Ucrania: la lucha por una vida digna

El país sufrió las hambrunas provocadas por Stalin y perdió a su intelligentsia política y cultural durante las purgas de los años treinta. Hoy tiene quizá su mejor generación en décadas, a pesar del legado soviético y otros problemas.
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No recuerdo bien qué tenía en la cabeza cuando visité Ucrania, tras la Revolución Naranja (2004), salvo curiosidad. Fui sin ideas preconcebidas, ni filias ni fobias. Allí discutían el acercamiento a la Unión Europea y la OTAN. Aún tengo grabada la primera impresión de una ciudad tan singular y bella como Kyiv, el monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas iluminadas de noche, los bares de marcha y una noche en las barcazas del río Dniéper.

Después de la Revolución del Maidán, o Revolución de la Dignidad (2013-14), como la llaman muchos ucranianos, decidí volver por aquel criterio profesional de que un analista debería ir al terreno para conocer los países de los que habla, y de nuevo, por curiosidad. Me hastiaba el prisma geopolítico del debate español y sus lugares comunes, hasta ayer muy influidos por la perspectiva rusa en su versión mas chauvinista (Ucrania no es realmente un país, OTAN, Rusia se quedaría “solo” con Crimea, etc.). Lo que iba a ser una visita de una semana se repitió docenas de veces, con estancias más largas y durante casi una década, a menudo cuando el país no salía en noticias. Los años tras el Maidán fueron de una gran efervescencia política y dinámica cultural, con sus luces y sombras, la guerra siempre de fondo, que es difícil de explicar. Casi como una droga.

Más allá de la intensa vida política de Kyiv, me dediqué a recorrer el país en sus trenes de época –el traqueteo en largas noches de viaje a Járkiv, Zaporizhia y el Donbás al este, Lviv y los Cárpatos al oeste, Chernivtsí al sudoeste u Odesa, la de los cuentos de Isaac Babel, a la orilla del Mar Negro–. Conocí un país en cambio constante que, a pesar de la guerra, la asfixiante presión rusa y la polarización, avanzaba y a veces retrocedía. Un país de una gran idiosincrasia donde, junto a poderosos incapaces de trabajar por el bien común, te encuentras gentes de una talla y dignidad singular. Ucrania vio su campesinado destruido en las hambrunas creadas por decisiones de Stalin (mínimo, tres millones de muertos) y su intelligentsia política y cultural ejecutada en los bosques de Karelia (Rusia) durante las purgas. Hoy tiene quizá su mejor generación en décadas, a pesar del legado soviético y otros problemas. Quieren un país mejor, un país normal.

Sobre todo, Ucrania tiene agencia, es decir, tiene su propia opinión de lo que es y quiere ser – una opinión no uniforme, como país pluralista que es. Esto es algo que el chauvinismo ruso, profundamente irredentista y que puede verse en las cada vez más demenciales diatribas de Putin, nunca ha entendido. Por eso, una y otra vez se da de bruces con Ucrania.

En febrero pasé una semana en Kyiv visitando amigos y conocidos, tomando el pulso del ambiente ante la creciente y angustiosa sensación de que los peores escenarios se cumplirían. Estuve con Oleg Sentsov, premio Sájarov de la UE de 2018, el cineasta ruso-ucraniano que pasó cinco años en cárceles rusas (cuatro en Siberia) por oponerse a la anexión de su Crimea natal, y que se había traído a Kyiv a su madre y dos hijos. Estrenaba su nueva película, Rhino. Conocí a Stanislav Aséyev, periodista de Donétsk, que pasó dos años y pico en “Isolation”, un horrible centro de detención de los proxies de Rusia en la “República Popular” (no es ni lo uno ni lo otro). Le torturaron. Tras liberarle, se llevó a su familia a Kyiv, a empezar una nueva vida.

Este 24 de febrero Putin inició una guerra de agresión y conquista de Ucrania, preparada desde hacía tiempo. Es una guerra de aniquilación de la Ucrania moderna. El Donbás siempre fue una excusa. Si Kyiv cae, el aparato opresor ruso destruirá los vestigios del Maidán y de la identidad, crecientemente democrática, ucraniana –una de las principales fobias de Putin, como en su día de Stalin–. No tengo la menor duda de lo que les espera a muchos de mis amigos y conocidos si caen en manos de este sistema autoritario.

Putin libra, en todo ello, una guerra de irrealidad o contra la realidad en la que el lenguaje es un instrumento de agresión: habla de “desnazificar” Ucrania y del “espacio de seguridad” ruso a la par que sigue la estela de Hitler bombardeando ciudades rusófonas como Kyiv o Járkiv y busca derribar a un presidente rusófono y de origen judío, elegido democráticamente, como es Volodímir Zelenski. Durante demasiado tiempo gran parte de la clase política y diplomática occidental no ha querido ver los hechos ni saber leer a este –¿podemos decirlo ya o seguimos hablando de “gran estratega”?– gran criminal de guerra que ha perdido casi todo contacto con la realidad. Hubo que pararle años atrás –se avisó– pero pensarlo es melancolía inútil.

Ucrania, por su parte, libra una nueva guerra de independencia de incierto resultado, salvo que, como concluye cualquiera que conozca la historia del pueblo ucraniano, resistirán. Intuyo que Ucrania como proyecto nacional saldrá adelante. Cada nuevo héroe lo reforzará. Es, mal que le pese, el primer frente del gran choque entre autocracias y democracias que, con la crisis ecológica y la tecnología, representa una nueva era. Hay que ayudarles al máximo. Sentsov, Aséyev y muchos amigos hoy se unen a las brigadas de defensa territorial para defender su país. Esta tragedia no ha hecho sino empezar y temo que podría perder a buenos amigos y amigas. Kyiv, para mí, es como Madrid. Con cada bombardeo y muerte, algo se rompe dentro. La guerra son millones de sueños rotos. Nunca puedes volver a ser feliz con la misma ligereza. Tanto se destruirá que habrá que reconstruir y empezar de nuevo. Me consuela algo el mensaje en español de Denis, un amigo allí: “yo bien y el país también por ahora, parece que estos hijos de puta no son capaces de evaluar nuestras capacidades, espíritu y deseo de vivir vida digna”.

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Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).


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