad en esas regiones donde proliferaban los cultivos. De ahí que, más por razones pragmáticas que por una orden expresa, la policía terminó abandonando esa práctica y optó por enfocarse en medidas más efectivas como incautar los cargamentos de hoja de coca y destruir los cultivos.
El acuerdo de paz de 2016 plasmó esta estrategia con mayor claridad. La paz de Colombia –reflexionaron los negociadores del Gobierno– pasa necesariamente por encontrar una solución al problema de las drogas.
Su razonamiento se basaba en la idea de que si no se transforman las condiciones de vida en las regiones más golpeadas por la violencia y por las economías ilícitas, nuevos grupos criminales tomarían el lugar de la guerrilla saliente. En cambio, si la sustitución de cultivos se hace mano a mano con las comunidades (que apenas sobreviven con la coca), las soluciones se mantendrían en el tiempo.
De ahí que el acuerdo tiene un capítulo completo sobre el tema de drogas, que parte de rutas diferentes para cada eslabón.
Para los campesinos cocaleros, crea un programa de sustitución productiva acompañado por una fuerte inversión del Estado en carreteras, acceso a mercados y, en general, desarrollo rural. En paralelo, se acordó sacar adelante un proyecto de ley para renunciar a la persecución penal de esos campesinos que se comprometieran a sustituir sus cultivos de uso ilícito. (Esta no es una idea únicamente colombiana: la Comisión Global de Política de Drogas que integran una veintena de expresidentes y exmandatarios internacionales –incluidos Ernesto Zedillo y el colombiano César Gaviria– ha recomendado desde 2014 dejar de concentrarse en quienes llegan al negocio por razones de supervivencia económica).
Para los consumidores, el acuerdo propuso un enfoque de salud pública que prioriza el tratamiento y la prevención. Y para el resto de la cadena, desde la producción hasta el lavado de activos, todo el peso de la ley.
“El proceso de paz no va a resolver el problema del crimen organizado, pero sí puede contribuir a reducir radicalmente su expresión en los territorios y, sobre todo, a sacar de la trampa de los cultivos ilícitos a decenas de miles de colombianos”, explicaba Sergio Jaramillo, el Alto Comisionado de Paz del presidente Santos, arquitecto de toda la negociación, en uno de sus discursos más conocidos.
La suma de estas estrategias es lo que finalmente podría permitir a Colombia, en algunos años, materializar la promesa del acuerdo de paz de que “jamás el narcotráfico vuelva a amenazar el destino del país”.
es un periodista colombiano especializado en temas ambientales y de paz.