Ilustración: Hugo Alejandro González

El año en el que todo cambió menos la Navidad

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El año de la mudanza de mi familia de Bilbao a Madrid todo cambió menos la navidad. A mediados de diciembre de 1995, yo tenía entonces doce años, mi abuela volvió a prender velas blancas a las ramas de un abeto y en nochebuena volví a tener miedo de que el árbol se incendiara y de que toda mi familia y la casa ardieran en llamas mientras cantábamos otro villancico más. La misa del 25 de diciembre la volvió a oficiar un jesuita con gafas detrás de un altar que mi abuela preparó en el salón con una mesa y un mantel de hilo blanco. Durante la liturgia, nos sentamos en varias sillas traídas desde el comedor y yo no pude concentrarme en la homilía porque seguía excitada por los regalos recién abiertos. Visitábamos a mis abuelos maternos en Madrid cada navidad. Los dos vivían en un chalet con jardín y vistas al monte del Pardo en una urbanización de las afueras. En 1995, el único lugar de la capital en el que me sentía a gusto era el que comprendía el perímetro del jardín de aquella casa. En este espacio de mi nueva ciudad yo tenía recuerdos de infancia y podía seguir comportándome como una niña. Mis dos casas de referencia, en la que nací y viví hasta los doce años cerca de Bilbao y en la que visitábamos a mis abuelos en Madrid, son las que más peso tienen en mi memoria. Quizás porque son espacios que experimenté en diferentes planos; primero, gateando por los suelos, luego escondiéndome debajo de las mesas camillas, de las sillas del comedor y entre los abrigos de los armarios. Son casas que conocí desde los rodapiés hasta el techo, en donde los sofás y las camas fueron coches y barcos antes de convertirse en lugares de descanso. En 1995, coincidiendo con el cambio de residencia de mi familia, dejé de crecer. Mi altura, ciento sesenta y ocho centímetros, no ha variado desde que nos mudamos. A veces siento como si toda mi infancia se hubiera quedado encapsulada en mi primera casa. Toda, salvo la navidad que celebrábamos en Madrid y que, a día de hoy, para mí sigue estando ligada al chalet que perteneció a mis abuelos en donde ahora imagino a los niños de una familia que no conozco escondiéndose en los mismos rincones en los que me escondía yo.

Mi abuelo Ricardo murió en 1998 y mi abuela Ernestina en 2006. Cuando se desmontó su casa en la urbanización de Aravaca en la que vivían, la nochebuena dejó de ser un refugio para mi familia. Mis padres intentaron instaurar tradiciones nuevas, pero ninguna arraigó: un viaje a Turquía, cenas con amigos y con primos lejanos… Funcionaban una vez y se agotaban. Cuando mi madre murió cinco años después, la navidad seguía desdibujada y con su muerte también se desdibujó nuestro hogar. ¿Qué era una casa?, ¿dónde estaba?, ¿acaso era mi madre el hogar? La única referencia cálida y segura en nuestro piso de camas y horarios deshechos por el duelo fue nuestro perro. El perro nos daba la patita si se lo pedíamos, nos olía los zapatos o se enroscaba en el suelo junto al sofá en el cuarto de estar.

Me cuesta imaginar la navidad en un espacio que no sea una casa. La nochebuena se construye y se decora como si fuera un hogar, pero no siempre funciona, como esos locales comerciales recién reformados y abiertos al público en los que no entra ningún cliente. Existen elementos que pueden ayudar al éxito de las fiestas: un abeto con velas blancas prendidas a las ramas, un bebé vestido de rojo, una chimenea encendida, perros corriendo. Cuando mi padre conoció a la que ahora es su mujer, le presentó a Grifo, nuestro perro, para demostrarle que él alguna vez había sido capaz de tener un hogar. Una foto de familia en la que aparece una mascota siempre resulta más completa que sin ella porque el animal da a entender que hay un orden en la casa, unos horarios de paseo, alguien que se preocupa de prepararle la comida, de acariciarle y de llevarle al veterinario. Después de la muerte de mi madre, mis hermanas y yo nos ensimismamos y dejamos de prestarle tanta atención a Grifo. La actual mujer de mi padre empezó a hacerse cargo de él: le compraba pienso, le llevaba a cortar el pelo y el perro pasó varios fines de semana en su casa porque allí había un jardín en donde podía correr. En algún punto, el hijo pequeño de la novia de mi padre metió a nuestro fox terrier a dormir dentro de su cama y al chucho le gustó tanto el contacto con el cuerpo cálido del niño que ya no quiso volver a pasar ninguna noche fuera de aquel lugar. Y poco a poco, y gracias a la dulzura y a la piel blanca y suave de Grifo, mi padre se fue integrando en aquella familia compuesta por una mujer, tres hijos y nuestro perro.

Grifo murió a principios del mes de noviembre de este año, habíamos celebrado su quince cumpleaños a finales de septiembre. Cuando mi padre me llamó para darme la noticia, yo estaba paseando con mi hijo por la calle Maestro Victoria, justo en frente de la fachada de El Corte Inglés en donde montan Cortilandia que, aquel día, estaba cubierta de andamios con varios animales mecánicos a medio encajar. Las dos familias del perro, aunque ya no sé si seguimos siendo dos o si hemos convergido en una sola, estábamos muy tristes por la pérdida. Yo sentía que con la muerte de Grifo se desvanecía aún más el recuerdo de mi madre y que, con él, desaparecía una parte importante de mi veintena y de mi treintena. Me acordé del perro perdido por Navas de Riofrío el día antes de mi boda, solo, medio ciego y tiritando delante de la iglesia del pueblo. Me acordé de cómo mis hermanas y yo lo abrazábamos cuando quedábamos a comer con mi padre y con su mujer y aspirábamos en él el olor de cenas en familia y de navidades en casa de los abuelos. Y el perro que lloró durante una semana, día y noche, la muerte de mi madre conoció a mi hijo. Y yo estaba contenta de que el bebé lo acariciara porque sentía que cuando sus deditos se hundían en el pelo del perro estaban tocando un pasado feliz.

En estos días previos a la navidad, mi hijo está aprendiendo a andar, a tocar el tambor y a cantar “Cumpleaños feliz” en un idioma inventado por él. No tengo ni madre, ni abuelos, ni perro, pero tengo un bebé que es pasado y que es futuro al mismo tiempo. Hoy pensaba que las fotos en las que sale mi hijo solo son también fotos de familia. La instantánea del bebé jugando con una pelota son también la imagen del padre que aprieta el botón de la cámara del teléfono móvil para inmortalizarlo, la de la madre que lo amamantó unos minutos antes de posar, la de los abuelos que le compraron el jersey y los pantalones que lleva puestos, la de los primos de quienes heredó el juguete con el que juega. Una foto de mi hijo persiguiendo una pelota es capaz de conectarme con mi infancia, con mi adolescencia y con todas las navidades en las que tenía miedo de que ardiera el abeto de la casa de mis abuelos.

Este año mi familia y yo seguimos empeñados en reconstruir la navidad. Mientras nos esforzamos en diseñar tradiciones nuevas, el bebé gatea por la casa subvirtiendo el uso de los muebles y descubriendo escondites dentro y detrás de ellos. Quizás el refugio navideño de mi familia sea la tenacidad con la que siempre intentamos reencontrarnos; nuestra persistencia para tratar de crear un lugar en donde tengan cabida los que llegaron, los que se quedaron y los que se fueron. Hoy me pregunto qué es lo que hacía tan especial la navidad en mi infancia. Recuerdo a mi padre pisando la moqueta de la entrada de nuestra casa con unos zapatos llenos de barro para recrear el rastro de las botas de los reyes magos. Recuerdo la casita de chocolate y galleta que cada año preparaba mi tía Rosa y que mi abuela colocaba encima del piano de mi abuelo. Recuerdo echarme una siesta muy larga en nochebuena para poder trasnochar. Recuerdo salir de casa a medianoche envuelta en un abrigo de terciopelo para ir caminando a la misa del gallo. Esta mañana he sacado de la estantería Poemas de Navidad de Joseph Brodsky y, después de leer el poema “25.xii.1993”, me he dado cuenta de que lo que más me emocionaba de mis navidades infantiles era que todos aceptábamos la existencia de los milagros. “¿Qué hace falta para un milagro?”, se pregunta Brodsky en el poema. “A una zamarra de pastor, / un granito de ayer y una pizca de hoy / y mañana, añádeles a ojo / un trocito de espacio y una miga de cielo”, responde. “Y el milagro se hará”, afirma Brodsky. “Porque los milagros / gravitan en torno a la tierra y guardan / nuestras direcciones. Y tanto es su afán por encontrarnos / que incluso en el desierto dan con quien lo habita.” Cuando leo estos versos tengo la seguridad de que esta será la navidad en la que mi familia encontrará al fin la celebración que le pertenece. Imagino a mi hijo envuelto en una mandorla divina a los pies de un abeto y, a nosotros, los adultos, rodeándolo y adorándolo como si fuéramos pastores o los reyes magos. Mientras observamos al niño y brindamos por el año que viene, el bebé se mueve ajeno a su importancia, riéndose, babeando la ropa y los almohadones, y dando manotazos al router y a los adornos que cuelgan del árbol. Y, aunque mi hijo todavía no sea capaz de retener ningún recuerdo, tengo la certeza de que estas primeras vivencias navideñas pasarán a formar parte de su mitología infantil. El poema de Brodsky que antes citaba también habla en cierta manera de todo esto. En su última estrofa dice: “Y, si dejas tu casa, al despedirte, / enciende la estrella de cuatro velas / para que ilumine el mundo vacío, y te siga / con su mirada por los siglos de los siglos”, recordándome que las casas que fueron importantes en nuestras vidas y todos los momentos determinantes que vivimos dentro de ellas no nos abandonarán nunca, ni a nosotros ni a nuestros hijos. ~

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es novelista. En 2015 publicó El comensal (Caballo de Troya).


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