La tumba, La región más transparente. Ambas novelas gravitan en torno a un Distrito Federal distinto, esquizofrénico y que, no obstante, no deja de ser nunca la misma ciudad. La primera, escrita en 1961 – pero publicada hasta 1964 – narra las andanzas urbanas y adolescentes de Gabriel Guía, adolescente sesentero que pierde el tiempo vagabundeando entre los cafés, los bares y las fiestas de la ciudad. Angustiante y banal, representó la irrupción en la literatura nacional de un nuevo estilo, claro deudor de los beatniks y J. D. Salinger, al que más tarde se le llamó 'literatura de la onda'. La segunda es mucho más madura, seria, ocupada de temas 'trascendentes': Ixca Cienfuegos, su protagonista, es el pivote en base al cual se desarrollarán múltiples argumentos, todos profundamente arraigados con el acontecer del Distrito Federal.
No es gratuito el párrafo introductorio: los guiones de Cinco de chocolate y uno de fresa y Los Caifanes son obra de los mismos escritores: José Agustín y Carlos Fuentes. Y el Distrito Federal reflejado en cada una es paralelo al de las novelas. Y al igual que con la literatura, la ciudad sigue siendo reconocible: es la misma ciudad, bajo un prisma distinto. El argumento de ambas es básicamente el mismo: un grupo de amigos y desconocidos emprenden un recorrido nocturno por la ciudad de México. Las circunstancias son similares. En 'Cinco de…', Angélica María es una monjita adolescente – Esperanza, 'Espe', pa' la banda – que, mediante la ingesta de hongos alucinógenos, se convierte en una chica ye-yé de falda corta y piernas largas llamada Brenda. Tras irrumpir en una fiesta pipiris nais cantando un tema ad hoc – 'Fiesta de sociedad', psicodélica, ingenua: reza con furor adolescente, musicalizado por los Dug Dugs 'sus prejuicios tan hipócritas me enferman, su dinero y sus costumbres me dan risa', versión de la cinta aquí http://youtu.be/Nrf3sMP-aus-, Brenda convence a chicos popis de emprender la aventura nocturna. Asaltan un Sanborns – donde se roban cinco helados de chocolate y uno de fresa, se ríen de la gente, manejan a toda velocidad por las calles del Distrito Federal. No hay, por supuesto, un elemento realmente subversivo en Cinco de chocolate…: todo es fresca ingenuidad, adolescencia gozosa y, por supuesto, rebeldía edulcorada. Al igual que el trabajo literario de José Agustín, en la inmediatez encuentra su encanto. Lo dijo Rafael Lemus mejor que yo en algún momento: "Su encanto era su sinceridad. Su sinceridad era su poética".
Pese a partir de prácticamente la misma premisa, Los Caifanes encuentra otras vertientes. Habría que hablar de las preocupaciones de cada autor: Fuentes, dieciséis años mayor que José Agustín, no veía al Distrito Federal de la misma forma en la que el joven acapulqueño lo hacía. Mientras que para José Agustín el D.F. es, claramente, una ciudad nueva, fuente de diversión, desmadre y rebeldía pop, para Carlos Fuentes es el eje central de preocupaciones sociales, el ombligo de un país que se cae a pedazos y en el que es posible observar los estratos sociales conviviendo en tensión permanente. Cada autor tiene su propio y privado Distrito Federal.Los Caifanes del título – 'caifán es el que todas puede', dicen en algún momento del filme; caifanes como más tarde serían Caifanes también los de Saúl Hernández y Alejandro Marcovich – son más duros, más callejeros: huelen, como lo diría su líder, 'El Capitán Gato', a sudor y a pueblo. Sus diferencias se hacen patentes en el sitio que los unirá y será el eje central de su experiencia: el auto.
Los caifanes, con Julissa y su novio a bordo, beben sórdidamente. Sus rostros son serios, su actitud es estoica. (Esto es: ellos resisten los embates de la cotidianeidad urbana. Beben, sí, pero no para divertirse; roban, pero no por el desmadre: están íntimamente ligados a cierta actividad criminal de supervivencia, forma parte de su acontecer, la asimilan como su realidad). Están, en teoría, conectados con la ciudad en sus niveles más profundos. Se divierten, sí, pero su diversión está severamente ligada a la realidad social: molestan a un vendedor de flores, destruyen su mercancía, meten desmadre en una taquería, se emborrachan en, claro, la vía pública. Los chicos de Angélica María, toda tierna malicia, por el contrario, sonríen: la cámara no abunda en sus expresiones, no los busca: el recorrido en el Distrito Federal nocturno es así, plagado de sonrisas, único primer plano que no profundiza en los personajes:
Simplemente habrá que ver a quien asaltan cada uno en sus primeras fechorías: los caifanes, a un vendedor ambulante, fiel espejo del México de ayer y hoy. Los cinco de chocolate (y la de fresa) a un Sanborns, en busca de helados (¡con armas de juguete!). La impostura ingenua es el arma de Cinco de chocolate: no busca, de ninguna forma, el filo, el comentario punzante. Fiel reflejo de una ideología propia de una época específica, es más cercana al flower power psicodélico que al posterior cinismo que devino después del fin de la utopía. Los Caifanes, por el contrario – pese a todo lo pretenciosa que pueda parecer, con los discursos de 'El Capitán Gato' – anticipó un espíritu: el del desencanto, el de la frustración que vendría después de Vietnam – para el mundo – y de Tlatelolco – para México.
Esto no significa de ninguna forma que una película sea superior a la otra. No quiero decir que la ligereza de Cinco de chocolate… sea preferible a la profundidad (o a los intentos de ella, todo sea dicho. Los peores momentos de cada una de las cintas se los deben precisamente a sus guionistas: las letras ingenuas de José Agustín, válidas sólo vistas en contexto y con mucha perspectiva, los discursos con trasfondo social de Carlos Fuentes, que funcionan perfectamente en la piel literaria de Ixca Cienfuegos, no en la piel cinematográfica de 'El Gato') de Los Caifanes. Por el contrario: son aquellos momentos en los que cada filme se aleja de las intenciones más serias de sus autores los que los hacen particularmente divertidos. En Cinco de chocolate… es cuando los musicales se alejan de la presunta crítica al sistema que José Agustín intentó colar en el argumento de la cinta, cuando se concretan a divertir, a lucir la música de los Dug Dugs y la voz y el atuendo de Angélica María. En Los Caifanes, es cuando los intentos de darle validez social al filme cesan y aparece, por ejemplo, el Distrito Federal en tomas amplias, al amanecer; o, por ejemplo, cuando se rinden a aquel culto temprano pero ya establecido que era Carlos Monsiváis: el cronista icónico de la 'ciudad de la esperanza', el hombre que definió (y redifinió) a la ciudad como ente vivo en más de una ocasión, y que aquí es un Santa Clós borracho que pide a gritos que brinden 'por su madre, bohemios':
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.