A veces parece que la década de los ochenta no se hubiera ido nunca. Cuando una era veinteañera y se avanzaba por los años 2000 hubo una potentísima reivindicación de la Movida madrileña –y otras periféricas– que alcanzó cotas inimaginables. Exposiciones, libros, recuerdos de revistas de la época. Se vistió de la década de la transgresión, las libertades, la de la España que no la iba a conocer ni la madre que la parió, como dijo Alfonso Guerra. Otra vez con la discoteca Rock-Ola. Alaska volvió a la escena mainstream con Fangoria. Y hasta Esperanza Aguirre, entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, dedicó una partida de un millón de euros a un homenaje a la Movida en 2006. Hay quien salió quejándose y resaltando que todo aquello no había sido más que un movimiento de las jóvenes élites del país. En cualquier caso, opiniones para todos los gustos sobre una década que parecía el último paraíso ideal y reconfortante.
A los que no vivimos aquellos años más que desde nuestra niñez, sin pisar discotecas y con sus acontecimientos históricos –atentado al Papa Juan Pablo II, referéndum de la OTAN o incluso la caída del Muro de Berlín– apenas levemente grabados en el cerebro nos podía parecer un descubrimiento, pero nunca un motivo de nostalgia. Pero no éramos el objetivo. Quienes recordaban la década –y querían hacerlo– eran quienes ya habían pasado por allí. Y, como sucede siempre con la memoria, siempre tiende a dulcificar el pasado. No es una mera percepción. En los años setenta, el estudio Fading Affect Bias (FAB) ya reflejó que nuestras emociones negativas se borran de la mente mucho más rápido que las positivas. Lo cual es beneficioso para la especie y sus posibilidades de seguir hacia delante.
Los que en los 2000 andaban por los cuarenta, edad en la que hay más posibilidades de tener un puesto de responsabilidad (o al menos las había), pusieron en marcha la maquinaria para regresar a una década en la que habían sido felices, o al menos recordaban serlo. Y, en España, era una década particularmente jugosa. Sí, se podían recordar la colza, los atentados de ETA, la huelga general del 88, las drogas y el sida, pero reconfortaba más la escena musical, el cine de Almodóvar, Trueba o Colomo, los diseños de los Costus o los cuadros pop de Ceesepe.
Veinte años después la mirada está en otro sitio: continúan los ochenta, sí, pero desde la visión de los que éramos niños. Para nosotros fue la década de ET, de los Goonies, de Star wars (que empezó en los 70), de los primeros videojuegos. Así, no extraña que en estos tiempos hayan aparecido éxitos como la serie Stranger Things, las películas como Super ocho, de J.J. Abrams, producida por Steven Spielberg –que fue nuestro Dios cinematográfico–, o la sueca Déjame entrar con su propia versión estadounidense. Hasta la serie Black Mirror ha hecho su capítulo sobre “Elige tu propia aventura”, basándose en los libros juveniles interactivos que arrasaron en aquellos años. Otra de las series que ha tenido un gran impacto ha sido Chernobyl, basada en la tragedia nuclear de la ciudad ucraniana, que conformó algunas de las primeras imágenes de un acontecimiento internacional que se quedó grabado en nuestro cerebro. Una idea para otra serie –o película– puede ser recrear la caída del Muro y si avanzamos a los primeros noventa, el inicio de la guerra de los Balcanes o la España de los Juegos Olímpicos y la Expo de Sevilla.
Precisamente hace ya un tiempo que los noventa están tocando a nuestra puerta… dulcificados. Hay un recuerdo positivo de las boy bands, como Backstreet Boys, Take That. Las Spice Girls han anunciado una nueva gira, habrá un remake de Terminator y hasta vuelve Sensación de vivir. Los conciertos Love the 90’s, que recuperan los hits de OBK, 2 Unlimited, Whigfield –la del bailecito de Saturday night– o Ace of Base agotan las entradas. El esplendor de la escena más indie refulge en los festivales –Cardigans será el cabeza de cartel del Dcode que se celebrará en Madrid en septiembre– a los que siguen acudiendo los Pixies, Blur o Green Day.
Los que nacimos hace cuarenta años o algunos pocos más hemos entrado en el terreno nostálgico, que llega cuando se entrevé cierta decadencia. Es la mirada hacia lo que nos impactó –tampoco es casualidad que se haya estrenado un documental sobre el crimen de Alcàsser, el más desconcertante y cruel de la época– y hacia lo que nos recuerda un tiempo de felicidad despreocupada en la que todo todavía podía ser posible. Los noventa como aquellos años felices, aunque la moda fuera una de las más catastróficas de la historia –pero también vuelve: se acabaron los vaqueros por debajo de las caderas y el pitillo, y la camisa de cuadros mantiene su vigencia.
Decía el periodista Janan Ganesh estos días en un artículo del Financial Times que Quentin Tarantino había hecho su propio ejercicio nostálgico con Érase una vez en Hollywood y su retrato de los sesenta, una época conservadora, quizá la última antes de la globalización que llegó con los setenta, y que mantenía una serie de valores que hoy se pueden considerar reaccionarios. Tarantino, nacido en 1963, era el niño que estaba delante de la televisión viendo los seriales que se reconstruyen en la película. El chico que creció con aquella música del rock and roll de The Mamas and The Papas. Y era también aquel chaval que se quedaría con los ecos de los crímenes de la secta de Charles Manson en la casa de Sharon Tate en 1969. La periodista Caitlin Flanagan sostenía en The Atlantic que toda generación tiene su propio crimen. El de los nacidos en los sesenta fue, sin duda, el de Manson, convertido incluso en un icono pop.
La mirada de Tarantino en la película es la del niño que, utilizando las herramientas que da la ficción, puede recrear su propio final. Volver a la época que te recuerda la felicidad, con la posibilidad literaria de alterarla o reimaginarla.
Es lo que hacemos todos. Volver a lo que fue seguro, porque mirar al pasado siempre es más reconfortante que al futuro. En España lo hicimos con los ochenta, los adultos y los niños, y lo hacemos ahora con los noventa. Nos hacemos viejos.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.