Ciudad de México a 20 de noviembre de 2018
México aún puede optar por una vía civil
Rechazamos la propuesta de crear una Guardia Nacional militarizada con rango constitucional porque significa una falsa salida a la crisis de inseguridad por la que atraviesa el país.
Así lo manifestó en múltiples ocasiones Andrés Manuel López Obrador. Es muy pronto para olvidar que, tanto el presidente electo como su equipo, manifestaron durante años, campañas presidenciales incluidas, que las Fuerzas Armadas no debían cumplir funciones de seguridad pública, y que la creciente militarización no había dado ni daría resultados. Además, manifestaron públicamente la necesidad de incrementar el estado de fuerza de la Policía Federal y fortalecer el desarrollo policial a nivel local. Dichos señalamientos y promesas tenían, y tienen, un sustento empírico y político. Sustento empírico, porque, al menos en nuestro país, está acreditado que el despliegue militar no resuelve dinámicas delictivas complejas que responden a factores socioeconómicos y criminógenos que deben atenderse mediante acciones de prevención focalizadas y capacidades de investigación propias de instituciones policiales, tanto a nivel federal como local. Sustento político, porque nuestro sistema republicano y democrático exige el predominio de la esfera civil sobre la esfera militar.
Obviando sus promesas públicas, ignorando consideraciones empíricas y políticas fundamentales, desechando la opinión de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y de diversos organismos internacionales, el presidente electo y su equipo decidieron optar por una militarización como nunca ha conocido el país en su historia moderna, y anunciarlo justo cuando se conoció que la Suprema Corte de Justicia de la Nación probablemente invalidaría la Ley de Seguridad Interior.
En efecto, la propuesta de crear una Guardia Nacional bajo el mando directo de la Secretaría de la Defensa Nacional y de otorgar la totalidad de los mandos operativos locales a miembros de las Fuerzas Armadas, va más allá de lo estipulado en dicha Ley, y la intención de elevar este esquema a rango constitucional confirma el propósito de proteger dicha decisión de cualquier posible invalidación, incluida la que ya emitió el más alto tribunal del país respecto a una normatividad menos radical que la que hoy se pretende imponer.
Además, dicha decisión parte de una estigmatización injusta y sin sustento de la totalidad de los cuerpos policiales del país. Es evidente que la mayor parte de ellos subsisten en condiciones precarias, incluidos salarios, prestaciones, infraestructura, equipamiento y profesionalización, con regímenes laborales por demás abusivos, pero ello no implica desechar los esfuerzos y recursos invertidos en materia policial durante décadas. Resulta indignante que en México se asesine, en promedio, a un policía al día y que, por si fuera poco, ahora se les recrimine por una situación en la que ellos también son víctimas.
Las insuficiencias de nuestras policías se explican, no por su incapacidad ni por su corrupción intrínsecas, sino por la indolencia de actores políticos que las han condenado al abandono. La propuesta del presidente electo representa, en este sentido, no una ruptura con el pasado sino la continuidad de esta indolencia y de esta irresponsabilidad. Peor aún, representa el colapso final de instituciones que nunca tuvieron la oportunidad de desarrollarse.
Tampoco abona al análisis ni al debate menospreciar avances. En particular, y por lo que se refiere a la Policía Federal, que ciertamente fue abandonada durante los últimos años, se mantienen capacidades de investigación, tecnológicas y operativas que permiten contemplar una opción civil para la atención de delitos de alto impacto. En dicha institución hay un potencial real de crecimiento y desarrollo. Es viable considerar un proyecto de rescate de la Policía Federal para de ahí conformar un cuerpo nacional de policía, bajo un mando civil y sujeto a las leyes civiles. Por lo tanto, no es verdad que el país no tenga opciones. Sí las hay, pero deben estudiarse y considerarse sin prejuicios, sin etiquetas, y al margen de proyectos políticos personales.
Estamos conscientes de la grave crisis de seguridad en la que nos encontramos, y valoramos la labor de las Fuerzas Armadas, pero arraigar esta función, que debe ser temporal y extraordinaria, en el texto constitucional, representa una afrenta a un régimen republicano y democrático que aspira a consolidar sus instituciones civiles, y los derechos y garantías individuales de todos los mexicanos. En este sentido, la gravedad de la propuesta militarista no puede exagerarse, pues la preeminencia que se pretende otorgar a las Fuerzas Armadas no contará con contrapesos reales en la frágil institucionalidad que hoy caracteriza al país. Con una Secretaría de Gobernación debilitada y disminuida, con una Secretaría de Seguridad Pública a la que se ordena enviar policías federales a conformar la Guardia Nacional, sin fiscalías dignas del nombre y con presupuestos redirigidos a la Secretaría de la Defensa Nacional, ¿quién o qué limitará, fiscalizará o sancionará la operatividad militar en el país?
Es claro que esta radical redistribución de poder tendrá consecuencias políticas profundas. Los mandos militares serán, inevitablemente, actores políticos de primer orden, trastocando eventualmente el pacto federal y absorbiendo atribuciones que, hasta hoy, han correspondido a las autoridades civiles. En suma, la primacía militar que pretende el nuevo gobierno no sólo hace caso omiso de las consideraciones recién emitidas por los ministros de la Suprema Corte, sino que romperá los equilibrios políticos entre civiles y militares que han prevalecido en México durante las últimas décadas.
En atención a lo anterior, hacemos un enérgico y urgente llamado al presidente electo para detener la reforma constitucional anunciada, y optar en cambio por el desarrollo y fortalecimiento de nuestras instituciones civiles de seguridad. Aún es tiempo.
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