Marca personal a Breaking Bad: Confesiones

El tercer episodio de esta tanda es, a ratos, una muestra de los defectos, pero también de las varias virtudes del programa.
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(Póster de Francesco Francavilla.)

1.

Puede verse a la serie de televisión como un elogio de la paciencia. Incluso las más breves, las que sólo duraron una temporada –quién sabe si podamos llamar “serie de televisión” a las que han sido inmediatamente canceladas después del piloto—, requieren más tiempo que el de una película convencional. La serie exige de su público tiempo, disciplina, devoción: la relación que se entabla con ella no es análoga a la relación que se entabla con una película. El tiempo real, el que sucede fuera de la serie, el que afecta al espectador, es mayor; el vínculo, tal vez, más íntimo. Tony Soprano, Homero Simpson, Kevin Arnold: nuestra relación con sus protagonistas o secundarios no es de unos cuantos instantes: es de una colección, organizada y temporalmente progresiva, de momentos, situaciones, palabras y silencios. Caminamos con ellos y ellos caminan con nosotros: cuando se van les decimos adiós con pesar, como si se fuera un amante muy querido. Más aún: volvemos a ellos con cariño. No es imposible que esta relación nazca con las películas, pero sí es tal vez menos frecuente: en sus dos horas, en su limitación, encontramos también un dique para nuestro afecto. La amistad, decía Borges, no requiere de constancia: el amor, por el contrario, sí.

2.

Queremos a Breaking Bad por varias cosas, pero aventuro la que a mí me parece su mayor virtud: en ella hemos podido ver la espiral descendente de sus protagonistas. Desde que comenzó, la serie ha sido la crónica de una ruptura: de la tesitura moral de Walter White; de la imagen de chico rudo de Jesse Pinkman; de la salud, mental y física, de los implicados, directa o tangencialmente, en el imperio de la metanfetamina de Heisenberg. El onceavo capítulo de la quinta temporada es una buena muestra de la degradación: allí está Hank, con los nervios desbordados y la rabia escurriéndole de los ojos –se ha dicho, pero habría que recalcarlo: la actuación de Dean Norris, de por sí buena, es extraordinaria en esta última temporada—; allí está Walter White, el otrora pazguato profesor de química, devolviéndole el golpe a su cuñado y poniéndolo en jaque de forma inesperada –el  giro de tuerca de la confesión de Walter es de los lances argumentales inesperados de los que ya hablábamosla semana pasada y uno de los momentos más emocionantes de la serie—. Los personajes son ahora, si no la peor, cuando menos sí una muy deteriorada versión de las personas que eran al inicio del programa. Han ido adquiriendo gravedad; se han  espesado. Saul Goodman, que en sus primeras apariciones era poco más que un payaso simpático, se convirtió en el solucionador por excelencia del dúo White/Pinkman; pensemos ahora en cómo lo vimos reducido a nada, a una piltrafa humana de nariz ensangrentada. Pensemos en Jesse Pinkman al inicio: un dealer divertido, casi cómico; un niño blanco jugando a meterse en la dura realidad del narcotráfico. Pensemos en él: sus manos ya no son las mismas y tampoco sus ojos; ha matado y ha visto morir a gente. Su cascarón no era tan fuerte como él pensaba, y ahora lo tenemos ante nosotros como lo que en realidad es: un alma frágil, incapaz de enfrentarse a la dureza de la existencia que él mismo ha ayudado a crear.

3.

Los mejores momentos de Breaking Bad se encuentran en la emoción del  instante; sus guionistas funcionan mejor cuando en el horizonte del capítulo hay una línea final, un punto al cual llegar. Dead Freight –mejor conocido como “el episodio del tren”—, The Fly, Face Off: las virtudes de la serie se concentran cuando tiene que actuar en un espacio a contrarreloj, definido, con una amenaza cerniéndose sobre sus personajes. Al carecer de una amenaza cercana, la serie se distiende: es por eso que llevamos cinco temporadas y en su manejo del tiempo sólo ha pasado un año. Su fallo –sus fallos— se encuentran en la planeación del gran arco argumental de la serie. No sabemos en qué momento estamos; en esta serie y su mundo no hay siquiera estaciones del año: el tiempo pasa y no pasa. Con frecuencia se introducen virajes –acertados y fallidos— que amenazan con dar al traste con la persona misma de los personajes. Recordemos, por ejemplo, la revelación casi mágica que sufrió Hank al adivinar la identidad de Heisenberg: Hank, el detective sagaz, el gran trabajador, recibe la joya de la corona en su regazo. Ahora vayamos a la súbita genialidad de Jesse Pinkman y la ricina en el capítulo recién transmitido: Pinkman, el atolondrado, el siempre engañado, el incapaz de leer las señales frente a él, de pronto llega a conclusiones geniales en un segundo. Pequeñas traiciones a la esencia de los personajes en forma de intervenciones divinas. En esto, Breaking Bad es la mejor metáfora de Walter White: excelente estratega a la hora de enfrentarse a la presión; tipo distraído cuando cree que las ha ganado todas.

4.

El tercer episodio de esta tanda es, a ratos, una muestra de los defectos –la conversación inicial, el anticlimático interrogatorio de Hank a Jesse—, pero también de las varias virtudes del programa –el giro argumental del video, la espera en el desierto, ese abrazo de Judas entre Walter y Jesse, la tensísima conversación en el restaurante mexicano—. Los momentos buenos del episodio pasado fueron muy buenos, y nos recuerdan que queremos también a Breaking Bad por eso: porque los instantes de tedio y reiteración son recompensados con cliffhangers facilones pero emocionantes; con brío fílmico, con arrojo e inteligencia. Ciertísimo: la serie ya no puede aspirar al catálogo de grandes series, a ese selecto grupo en el que ubicamos a TheWire, a Los Soprano, a Deadwood. Pero, así como eso es una verdad casi irrefutable, también lo es el hecho de que no tiene por qué hacerlo. No tenemos por qué pedirle a los programas que sean una –tiene que ir con comillas, ni modo— “obra maestra”. O podemos pedírselo, pero no podemos esperar que esa petición sea satisfecha. Es por ese motivo que esta temporada que sabe más a rodeo que a conclusión no tiene por qué satisfacer las expectativas de grandeza de nadie: el destino de la familia White, Jesse Pinkman y compañía, es ya irrelevante: hemos caminado hasta aquí juntos. Lo que sigue será pura añadidura: podemos tomarla o dejarla, aprender a quererla como es o renegar de ella. La elección, como siempre en estas cosas, será personal e intransferible.

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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