Argentina ha tenido doce años y cuatro Mundiales para aprender algo en teoría sencillo: hay que darle el balón a Messi y, sobre todo, hay que devolvérselo. Durante algún tiempo pareció interiorizar lo primero: efectivamente, los jugadores buscaban a Leo… solo que le buscaban a cuarenta o cuarenta y cinco metros de la portería y con un gesto que venía a decir: “y ahora, inventa”. Ante tal responsabilidad, Leo a veces inventaba y muchas otras veces, no. Básicamente porque no todos los rivales son el Getafe.
Con todo, ese método fallido en apariencia llevó a la selección albiceleste a dos finales de la Copa América y a una final de la Copa del Mundo. Las dos primeras las perdió en los penaltis y la tercera la perdió en la prórroga. Las tres tuvieron como punto en común fallos groseros de algún delantero, generalmente Higuaín, lo que en cierta medida exculpaba a Messi de cualquier mal. Lo normal habría sido incidir en la importancia del capitán después de ver lo que pasó en la clasificación, cuando Argentina casi se queda fuera por la sanción a su estrella y solo consiguió sellar el pase a Rusia con un hat-trick de Leo en Ecuador. Sin embargo, no ha sido así y ninguna de las dos partes ha ayudado.
Empecemos por lo más obvio: ni en 2010 o 2014, cuando Messi bajaba a medio campo a crear todo el juego ofensivo de Argentina, consiguió que sus compañeros entendieran que su peligro no estaba en la conducción ni en el pase, sino en la continuación. Si Messi ha destacado de esa manera en el Barcelona es porque sus entrenadores y sus compañeros siempre han tenido claro que el balón peligroso no es el que se le da a Messi sino el que se le devuelve cuando él ya te lo ha dado.
Este es un concepto en apariencia sencillo pero que no entra en la cabeza de los distintos jugadores que van pasando por la selección: incluso el joven y prometedor Dybala cayó en el mismo error nada más ingresar en el campo. Ante la posibilidad de devolver una pared que dejaba a Messi solo, de cara, en el área, prefirió tirar escorado a puerta, con resultados desastrosos. Esto le ha pasado a Leo con Tévez, con Higuaín, con Di María, con Agüero… la sensación es que sus compañeros siempre se han creído mejores de lo que eran y nunca han entendido que, ante la duda, y por mucho que la portería se acercara –especialmente, de hecho, conforme la portería se acercaba– la solución más fácil y efectiva era devolverle al mejor jugador del mundo lo que era suyo.
Ante Croacia sin embargo, presenciamos una nueva vuelta de tuerca. A Messi no solo no le devolvieron ni una sola pared, sino que ni siquiera lo buscaron en el medio campo ni en tres cuartos. A menudo, bastaba con un pase sencillo, vertical, de cinco metros, para colocar al diez en ventaja, pero nadie era capaz. Ni Mascherano, ni Pérez ni Meza ni mucho menos ninguno de los tres centrales que se estorbaban en la salida argentina del balón. Sin paredes, sin espacio y sin pelota, Messi se fue diluyendo y su selección se ahogó en su propia trampa, la que tendió Sampaoli juntando un once horripilante y sin criterio alguno. Ante Islandia, el equipo solo mejoró, y notablemente, cuando salió Banega a la cancha. Ante Croacia, el del Sevilla no disputó ni un solo minuto.
Ahora bien, dicho todo esto, que probablemente sea lo primordial, quizá haya llegado el momento de hablar del propio Leo y de su actitud. En sus diecisiete partidos como mundialista ha marcado cinco goles. En 2010 se fue en blanco y tiene pinta de que en 2018 le puede pasar lo mismo. Las cifras son tan pobres en comparación con su rendimiento habitual, incluso con su selección en amistosos y clasificatorias, que culpar continua y exclusivamente a los demás empieza a no tener sentido. Durante todo el partido dio la sensación de que Messi pudo hacer más, que al menos pudo hacer lo que hizo ante Islandia. Recibir, encarar y tirar once veces, aunque fuera con desacierto.
Su rendimiento ante Croacia fue impropio de su estatus como mejor jugador del mundo. Es duro decirlo, pero es así. Cuando un combinado lleva doce años ignorando tus cualidades, igual empieza a ser el momento de dar un golpe sobre la mesa y no mantenerse en ese “no quiero molestar” que parece transmitir Leo en el campo cuando las cosas se ponen complicadas. No hace falta que sea Maradona, simplemente que sea un líder, un capitán, y que exija. Que exija el balón, que exija que se aparten, que exija que se acaben las incursiones suicidas del Acuña o el Salvio de turno por la banda ante tres rivales.
Como la comparación es inevitable, basta con ver lo que sucede con Cristiano Ronaldo en Portugal. Nadie se atreve a llevarle la contraria. Nadie se atreve a negarle un pase. Cristiano, que, por supuesto, es peor jugador que Messi con el balón en los pies, tiene la ventaja de que puede destacar en cualquier partido con cualquier equipo precisamente porque apenas necesita la pelota. Sabe lo que tiene que hacer, sus compañeros también y siempre –o casi siempre– aparece. Ya no necesita arrancadas brutales ni demostraciones. Se limita a tres o cuatro aguijonazos que suelen acabar en gol.
Tal vez por eso Portugal está a un paso de la clasificación y Argentina está prácticamente eliminada. Un equipo lleva años sabiendo a qué tenía que jugar aunque no le gustara a nadie; el otro está lleno de presuntos virtuosos que a la hora de la verdad o acaban en el banquillo o se empeñan en demostrarle al mundo que ellos pueden ser tan buenos como su capitán, oscureciéndolo en la práctica. Cristiano, en su ensimismamiento, no tolera la desobediencia. Messi lleva tolerándola desde 2005. Y en ese círculo vicioso del que no da y el que no pide, su leyenda puede acabar seriamente dañada. En pocos días, saldremos de dudas.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.