“Cuando yo tenía dieciséis años mi abuelo me dijo: tú no te vas a morir nunca, yo estoy descubriendo la inmortalidad”. La frase con la que comienza Abuelos,el primer documental de Carla Valencia, es una promesa que concentra magia y misterio. Esas palabras envuelven a todo el filme en un halo seductor y dan cuenta del magnetismo garciamarquiano de Remo Dávila, un médico ecuatoriano autodidacta cuya semblanza es uno de los pilares del largometraje.
Sin embargo, la búsqueda de Remo por alcanzar lo absoluto choca con la historia del otro abuelo de la cineasta, Juan Valencia, un dirigente comunista de Iquique, que fue asesinado en el campo de concentración de Pisagua, tras el golpe de Estado de Pinochet, en 1973. “Yo crecí creyendo en la inmortalidad de Remo y me encontré con la muerte de Juan. Me fraccioné; mientras una parte de mi avanzaba y se fortalecía, la otra estaba enterrada en el desierto”, confiesa Carla Valencia al inicio de su película.
Abuelos se estructura como un recorrido vital que liga metafóricamente el legado de ambos personajes. A través del filme se revela la vida de dos hombres que lucharon, a su manera, por una utopía: la inmortalidad a través de la sanación, por un lado, y la construcción del socialismo en Chile, por otro. Dos sueños truncos, y en apariencia distintos, pero fundados en la fe en un progreso ininterrumpido, llamado a iluminar la vida y la Historia. Carla Valencia pertenece a una generación nacida en plena crisis de esas concepciones del mundo. Si en Abuelos las revisita, es con un afán que mezcla introspección personal y testimonio familiar, y que está guiado por una mirada amable, quizás heredada de su abuelo materno. Se trata de quitar algo de vaho de ese espejo, siempre empañado, que es el pasado en el que nos reflejamos, o -dicho de otra manera-, se trata de darle significados al propio presente a partir del pasado.
Para ello, la realizadora se vale de múltiples fuentes: entrevistas, fotografías, archivos sonoros y audiovisuales, dibujos, recortes de prensa, que usa en un relato marcado por una poética voz en off –a veces, eso sí, demasiado omnipresente-. Sin embargo, el acercamiento a cada uno de los abuelos varía mucho. El relato de la vida de Remo se construye, principalmente, con el testimonio de sus hijas y de sus pacientes, pero se entremezcla con los recuerdos de infancia y juventud de la propia cineasta, lo que le otorga un carácter íntimo. Por su parte, el asesinato de Juan Valencia impidió que la realizadora pudiera conocerlo, y esto la obligó a indagar en el pasado por otras vías, a reconstruirlo a través de una investigación acuciosa. Carla Valencia solo en la adultez pudo descubrir quién había sido ese hombre del que su padre casi nunca le hablaba. Por ello mismo, la distancia respecto de él es mayor.
La cuestión de la distancia queda puesta de manifiesto, con una sólida metáfora audiovisual, en la primera secuencia de Abuelos. Cuando la voz en off de la realizadora comienza a hablar de Remo, una serie de planos detalle de hojas y musgo se suceden con delicadeza, se escucha un ruido de agua que corre como un susurro y, después, vemos el río al que acudía el abuelo. Por su parte, la historia de Juan se nos presenta a través de grandes planos generales de las áridas montañas del desierto de Atacama. Un fuerte viento se adueña de la banda sonora y acompaña a las imágenes. El contraste entre ambas aproximaciones –la cercanía del plano detalle y la lejanía del gran plano general- da cuenta de la distancia diferente respecto de los abuelos y sus países: por un lado está el familiar al que Carla Valencia conoció y el país al que pertenece, por otro el abuelo que nunca se vio y el país donde fue asesinado. El filme se construye a través de esos binomios: sequedad y humedad, selva y desierto, eternidad y muerte, Ecuador y Chile, Remo y Juan.
Si la historia de Remo Dávila se limita al ámbito familiar y profesional, sin hacer ninguna alusión a la Historia de Ecuador, la de Juan Valencia desborda el espacio íntimo para entremezclarse con el contexto político de la época. El relato del gobierno de Allende y de los primeros meses de la dictadura está muy presente en el filme y en ciertas secuencias gana un abierto protagonismo. Esta es una de las principales diferencias con el trabajo de algunos documentalistas chilenos como Germán Berger (Mi vida con Carlos, 2010), Macarena Aguiló (El edificio de los chilenos, 2010) o Antonia Rossi (El eco de las canciones, 2010) que en forma paralela han realizado documentales autobiográficos en los que abordan temáticas relacionadas con la dictadura. Los tres realizadores describen sucintamente el contexto político, para centrarse en sus vivencias personales o familiares, conscientes de que la Historia del periodo ya ha sido abordada por otros realizadores como Patricio Guzmán. La razón por la que Valencia hace hincapié en el marco histórico radica seguramente en que proviene de una sociedad y de una cinematografía diferentes de las chilenas y donde sí es pertinente esa contextualización.
Junto a las historias de Remo y Juan, hay una tercera que las enlaza, y que termina siendo tan importante como ellas. Es la historia del viaje que emprende la realizadora con este documental, en ella que se percibe el tránsito desde una cálida seguridad enraizada en el territorio de la infancia, hacia las incertidumbres de la vida adulta. No es un camino en un sentido único, el filme no impone el segundo momento sobre el primero, sino que respeta la complejidad de ambos, porque las dos constituyen las fuentes de la memoria.
“Hablad por mis palabras y mi sangre”, escribió Neruda en Alturas de Macchu Picchu. Al reconstruir las historias de Remo y Juan, Carla Valencia parece guiarse por ese verso; pone de relieve el legado de sus abuelos, los desentierra del pasado para decirles: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta”. Pero lo hace sin rehuir el yo, sin renunciar a su propia subjetividad. Quizás sea allí, en la lucha de la memoria contra el tiempo, donde resida la inmortalidad.