El mundo que nos rodea es complejo y peligroso y los humanos no estamos especialmente dotados para protegernos. Si nuestra especie ha conseguido sobrevivir no ha sido por nuestra fuerza o nuestra rapidez. Exentos de estas cualidades, una de las claves de nuestro éxito adaptativo ha sido nuestra capacidad de entender y predecir el mundo. Hoy me he propuesto hablar de la herramienta más básica con la que contamos los humanos para ello, que no es otra que nuestra capacidad de nombrar. Que los nombres son poderosos lo sabemos desde antiguo. Prueba de ello es que en el libro del Génesis es el mismo Dios el que los utiliza para distinguir cada cosa del resto y, de este modo, crearla. Y es que así, precisamente así, es como los humanos entendemos la realidad. Cuando nombramos un objeto, lo identificamos y podemos llegar a conocerlo. Y de este modo, cuantas más palabras tenemos en nuestro vocabulario, más matices podemos hacer, más cosas podemos saber. No hay nada más efectivo para maximizar el pensamiento humano que aumentar su vocabulario. Los nombres nos dan la posibilidad de hablar de grises. Ahí es nada.
Como decía Saussure1, vemos el mundo a través de nuestra lengua. Dependiendo del vocabulario que tengamos, prestaremos atención a unas cosas u otras. No es que seamos incapaces de pensar en aquello para lo que no tenemos nombre, pero sin duda nuestra atención y nuestra memoria están más ligadas a aquellos conceptos para los que tenemos correlato lingüístico. Si al subir la montaña encontramos una piedra para la que tenemos un nombre específico (de nuestras viejas clases de geología), es más probable que llame nuestra atención y que después la recordemos. La lengua, así, colabora con nuestra cognición. Como nos señala Ibarretxe-Antuñano2, incluso nuestra forma de organizar el espacio puede depender de la lengua que hablamos.
Pero ¿dónde reside el poder de los nombres? Julieta, en la obra de Shakespeare, se enfrenta a este poder cuando dice: pero ¿qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa tendría la misma fragancia con cualquier otro nombre. Y tiene razón, pero no. Con independencia de cómo sean las cosas realmente (asunto este en el que no entraremos), los humanos las conocemos a través de cómo las nombramos. Si decidimos que un objeto es una rosa, una naranja, o un profesor de física, nada más nombrarlo lo relacionamos con todas las características que atribuimos de forma general a ese nombre. Si la llamamos rosa, predeciremos que olerá bien; si naranja, que tendrá vitaminas; si profesor de física, que será inteligente y serio.
Nombrar no es un acto inocente. Tiene consecuencias. La misma realidad la vemos de forma diferente dependiendo de cómo la nombremos, cómo nos la nombren. Hace unos meses, un periódico español de tirada nacional titulaba: A prisión un joven de 27 años por abusar sexualmente de una mujer de 18 en Valladolid. ¿Es joven un hombre de 27 años? Sin duda. ¿Era mujer la víctima? Por supuesto. La forma de nombrarlos no faltaba a la verdad, pero muchos fuimos conscientes de que ese titular daba una versión del relato en la que el agresor no era tan culpable, ni la víctima tan inocente.
Los nombres nos proporcionan un conocimiento del objeto a través de la generalización. Un atajo que nos ayuda a entender el mundo de un modo más rápido y que, por tanto, nos permite tomar decisiones y sobrevivir. Viene algo corriendo hacia mí. Lo reconozco con el nombre de león. Eso me da un montón de información extra. La suficiente para que me suba a un árbol alto y tupido a tiempo y salve la vida. Es práctico. Pero, cuidado, en este proceso hay un peligro: ignorar que se trata de una generalización. Pensar que es algo más que una estrategia para tomar decisiones rápidas y creer que es una verdad revelada. Comprobar, día tras día, que ese león que viene es vegetariano y seguir, sin embargo, subiéndonos al árbol.
En un trabajo reciente, Bhatia3 ha encontrado que este proceso de generalización está en la base de los estereotipos y prejuicios. En esos casos, la información que se incorpora es negativa. Un nombre manchado, que es inteligente dejar de usar, aunque nos moleste (el humano es un animal de costumbres) y aunque no lo hayamos manchado nosotros. Otras veces no sabemos muy bien si el nombre está manchado o no. Si deberíamos usarlo o cambiarlo por otro. En esos casos, lo mejor es preguntar al implicado. Reivindico el derecho a decidir cómo nos nombran los demás.
Qué importantes los nombres, que nos permiten identificar la realidad y conocerla. Pero aún os digo más: qué importantes los nombres, que nos ofrecen la inmortalidad. Porque nos permiten pensar en los que ya no están, rememorarlos. Los fans de El nombre de la rosa de Umberto Eco recordarán conmigo que, al final, de la rosa primigenia, solo nos queda su nombre.
1Saussure, F. D. (1945). Curso de lingüística general [1916]. Buenos Aires: Losada.
2Ibarretxe-Antuñano, I. (2008). “¿Influye la lengua que hablamos en nuestra conceptualización del espacio? El caso de los marcos de referencia espaciales.” Ciencia Cognitiva: Revista Electrónica de Divulgación, 2, 1, 10-12.
3Bhatia (2017). “The semantic representation of prejudice and stereotypes.” Cognition, 164, 46-60.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).