Star Wars: el reinado eterno

Los mitos solían tener un final, y éste era parte esencial de su sentido, pero la idea de un final se opone a la ambición de explotación continua y eterna de las empresas del pop, como Star Wars. 
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Debo admitir que soy de quienes vieron la primera película de la serie Star Wars cuando se le llamaba La guerra de las galaxias. Fue a fines de 1977 o principios de 1978, cuando llegó a los cines de México. La película no tuvo precedentes en mi vida porque yo era un niño, y no porque presintiera el éxito y la influencia que iba a tener.

Recuerdo que me habían llamado la atención los comerciales de la tele y las espadas láser: eran el juguete de moda y estaban hechas con una linterna común a la que se fijaba un tubo de plástico translúcido. La luz se coloreaba con un trozo de celofán puesto delante del foco. Algunos niños ya tenían sus espadas el día en que mi mamá nos llevó al antiguo Cine Hollywood a ver la película. Fuimos con otra amiga suya y con los hijos de ella, y todos vimos con envidia cómo aquellos otros chicos corrían por los pasillos de la sala con sus espadas encendidas, rojas o azules o (de vez en cuando) blancas, por haber perdido ya su celofán.

Al final, todos, ellos y nosotros, salimos cantando el tema de John Williams, disparando rayos con pistolas imaginarias, emocionados por las citas fílmicas que rara vez entendimos como tales y por los momentos realmente originales, brillantes en su inocencia y su velocidad y su belleza, de George Lucas y sus numerosos colaboradores en la compañía Lucasfilm.

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Después tuve mi propia espada y no me duró; después tuve otros juguetes de la película: no teníamos tratados de libre comercio ni nada semejante con Estados Unidos, pero las figuras de acción, naves y demás se importaban o se fabricaban en México a imitación de las autorizadas por Lucasfilm. Después vinieron las otras películas: El imperio contraataca (1980) y El regreso del Jedi (1983).

Y después siguió la vida. Ahora da la impresión de que hemos vivido con la presencia constante de la “saga” desde 1977 pero no es verdad. Durante los años ochenta, la influencia de Star Wars se vio más en otras películas, que siguieron la tendencia del blockbuster inaugurado por Lucas y su colega Steven Spielberg y que hoy se ha convertido en Hollywood: que ha marginado otras formas de hacer cine allá. Fuera de la serie de Indiana Jones, Lucasfilm no produjo ninguna película memorable en ese tiempo, y de sus otros proyectos tal vez lo mejor fue un puñado de episodios de una serie infantil, Ewoks, que recuperaban algo del ambiente fantástico, de cuento de hadas, que es parte central del atractivo de las películas a pesar de su apariencia de space opera.

Para la clase media mexicana de aquel tiempo, ilusionada con el progreso material que se asocia a la cultura estadounidense, Star Wars era parte del entretenimiento que se consideraba “de calidad”, es decir, el que no era hecho en el país. Sin embargo, no se convirtió en el asiento de una mitología sino hasta fines de los años noventa. Para entonces, las tres películas iniciales eran algo doblemente remoto: un artefacto del tercer cuarto del siglo XX y un recordatorio de la vida de quienes fueron niños en aquellos días. Los escasos aficionados fieles, coleccionistas y consumidores de toda la vida de las historias de Lucas, estaban en un gueto cerrado y menospreciado. La palabra geek no tenía otras connotaciones que las más habituales de ridículo, inmadurez y entusiasmo excesivo.

Hizo falta el estreno en cines de la edición modificada de la trilogía original; hizo falta la difusión internacional –en buena medida gracias a internet– de videojuegos, cómics, novelas producidas en aquel tiempo, e hizo falta la segunda serie de películas (1999-2005) para que Star Wars volviera a ser un fenómeno global.

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La potencia de las invenciones de Lucas proviene de sus semejanzas con las mitologías de otros tiempos (como él ha repetido durante décadas), pasadas a través del filtro de las sensibilidades y apetencias contemporáneas (como no suele decir). Aquella tarde de los años setenta, lo que nos unió a todos los chicos en la función de cine –más grandes y más pequeños, con espadas o sin ellas– fue la fascinación por los sucesos de la historia, por supuesto, y el interés por sus personajes, pero también la forma en la que una y otros nos fueron presentados: su mundo narrado era a la vez nuevo, extraordinario, y familiar de muchas formas. El famoso tránsito inicial de la nave del Imperio, que es enorme y no acaba nunca de pasar por la pantalla, imita y expande hasta el absurdo un plano análogo de 2001 de Stanley Kubrick; yo no lo sabía entonces, pero un conocedor de Kubrick habría podido reconocer la semejanza, y por mi parte sí que entendí otra cita posterior, cuando vemos una cápsula de escape que se desprende de una nave en el ángulo preciso en el que se veían, en televisión, las separaciones de módulos y etapas de las misiones espaciales de la NASA. También notamos muchos otros ecos: la secuencia del compactador de basura, con monstruo y paredes que se cierran, hacía referencia a incontables películas de serie B; perdidos en el planeta desértico de Tatooine, los androides R2D2 y C3PO (cuyos nombres, en el español de México, fueron por décadas “Arturito” y “Citripio”) se veían sucios y exhaustos como protagonistas de un programa o filme de aventuras; para nosotros, de la llamada “generación de la televisión”, el holograma de la princesa Leia podía ser muestra de una tecnología avanzada, pero también era tremendamente cercano, pues tenía líneas de barrido y el color azul muy pálido que veíamos en las pantallas en blanco y negro a nuestro alrededor… Esa textura de las imágenes, esa carga de significados y sugerencias, era tan importante entonces como la velocidad de la edición, la música o el mismo argumento. El impacto del cine es visceral, el estado mental que induce es de ensoñación, pero para nosotros, aquellos espectadores de entonces, estaba también fuertemente anclado en el presente. Un presente que se abría de pronto para mostrar imágenes e historias más allá de lo que previamente habíamos conocido.

Más adelante, al crecer, incluso los más apasionados fans adultos han podido racionalizar y hablar de subgéneros y cultura pop, de símbolos y metáforas, de la simplicidad y la pureza moral de las historias, pero yo sospecho que nada de eso importaba a los niños, a la parte inocente y salvaje de nosotros que fue arrebatada por lo que experimentó.

Parte del encanto ha perdurado más allá de su tiempo. Crea, después de todo, un sentido de comunidad. Pregunté a un jovencísimo escritor y fan mexicano, nacido en los noventa, por qué le gustaba Star Wars y su respuesta fue, emoticón y todo, “Star Wars me enseñó a imaginar :’)”. Sin embargo, para que una narración se convierta en mitología no sólo necesita volumen: espacio para la invención y la exploración en su universo ficcional, sino también que en ese espacio contenga tantas variedades como sea posible de la experiencia y las preocupaciones de aquellos que la hacen suya. Y éstos cambian: nosotros cambiamos. Aquí es donde se vuelve crucial que, en su paso hacia el siglo XXI, Star Wars se haya convertido en una mitología transmedia: una de las primeras a las que tiene sentido considerar en relación con ese término contemporáneo.

Su crecimiento fue análogo al de una mitología antigua. Su fuente principal, desde luego, es una compañía que funciona a lo largo de décadas y no una sociedad que se cuenta historias a lo largo de siglos, y su asiento es, en principio, audiovisual y no literario. Pero la propia Lucasfilm empezó a llamar canon a las películas cuando la explotación de la marca las dejó atrás y empezó a crear una relación compleja entre la serie fílmica y todos otros productos relacionados con ella, desde ebooks hasta cobertores. No sólo la influencia y el traspaso intertextual entre todos los diferentes medios utilizados fue constante (un juego de rol influía en una novela, digamos, que a su vez influía en un cómic y un videojuego, que terminaba por cambiar detalles en una serie o una película), sino que con el tiempo dio origen a jerarquías entre los diferentes textos narrativos (fílmicos, televisivos, novelescos, etcétera): una estratificación de su autoridad en el universo creciente de su ficción.

Aunque Lucas mantuvo buena parte de su interés en el público infantil: directamente en los niños, o bien en los padres que recordaban con afecto la serie original y la mostraban a sus hijos, otros temas podían colarse en obras más distantes del canon fílmico. Así, alguna historias posteriores se permitieron “crecer” con su público y alejarse de la ingenuidad de las primeras películas y más cercanos a los intereses de un adulto. Por ejemplo, una novela aparecida en 2003, Shatterpoint de Matthew Stover, es una versión libre de El corazón de las tinieblas de Conrad (o de Apocalipsis ahora de Coppola) al universo de Star Wars, a tiempo para reflexionar un poco sobre el clima bélico de ese tiempo. Otras novelas y cómics muestran de hecho el envejecimiento de los personajes de las películas. Han Solo y la princesa Leia se van convirtiendo en una pareja de muchos años, se enfrentan con cada vez menos ilusiones a las responsabilidades y problemas de la vida adulta –incluyendo la política– y tienen hijos que en muchas ocasiones son fuente de disgustos y problemas.

Esta diferencia de tonos fue posible porque sólo las películas eran dirigidas a un público global (el video más descargado en todo el mundo durante 1999 puede haber sido un avance de Star Wars Episodio I: La amenaza fantasma). El resto del material narrativo de Star Wars era creado para los fans y no circulaba más allá de ellos, o bien incorporaba tendencias más generales de los medios en los que aparecía, como ocurrió en el caso de los videojuegos, que entraron siempre dentro de “géneros” ya establecidos en esa industria. En cualquier caso, todo estaba subordinado al canon fílmico, puesto en una cronología basada en ese canon, entendido siempre como ampliación de él y sujeto a modificaciones o impugnaciones si contradecía a las películas.

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Con el tiempo empezaron a publicarse textos “apócrifos”, variaciones anunciadas expresamente como ajenas a la historia “real”, y también explicaciones y exégesis de esa misma historia. Éstas últimas eran, casi siempre, hechas no por Lucasfilm sino por los propios fanáticos, que se embarcaban en el proceso de incorporarse a la ficción que los representaba, como hicieron numerosas culturas en el pasado con sus textos mitológicos y religiosos. Fan fiction, fan art, cortometrajes y todo tipo de apropiaciones se producen hasta hoy y están enfrentadas con Lucasfilm, que evidentemente desearía que los aficionados se contentaran con comprar lo que se produce para ellos y no agregaran nada que la empresa no pudiese explotar. A la vez, ese interés de los fanáticos era lo que permitía a la empresa seguir vendiendo sus propias creaciones.

Además, en los aficionados y sus labores está la porción más intrigante y llamativa del mito, cuyo mundo narrado se vuelve asiento no sólo de una historia de iniciación y aprendizaje –el proverbial Viaje del Héroe– sino de muchos ciclos narrativos complejos.

Hay que observar cómo los fans detestan las reediciones de la trilogía original, que anunciaron tanto el uso abundante de efectos digitales de la segunda trilogía como la presencia disonante, en ésta, de preocupaciones adultas al lado de una ingenuidad más forzada, menos espontánea, en el desarrollo de muchas situaciones y personajes. Por ejemplo, en una breve escena de La guerra de las galaxias de 1977 Han Solo dispara contra Greedo, un extraterrestre que lo amenaza. En una segunda edición de la escena Greedo dispara primero, para que Han Solo resulte menos alevoso y violento, y en otra posterior, debida a quejas en la prensa escrita y sobre todo en línea, los dos disparan casi al mismo tiempo. Yo encontré en la década pasada una fanfic –probablemente ya perdida– en la que un autor anónimo declaraba que el enfrentamiento de Greedo y Solo no había tenido testigos y, por tanto, jamás se sabría la verdad de los hechos. Esta colocación del episodio como parte de la leyenda dentro de su propio mundo ficcional es un destello de genio. El texto del fan se convierte en una especie de midrash. Star Wars no es una religión pero el poder de su mito es suficiente para hacer que aparezcan esas reflexiones, formuladas con toda seriedad y deseosas de entablar un diálogo con su tradición y sus autoridades.

Otro ejemplo: como hasta hoy no se ha vuelto a lanzar en video la trilogía sin modificar, algunas personas se han dado a la tarea de recrearla, tomando el video de las mejores ediciones disponibles y alterándolo (sin autorización, por supuesto) para “borrar” los cambios recientes y “devolverlas” al aspecto que tenían hace décadas. Todos declaran que su deseo es recuperar la “pureza original” de la serie y se refieren a Lucas casi como si fuera un apóstata.

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Tras la compra de Lucasfilm por la Walt Disney Company en 2012, la difusión de Star Wars se intensificó y se anunció una nueva fase de explotación de la serie en todos los medios. Nuevas películas se producirán al ritmo rápido que es usual para la Disney: una distinta se estrenará cada año. En el occidente hemos aprendido a aceptar como normal la codicia empresarial y también la sobresaturación de “contenidos” populares. La escritora británica Jeanette Winterson ha escrito que la cultura pop es como “una mina a cielo abierto”: en cada terreno que parece ponerse de moda se abre un agujero profundo y la extracción continúa hasta que ya no hay nada más que se pueda sacar.

La novedad es que El despertar de la Fuerza y las otras continuaciones y ampliaciones controladas por la Disney se han anunciado como subordinadas a la serie fílmica, pero no serán adaptaciones de ningún material ya existente en otros medios. Si se reeditan, todas esas historias llevarán la marca Legends y serán consideradas ajenas al canon. La intención aparente es dar más libertad a los creadores que la Disney emplee en adelante, y a la vez más control a la empresa de todos los aspectos de las obras que produzca, pero el hecho tiene también una segunda lectura posible: Lucasfilm ya no está apuntando a producir materiales para los fans originales de la película, que pueden tener gran fidelidad a las historias que ya consumieron pero no vivirán para siempre. Disney quiere la fidelidad de una generación nueva y más joven. Los mitos solían tener un final, y éste era parte esencial de su sentido, pero la idea de un final, como escribió ya en los años ochenta el también británico Alan Moore, se opone a la ambición de explotación continua y eterna de las empresas del pop. Mañana empezaremos a ver si el objetivo de la Disney se puede lograr. En sí mismo tiene algo de operático o de mitológico: crear un reino eterno.

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(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.


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