Cada día parece traer un desconcertante caudal de nuevas historias –audiencias para el impeachment de Trump, el caos en Siria, otro tiroteo masivo, corrupción empresarial–, en el cual los detalles de cada acontecimiento son rápidamente sofocados por un nuevo escándalo alimentado por algoritmos. En una reciente nota publicada en el sitio de noticias BuzzFeed titulada “The 2010s have broken our sense of time” (La década de 2010 ha acabado con nuestro sentido del tiempo) Katherine Miller escribe: “La vida había transcurrido con un cierto ritmo y lógica, y luego, desde cientos de puntos de acceso diferentes, ese ritmo y lógica cambiaron un poco, se aceleraron, disminuyeron su velocidad o desaparecieron, hasta que difícilmente podías recordar qué hora era”.
Este redoble incesante deja a muchas personas sintiendo que su cabeza va a explotar. Esa sensación –la de una cascada de contenido que inunda el espacio hasta desbordarlo–no es tan nueva. De hecho, estaba detrás de un personaje de la televisión bastante olvidado: Max Headroom.
Max Headroom fue un ícono animatrónico de la tele de los años 80, una especie de comentarista ocurrente generado por computadora. Fue un avatar pionero del estilo sagaz, irónico y cínico que prevalece en los medios actuales. En algún punto los creadores de Headroom idearon un peculiar filme para televisión, Max Headroom: Twenty minutes into the future, que sirvió para darle una historia de origen. Después se hizo una estrafalaria serie de televisión transmitida de 1987 a 1988 en Estados Unidos. En ella, situada en un distópico futuro, el mundo es dominado por grandes grupos mediáticos. Sus ejecutivos se reúnen a puerta cerrada para maquinar formas de manipular mejor a los incautos que consumen lo que los publicistas les venden. Una ciudadanía distraída, alienada y, en gran medida, impotente, ha sido reducida a consumidora irracional de lo que se le presenta en la pantalla.
En ocasiones, esas pantallas son materialmente asesinas. En el piloto para televisión, un famoso periodista, Edison Carter, descubre un oscuro secreto. Network 23, la cadena donde él trabaja, ha desarrollado algo llamado blipvert, que comprime 30 segundos de anuncios comerciales en tres segundos, sin darle a nadie tiempo de cambiar de canal. Pero hay un pequeño problema: los blipverts pueden ocasionar la combustión espontánea de la gente debido al exceso de información comprimida en su cabeza. Más adelante, los altos ejecutivos del canal contratan a dos asesinos a sueldo para que maten a Carter. Al tratar de escapar, pierde el control de su motocicleta y choca contra la pluma del estacionamiento, la cual tiene escrita la palabra “Max Headroom” (altura máxima). Así nace Max Headroom, un locutor medio vivo, medio computarizado.
El programa era una dura y deprimente representación de la soledad, capturada en la relación de las víctimas de los blipverts con sus pantallas de televisión. Mostraba a personas completamente alienadas entre sí, cuya conexión con el mundo exterior estaba mediada por los conglomerados televisivos. Hasta el mismo Carter, en el episodio piloto, era un célebre periodista egocéntrico, conforme con ayudar a convertir en dólares de publicidad las miradas que Network 23 captaba. De hecho, al descubrir los efectos de los blipverts, se muestra más emocionado por su primicia periodística que horrorizado por el monstruoso crimen.
Es cierto que las inquietudes sobre las posibilidades de la tecnología para aislar y debilitar al público son muy anteriores a Max Headroom, pero la serie anticipó de manera sorprendente nuestra creciente ansiedad sobre el poder político de las redes sociales y su capacidad para desorientarnos y desarmarnos (en cierta manera, destacando temas que Mr. Robot ha explorado con agudeza).
Estos fenómenos se han insertado en una presidencia cuya agenda parece estar establecida, prioritariamente, por las rondas que Donald Trump dispara cada mañana desde Twitter. Sus tweets aseguran que los lectores informados cambien su atención constantemente, de una trama a la siguiente, conforme tratan de formarse una idea de las noticias cotidianas. En este contexto, el trumpismo parece basarse en la premisa de utilizar como arma la sobrecarga de información: llamémosle la presidencia blipvert.
Desde el comienzo del periodo presidencial de Trump, los miembros de la resistencia han advertido al público que “no se distraiga” y mantenga su atención en las transgresiones centrales de Trump. En otras palabras, se nos exhorta a permanecer alertas para luchar contra esa incesante cascada de desinformación. Pero tal vez esos exhortos se basen en expectativas irracionales sobre la capacidad de procesamiento de información de nuestros cerebros. Tal vez en ocasiones necesitamos desconectarnos, buscar alguna distracción que nos permita distanciarnos de la locura y el interminable torrente de información que emana de la Casa Blanca.
El término de moda en estos días para soportar los rigores de una larga temporada en el basquebol profesional es la “gestión de carga de trabajo”: se refiere a la idea de que los jugadores estrella de la NBA deben programar sus días de descanso de manera regular, aun si no están lesionados, y así guardar sus energías para el momento en que son más necesarias: la postemporada. Tal vez algo similar se requiere en este caso. Hay un límite de lo que la mayoría de las personas pueden soportar antes de sentir que su cabeza va a explotar.
No se trata de desconectarse por completo. Mantenerse informado, involucrado y comprometido es esencial para exigir cuentas a los poderosos. Sin embargo, la reacción ante cada nuevo atropello no necesita ser mirarlo con más intensamente y por más tiempo.
Al paso de los años, los críticos culturales, incluyendo los de Slate, han apreciado a Max Headroom como una narrativa distópica acerca de los daños del comercialismo y las formas en la que los conglomerados de medios han confeccionado una realidad adecuada a sus propios intereses. En 2019, la grave amenaza que enfrentamos es que el sistema político mismo esté sitiado por un esfuerzo concertado para eliminar la barrera entre la realidad y la ficción. La meta para esta guerra contra nuestras instituciones y cerebros es debilitar a ambas. En lugar de los blipverts como un medio siniestro de proyectos comerciales, enfrentamos un caudal de desinformación cuyo propósito es preparar el terreno para la más fea política jamás imaginada.
A pesar de las verdaderas amenazas que representa la sobrecarga de información para la democracia, nuestra psique individual, y todo lo que está en medio de ellas, aún no estamos en el mundo de Max Headroom. Si bien es cierto que los grandes monopolios tecnológicos representan un grave problema colectivo, a diferencia de las corporaciones del mundo de Max Headroom, es claro que no coinciden en torno a los asuntos más trascendentes. Por ejemplo, Twitter recientemente anunció que, para 2020, prohibirá toda la publicidad política, en tanto que Facebook no está considerando esta medida. Este anuncio es de importancia, dado que, aunque nuestro mundo de pantallas saturadas es una realidad irreversible, no hay una sola entidad –ni siquiera Facebook– que tenga la capacidad de controlar el flujo de información, ni evitar que estadounidenses informados y con iniciativa se dediquen a la trascendente labor de defender la democracia. De hecho, estamos viviendo una época dorada de activismo y acción colectiva concertada.
Tal vez la vigilancia no implique absorber cada detalle de cada nuevo escándalo. El consumo excesivo puede ser autodestructivo. No tenemos que seguir cada giro de cada insensata transgresión. En realidad, hacerlo puede desorientarnos y desmotivarnos. En vez de eso, podemos comprometernos a colaborar con las organizaciones y redes comunitarias dedicadas a enfrentar los enormes desafíos de nuestros días. Así que, la próxima vez que te sientas culpable por pasar una noche sin estar pendiente de las noticias o Twitter, piensa que no hay problema con darte un respiro; puede ser incluso reparador. Quizá puedes aprovechar para ver un viejo episodio de Max Headroom.
Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
es profesor de estudios globales en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Su más reciente libro, en coautoría con Marc Hetherington, es Prius or Pickup: How the Answers to Four Simple Questions Explains America’s Great Divide.