En España las Administraciones públicas no pueden permanecer indiferentes ante la situación de desigualdad o estigmatización social en la que se encuentran personas y grupos vulnerables: el artículo 1.1 de la Constitución proclama que España es un Estado social y democrático de derecho que tiene como uno de los valores superiores de su ordenamiento la justicia; además, y de manera bien explícita, el artículo 9.2 dispone que corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la igualdad de los individuos y grupos en que se integran sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social.
Entre los instrumentos que pueden contribuir a favorecer la igualdad real entre las personas y los grupos están las campañas públicas de información y sensibilización social contra los prejuicios racistas, machistas, xenófobos,…; las medidas de apoyo y reconocimiento en los ámbitos familiar y educativo, en el trabajo y la salud; las sanciones contra la denegación de servicios por motivos discriminatorios, el acoso en sus diversas formas, las agresiones físicas y verbales… Actuaciones de esta índole no son algo recomendable o gracioso sino auténticas obligaciones de hacer que deben ser cumplidas por los diferentes poderes públicos en los ámbitos de sus respectivas competencias.
Esa potestad sancionadora no plantea objeciones siempre que respete los límites constitucionales que se le han impuesto: imposibilidad de imponer sanciones privativas de libertad, sujeción a los principios de legalidad, tipicidad, prescripción, prohibición de doble sanción…y, lo que resulta muy importante para lo que ahora nos ocupa, que se esté ante comportamientos merecedores de ser sancionados y que lo sean de manera proporcional a la lesión causada.
El problema surge cuando ese poder empieza a expandirse y, con el pretexto de amparar bienes individuales o sociales, se orienta a la represión de conductas que, a priori, son ejercicio de derechos fundamentales tan relevantes en un Estado democrático como la libertad ideológica o la libertad de expresión, por más que las ideas que se exterioricen puedan molestar, ofender o incomodar a los titulares de las instituciones públicas o a una parte importante de la sociedad. Desde 1976 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en una jurisprudencia que vincula a nuestros tribunales nacionales, ha venido proclamando que la libertad de expresión ampara “no solo las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una sociedad democrática” (asunto Handyside c. Reino Unido).
¿A qué sanciones administrativas me estoy refiriendo? A algunas de las previstas en recientes leyes autonómicas sobre igualdad de género y contra la discriminación por razón de orientación o identidad sexuales. Así, por ejemplo, de acuerdo con el artículo 76 de la Ley de modificación de la Ley 12/2007 para la promoción de la igualdad de género en Andalucía, aprobada el 26 de septiembre de 2018, es infracción grave (multa de 6.001 a 60.000 euros) “organizar o desarrollar actos culturales, artísticos o lúdicos que, por su carácter sexista… vulneren los derechos previstos en esta ley o justifiquen o inciten a la prostitución”; por su parte, la Ley 2/2016, de 29 de marzo, de identidad y expresión de género e igualdad social y no discriminación de la Comunidad de Madrid considera infracción grave (multa de 3.001 a 20.000 euros) “la reiteración en el uso o emisión de expresiones vejatorias por razón de identidad o expresión de género en la prestación de servicios públicos, en cualquier medio de comunicación, en discursos o intervenciones públicas, o en las redes sociales” (art. 45.3).
¿Y qué problemas plantean estas disposiciones sancionadoras? En primer lugar, se confía a una autoridad administrativa la calificación de una expresión como “sexista” o “vejatoria”, lo que supone atribuirle la delimitación de un derecho fundamental como la libertad de expresión, cuando, de acuerdo con el principio de interpretación conforme de los derechos fundamentales, una facultad de esta índole sería más garantista para todos los derechos en juego (los de las posibles víctimas y los del presunto agresor) si está en manos de una autoridad judicial; en segundo término, quien instruye el procedimiento sancionador pertenece al Servicio Jurídico de una Consejería y la sanción la impondrá, si se trata de una infracción leve o grave, un superior de la misma Consejería, con lo que estamos ante jueces que son, prácticamente, parte en los asuntos de los que conocen; en tercer lugar, sanciones administrativas como las mencionadas pueden perfectamente implicar un importe económico muy superior al que correspondería, por ejemplo, a un delito de injurias graves hechas con publicidad, que (art. 209 del Código penal) se castigaran con pena de multa de seis a catorce meses y, en otro caso, con la de tres a siete meses, lo que parece carente de proporcionalidad, pues se supone que los hechos más graves se castigan también de manera más grave, en el ámbito penal y no el administrativo.
En suma, estamos asistiendo a la aprobación de leyes bienintencionadas y, en general, con contenidos positivos y necesarios pero que, al mismo tiempo, permiten a la Administración convertirse en una suerte de tribunal de la corrección política o la moralidad social con capacidad para imponer sanciones muy cuantiosas y con un indudable efecto disuasorio del ejercicio de derechos tan importantes en una sociedad democrática como las libertades ideológica y de expresión, que, no olvidemos, también amparan al “otro”, incluso al “otro machista” y al “otro homófobo” pues, como dijo el juez Frankfurter, a veces el mejor Derecho se hace con las personas más indeseables.
Es profesor de derecho constitucional en la Universidad de Oviedo, mantiene el blog El derecho y el revés y es analista de Agenda Pública.