Empiezo con una confesión: en los últimos años he devorado cuanta serie de true crime ha salido en Netflix, HBO y similares: Making A Murderer, The Staircase, Abducted in Plain Sight, Evil Genius, The Jinx, The Innocent Man y un (demasiado) largo etcétera. También he leído In Cold Blood, The Executioner’s Song y Helter Skelter más de una vez, escuché obsesivamente todas las temporadas del podcast Serial y si empezara a hablar de películas no terminaría nunca.
Llevo varios años consumiendo productos de este género, pero recién empecé a cuestionar mi gusto por ellos cuando vi Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes, una serie basada en las entrevistas que los periodistas Stephen Michaud y Hugh Aynesworth le hicieron a Ted Bundy mientras estaba en el corredor de la muerte de la cárcel de Bradford, Florida, esperando a ser ejecutado. Para entonces se le imputaban 30 homicidios, aunque según la detallada confesión que hizo a su abogado John Henry Browne unos días antes de morir, el conteo asciende a muchos más.
En los últimos meses, el nombre de Ted Bundy ha vuelto a estar en boga, tanto por la serie de Netflix como por la película Extremely Wicked, Shockingly Evil And Vile, dirigida por Joe Berlinger, en la que el asesino es interpretado por el actor estadounidense Zac Efron, ídolo adolescente. Ver el tráiler de la película, que me dio escalofríos, es un buen punto de partida para hablar sobre la manera en que Bundy está siendo retratado: aquí está.
Me cuesta trabajo articular la incomodidad que la serie y la película me provocan, sobre todo porque al intentarlo se me atraviesa algo parecido a un sentimiento de culpa por los productos como éste que felizmente he consumido durante años. No quiero caer en la hipocresía y mucho menos avocar por ningún tipo de censura: mi intención es simplemente poner sobre la mesa dos preguntas que no me dejan en paz.
Para empezar, Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes pinta a Ted Bundy como un hombre guapo y seductor, un aspirante a abogado tan brillante, tan normal, que resulta casi imposible creer que haya sido capaz de semejantes atrocidades. ¿Qué tan ético es construir y dotar de una voz (literalmente una voz: una gran parte de la serie son grabaciones suyas) a un personaje así? La insistencia en sus cualidades, especialmente en el plano físico, dio lugar a tantos tweets de mujeres declarando su fascinación por él que Netflix tuvo que pedir mesura y recordarle a las espectadoras que “hay literalmente MILES de hombres guapos disponibles, y la mayoría de ellos no son asesinos seriales convictos”.
El segundo problema –que es mucho más grave– tiene que ver con la ligereza con la que la serie retrata la violencia ejercida contra las mujeres, especialmente en contraste con el encanto que atribuye a Bundy. Ya sé lo que van a decir: el asunto se trata de él, que es la verdadera rareza. O tal vez digan: tanto en esta serie como en otras parecidas los hombres también han sido víctimas de asesinos seriales, por lo que el género es irrelevante; podemos darle play y seguir disfrutando de las descripciones detalladas de cómo tenía sexo con los cadáveres de sus víctimas, les tomaba fotografías en posturas que había visto en revistas pornográficas o les cortaba la cabeza para guardarlas como recuerdo.
En lo personal, tengo la sensación de que el true crime tiene, últimamente, una obsesión con la brutalidad contra las mujeres. Pero incluso concediendo que la violencia contra hombres y mujeres sea un común denominador del género, y por lo tanto irrelevante en términos morales, eso no significa que se manifieste de la misma manera en un caso y en otro. La violencia contra las mujeres casi siempre tiene un componente sexual, y es esa sexualización lo que algunos encuentran motivante. Las estructuras de poder que operan en nuestra sociedad lanzan el mensaje una y otra vez: hay vidas no valen por sí mismas, sino en medida en que son útiles para el patriarcado (reproducción, labores de cuidado, etc). Los atributos típicamente masculinos, en cambio, reciben una valoración mucho más directa: es por eso que Ted Bundy puede, en pleno 2019, ser retratado como un asesino “elegante”, “inteligente” y “seductor”, según dicen los encabezados de cientos de notas en internet.
El apetito que mostramos por historias de violencia extrema contra las mujeres, en casos reales como el de Bundy o ficticios como la serie You, plantea preguntas sobre nuestro sistema de jerarquías: ¿qué valoramos más, el supuesto encanto de un asesino necrófilo o la vida de sus víctimas?
No tengo idea –y a estas alturas ya nunca lo sabremos– si Ted Bundy tenía desórdenes mentales severos o tal vez, como dice la serie, un tumor en el cerebro que le impedía ser empático. Tampoco sé qué adjetivo calificativo ponerle a su personaje: fascinante me da comezón, encantador me da rabia y me niego a llamarlo inteligente. La verdad tampoco me interesa demasiado abonar a la conversación sobre lo único del personaje, eso ya lo han hecho otros con bastante ánimo. Lo que sé es que hay muchas historias que me gustaría escuchar en lugar de la suya. Para empezar, las de las decenas de mujeres que asesinó: la de Lynda Ann Healy, una joven reportera, la de Kimberly Leach, que tenía apenas 12 años, la de Shelley Robertson, que vivió durante un tiempo en Barra de Navidad, o las de las ocho mujeres que Bundy confesó haber asesinado en Utah, Idaho, Washington y California y de cuyos nombres no se guarda registro.
¿En qué momento el true crime se convirtió en sinónimo de violencia extrema contra las mujeres, como si muertas fuéramos más cómodas, más entretenidas? Esto no es culpa de Netflix, quizá: ellos simplemente reaccionan a la preferencias de los espectadores y este tipo de series funcionan en términos comerciales. Habría que preguntarnos lo que esto revela sobre qué vidas valen más que otras.
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).